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LA SANGRE Y LAS LETRAS

Adriana Valdés
Revista Fibra. N°26. Santiago, Diciembre de 2004


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Ya no suele hablarse de clases sociales. A lo más, como en la publicidad, de letras y números como ABC1 y otras combinaciones: se refieren a la gente separándola según nivel de ingresos, como una especie de billeteras ambulantes, de gustos previsibles, destinatarias de determinados productos o determinados programas de televisión. Rebaños que esperan ser esquilados, algunos con harto más lana que otros. Somos todos lo mismo; el dinero -poderoso caballero, como decía Quevedo- transforma a todos parejamente en consumidores. Divididos, por cierto, en castas de letras y números, según cuánto podemos gastar.

Dos lecturas recientes me han hecho recordar la fuerza de la idea de "clase", la riqueza de implicaciones con que antes se vivía esa palabra. O con que se vive todavía, pero tal vez de manera más fragmentaria e inconsciente, a modo de un resto o un residuo más bien fantasmal. (¿Qué edad habría que tener para decir, convincentemente, como las viejas matronas, "es de otra clase"?) Las dos lecturas son El inútil de la familia, de Jorge Edwards, y Memorias de una mujer de clase media chilena, de Ximena Aranda. Desde ángulos muy distintos y hasta opuestos, la clase es clave en ambos libros.

El título de Jorge Edwards recuerda el de un antiguo cuento suyo, "El orden de las familias", inolvidable para mí por una sospechosa mezcla  de razones, literarias y de las otras. Se trata de un orden opresivo, tribal, marcado por la clase oligárquica, por "una selva de prohibiciones". Y por "la vergüenza, en ese mundo de cosas que se podían hacer y cosas que no se podían hacer, de gente con quien se podía andar y gente con quien no se podía andar, de palabras que podían pronunciarse o no podían pronunciarse (la palabra ternura, por ejemplo, tenía el estigma de siútica, y el verbo amar no era conjugable), la vergüenza, repito, era el sentimiento más cotidiano, algo así como el estado natural del alma". No hace mucho, el Diario enamorado, de Armando Uribe, me provocó una sensación de profunda asfixia, que había llegado a creer olvidada para siempre: era reencontrar el mismo mundo internalizado -la misma selva de prohibiciones y de opiniones de clase. Entre las más cómicas y extendidas de esas opiniones se encuentra "la relación matemática entre los libros y la ruina", de la que escribió irónicamente Cristián Huneeus, otra "bala perdida de la alta burguesía", según su propia descripción. "Es por eso que si se hablaba de literatura, si se leían en exceso novelas y poemas, si se escribía en secreto, la familia sacrosanta olfateaba el peligro, sentía el olor del azufre", escribe Jorge Edwards, Arruinarse, asiuticarse, caer en vergüenza, mostrar la hilacha: contra esos peligros se erigían las prohibiciones tribales, expresadas en las prácticas de las familias.

La historia principal de El inútil de la familia es la de Joaquín Edwards Bello, quien escribió, en algún momento tal vez excesivamente optimista, y como si se pudiera: "Cambié de barrio, de clase social, de familia. Cambié de sangre. Cambié de pasado. Soy feliz. Este otro mundo me admira. En la clase alta yo no pude ser algo. En esta otra clase, descubierta por mí, he vuelto a ser un hombre con esperanza". A medio camino entre la sangre y las letras ("¡familia, cómo os detesto!"), su sobrino cuenta e inventa el cuento del tío en un libro que, una vez más, y como otras obras suyas, da mucho que pensar acerca de "aquello que llaman chilenidad, todo ese conjunto en el fondo peligroso, temible. Temible entonces y temible ahora", dice Jorge Edwards.

Otros son los aires que se respiran en Memorias de una mujer de clase media chilena. (No pretendo hacer comparaciones literarias, para nada: sólo seguir la pista a esto de la "clase"). No existe aquí "una selva de prohibiciones", no hay un huis clos (nos criaron pa' atras padre/ bien preparados, sin imaginación/ y malos para la cama", escribirá bastante más tarde Diego Maquieira, en su emblemático poema "El gallinero"). En estas memorias se ve una trayectoria de ampliación: de conocimientos, de oportunidades, de acciones. Tal vez, en parte, porque son recuerdos de niñez y juventud, de alguien que se va abriendo al mundo. Pero también, creo, porque el mundo al que se abre es otro. Me vienen a la memoria los relatos de barrios ñuñoínos, la descripción de las familias que vivían cerca -la impresionante diversidad de origen, los inmigrantes de las más diversas nacionalidades y costumbres. La autora los evoca con una "mirada de geógrafa" que parece haber sido la suya desde edades muy tempranas, mucho antes de elegir la geografía humana como área de especialidad profesional. Si la niñez de la "clase alta" está atenta sobre todo a las prohibiciones, la suya es una niñez en que el miedo (a "caerse") es sustituido por una cierta osadía natural, por una curiosidad despierta, por una búsqueda activa y entusiasta de las diferencias, por un ejercicio de la libertad. Sorprende que ese ejercicio sea retrospectivamente tan lúcido, sobre todo cuando trata de la familia. "El orden de las familias" es otro, también aquí: no es "la comedia a la que se entregan los padres" (la frase es de Baudelaire) y que se impone a los hijos. Es un orden en el que el padre mujeriego hace sufrir a la madre hasta los aullidos nocturnos, pero es siempre bienamado por su familia; en que las cosas de la vida no descalifican a nadie. La moralina no cabe en un registro de la sensualidad de gustos, tactos, olores, imaginaciones. Tampoco el miedo a la literatura y a las artes, que no tienen, en este medio, olor a azufre.

Nada se puede concluir del encuentro de estos dos libros en mi mesa de luz. Nada se puede concluir; apenas dejar una reflexión pendiente.


 

 

 

 

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