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Escritura y Silenciamiento

Por Adriana Valdés
Publicado en Mensaje, N°28, enero - febrero de 1978



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Busco la voz de mi silencio - Beckett

El tema que se me ha propuesto —silencios y resonancias de la palabra— lo he estado pensando en relación con textos escritos en Chile y publicados, o no publicados, en los últimos dos o tres años. No tengo intención de hacer un inventario de textos, sino comentar, a partir de algunos que me han hecho particular impresión, un tema en concreto: el de una palabra escrita que incorpora las señales de su propio silencio. Para aclarar un poco o para repetir: una palabra que da cuenta de las circunstancias de silenciamiento en la cual fue escrita.

Quiero explicarme un poco más todavía. Al enseñar análisis de textos, hace ya algunos años, me tocaba referirme a lo que Eco llama "el recurso Biológico"[1]: un servicio que se presta a la lectura de un texto, y que consiste en dar los elementos para reconstruir la situación —lingüística, ideológica, etc.— en la cual se hizo la obra, para poder apreciarla a partir de ahí y reducir a un mínimo las posibilidades de error de interpretación. Volviendo a los textos que van a ocuparme, pienso que quienes en un futuro analicen libros escritos en Chile durante estos últimos años, tendrán que recurrir a una curiosa especie de "filología" contemporánea, a la recreación de una situación o de circunstancias: sin ello posiblemente se quedarían sin dar cuenta de la totalidad del sentido de una obra.

Entiendo por "situación" o por "circunstancias" "todos los hechos conocidos por el receptor en el momento en que el acto sémico tiene lugar e independientemente de éste", que es la definición de un semiólogo[2]. Estas "circunstancias" tienen mucha importancia para la comprensión de cualquier enunciado; todo enunciado puede transmitir varios sentidos posibles y, de todos ellos, el receptor selecciona aquel favorecido por éstas. Propongo como hipótesis algo bastante obvio, pero que por lo mismo puede servir para la discusión que espero salga de aquí: propongo que se ha producido un cambio en la situación de la escritura en Chile. Es decir, que lo que el receptor sabe, y lo que el emisor sabe que el receptor sabe, es algo muy diferente a lo que era hace algunos años, y que eso condiciona la operación de la lectura y la operación de la escritura.

Lo que hemos descrito como "circunstancias" o situación de un enunciado tiene, en el caso de los textos literarios, algunas características especiales. En realidad, todo texto literario presupone "muchas clases de discursos, contemporáneos o anteriores, y se apropia de ellos para confirmarlos o para rechazarlos"[3]. No sólo se apropia de la literatura anterior, sino también de las diferentes formas de expresión de una sociedad, de sus diferentes lenguajes (periodístico, científico, político, académico), ya sea en sentido positivo o negativo. En una situación dada —la de Chile, por ejemplo— todos estos lenguajes crean un discurso social difuso que, según creo, actúa como presupuesto —uno de los presupuestos— de los textos a que me referiré. Los rasgos de ese discurso sólo pueden caracterizarse aquí negativamente: a través de las diferencias que los textos establecen con él.


Los dulces amargos de un país reducido

Es tiempo ya de aterrizar todo eso en un terreno más concreto. Recordemos la novela Dulces Chilenos, de Guillermo Blanco. Creo que la lectura de ese libro está condicionada de una determinada manera por la circunstancia. Hay una comprensión muy inmediata de esa novela que tendría que ser recogida por el "recurso filológico" de un profesor de literatura que la abordara en veinte años más.

La parquedad del lenguaje, la tristeza y pequeñez de los ambientes, la obsesiva y ocultada culpa, la vejez que busca destruir a los demás a imagen y semejanza de su propia autodestrucción, puede ser una imagen válida para múltiples situaciones históricas, pero surge aquí y ahora. El hipotético profesor, de aquí a veinte años, haría mal en no advertir que el lenguaje del libro no concuerda —por decir lo menos— con un determinado discurso social vigente al momento de su publicación: que la visión de las viejas mezquinas y sórdidas es también una visión de contraste. Al leer estos Dulces Chilenos —irónico título— no se puede evitar el hecho de que esté oponiendo una visión a otra. Perdón por otra comparación más: me acuerdo de una exposición de pintura española en el Instituto Cultural de Las Condes, el año pasado. Después de ver paredes y paredes cubiertas de señoras elegantes, y luego otras paredes cubiertas por velas o enaguas hinchadas por el viento, rosadas y sensuales, de Sorolla, me acuerdo de un pequeño cuadro oscuro, una procesión en un pueblo al anochecer, de Gutiérrez Solana. Entre un lenguaje y otro media la distancia tremenda que había entre el mundo de uno y otro pintor. Poner uno junto al otro, explicitar la oposición tácita, eso es lo que hace la lectura condicionada por una determinada situación. Los textos, ahora, parecen pedir el esfuerzo que debe hacer un receptor cómplice: de ponerlos en relación con otros lenguajes, captar su realidad de contralenguajes, de lenguaje que surge por oposición a otro.

Hay que anotar también que la circunstancia cultural de la cual surge ese discurso social, y a la cual se dirige el libro, parece también haberse circunscrito (quiero decir empequeñecido). Leyendo textos de escritores chilenos escritos hace casi diez años —las intervenciones en el Encuentro de Escritores del año 1969 son un buen ejemplo[4] —se ve que entonces la perspectiva era sin duda latinoamericana por lo menos, y de América latina frente al mundo en la mayor parte de los casos, por optimista que pudiera parecer actualmente esa actitud. Lo que entonces parecía un florecimiento coherente, un momento de una evolución, parece ahora, desde estas circunstancias, una especie de veranito de San Juan: todos los fantasmas que se creían culturalmente exorcizados han reaparecido y gozan de buena salud. Hay que volver a combatir actitudes y patrones culturales archienterrados en otras partes del mundo; en Chile se puede hablar impunemente (del "eterno femenino", por ejemplo, o del "resentimiento social" como forma de descalificación) porque se ha perdido el concepto de un ámbito cultural en el que por lo menos se puede hacer el ridículo. El discurso de la crítica oficial no encuentra un ámbito de contradictores en Chile ni tampoco parece acusar recibo de la actividad intelectual vigente en otras partes; su aislamiento es mortífero para la inteligencia. Ha caído en la indulgencia del monólogo interior, precisamente porque el mundo cultural de Chile se ha empequeñecido y se ha encerrado en sí mismo, en una especie de "autismo pobre": no toda vuelta hacia adentro es un enriquecimiento; puede ser simplemente la oportunidad de complacerse en repetir los propios tics, prescindiendo del mundo exterior. La novela de Guillermo Blanco cumple, entre otras funciones, la de salirle al paso a uno de esos tics del discurso social: el de pensar un país en términos de pintoresquismos y de euforias.

 


Las enfermedades de la palabra

Otra posibilidad de combatir los tics redivivos —hiera de oponerles, como Blanco, la cosa enjuta y seca reminiscente de los Campos de Castilla, de Machado— es asumirlos todos, mimetizarse con ellos, y crear un discurso que los ponga en evidencia: eso es lo que hace don Gerardo de Pompier, personaje creado por Enrique Lihn y Germán Marín casi a modo de broma en 1968 y resurgido en 1977 en lo que se llamó un "happening contracultural". Don Gerardo se presentaba con toda una escenografía y con un disfraz; siempre he sospechado que necesitaba de las dos cosas para que el público —acostumbrado a tragar tantas ruedas de carreta— no dejara de percibir el carácter paródico y arqueológico de su discurso, no se dejara mecer una vez más por los recursos de la elocuencia. Esta momia parlante de la retórica pronuncia un inacabable discurso público, aterrado y aterrador, que da testimonio en cada palabra de su propia caducidad. Para su creador, Pompier es un espejo en que se reflejan las enfermedades de la palabra, una caricatura de la palabra que pretende reflejar un saber universal. El mismo personaje compara su discurso con una armadura de esas que conservan los museos históricos; verla actuando y caminando tiene un efecto de película de terror, se viene encima como un monstruo gagá que en cualquier momento se confunde con nuestra propia palabra. Encierra además un sujeto aterrado e indefenso, que segrega la palabra como ciertos peces que oscurecen el agua tras sí para escapar de sus perseguidores; que asume las formas vacías del poder de la palabra, poniendo de manifiesto a cada momento el carácter irrisorio de su defensa.


Un combate de reconstrucción

Quiero referirme por último a un libro inédito. Al hablar de los dos textos anteriores señalaba cómo resuena en ellos un presupuesto, un pretexto, el discurso social implícito que ellos contradicen, uno —Blanco— mediante un idioma de signo contrario, y otro —Pompier— mediante la fosilización y la parodia. Uno le opone a las "resonancias" del discurso social una palabra enjuta, en que todo queda tácito; el otro manifiesta el vacío, el horror y el humor de un silencio recubierto por frondísimas palabras. En el libro que trataré ahora hay algo tácito de partida: su condición de libro inédito, que debe ser, según creo, la de algunas otras obras. Se ha hablado o se hablará aquí de libros, editores, lectores, precios. No me corresponde entrar en eso, pero sí señalar el interés que suscita la posibilidad de que existan obras no publicadas, que probablemente alterarían algunas de las ideas existentes acerca de la palabra escrita en Chile hoy día.

El libro que comento tiene también una muy especial relación con el silencio. Hay en él una sensación de extrañeza respecto de la palabra como medio: el lector lo percibe en un primer momento como palabra ajena, desconcertante, que relaciona sin duda en forma muy estricta cada uno de sus elementos, pero de acuerdo con leyes que parecen provenir de otro universo del pensamiento. Creo que la primera impresión puede resumirse así, es decir, en un terrible y obsesionado rigor que se reconoce como tal, pero que no corresponde al rigor que suelen tener los textos escritos, sino al de otros códigos. El libro a que me refiero se llama Mein Kampf y su autor es el poeta Raúl Zurita.

Como se puede advertir desde el título, el libro es un campo minado. No es del caso ahora dar cuenta de la multiplicidad de recursos que se despliegan en estas palabras asépticas y ascéticas: baste decir que, como Pompier, pero de manera completamente diferente, da testimonio de que "ahora están cerradas las puertas del parque, y las chisteras y la retórica se pudren sobre los bancos vacíos".[5]

Yo diría que es un libro que parte de lo arrasado, de lo agostado, de lo mínimo: su palabra busca eximirse de toda connotación "poética", "reminiscente". Se recurre a la gráfica: se reemplazan, en un poema, todas las palabras por pequeños dibujitos; se incluye la realidad sin mediatizar, la fotografía de carnet, el diagnóstico clínico, el electroencefalograma. Más aún, toda esta última realidad sirve para minar —campo minado— toda posibilidad de un "yo poético" que toma la palabra: la palabra se toma desde un lugar vacío; el hablante como tal está desacreditado. Destruido el lugar de la persona, arrasada la persona por un cataclismo innominado cuya magnitud sólo se percibe por sus efectos, el obsesivo orden (o señales transgredidas, restos de un orden) parece un ritual de protección contra un caos que tiende a reaparecer. Patología del individuo, pero también patología de la sociedad, en este caso. Entre un sujeto amenazado de inexistencia y la sociedad que lo amenaza de inexistencia, los poemas son las huellas voluntariosas y obsesivas de que efectivamente se existe, la única "señal de vida". Se ha puesto en peligro hasta la posibilidad de ser persona, y la conciencia de sí se sustituye por un texto: la huella concreta de que esa conciencia ha existido, en un mundo que no da garantías de que pueda seguir existiendo.

Mein Kampf (es el aspecto no irónico del título) de hecho reconstruye, es poesía que lucha por reconstruir. Es también un itinerario del Inferno, Purgatorio y Paradiso de lo mínimo, que el mismo texto incluye: diría yo que sobre todo del infierno y de los cuidadosos esfuerzos para organizar las visiones alucinatorias en una topología. Como la música y las matemáticas, la poesía se transforma en actos de localización. "Cierto número de fichas simbólicas son colocadas en filas significativas. Las soluciones se logran... mediante el reagrupamiento o reordenación secuencial de las unidades individuales y de los grupos de unidades..."[6]. De todo ello surge un rompimiento de la continuidad verbal y su reemplazo por una relación diferente, por otra combinatoria. Los elementos del texto —la vaca, el desierto— llegan incluso a cambiar de signo, como en matemáticas, a transformarse en números negativos: la experiencia de lo mínimo coloca a la imagen poética en un lugar de vértigo. No puedo decir más: sólo espero que alguien pueda asomarse alguna vez a ese libro inédito.


Escuchemos los silencios...

A modo de resumen, lo que he intentado hacer es proponer que la palabra escrita ha acusado recibo, de muy diversas maneras (hay otras, no mencionadas en este texto), de un cambio profundo y traumático de la situación cultural, y que los textos mismos tienen, como elemento de su significación, una relación con esa circunstancia. Propongo una lectura que capte las heridas y recubrimientos que percibo en esa escritura, que sea capaz de asimilar "las formas monstruosas que nuestros destinos han tomado para sobrevivir", en la frase de un personaje de José Donoso; que durante un tiempo al menos se piense en los textos escritos en Chile de todas las maneras posibles y válidas, pero también como síntomas. Propongo para la crítica una mayor conciencia de las claves en que necesariamente se ha debido hablar, oralmente y por escrito, durante un tiempo ya largo. Y finalmente propongo una mayor atención para la palabra creadora y vigente en Chile: estoy convencida de que en ella hay cifras para comprender una experiencia colectiva cuya complejidad ha sobrepasado nuestra capacidad de dar cuenta de ella. Hay un poema de Vallejo que cito cada vez que puedo. En él se dice que, si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra, "más valdría, en verdad, que se lo coman todo y acabemos".

 

 

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Notas

[1] Humberto Eco, La Estructura Ausente, Ed. Lumen. Barcelona 1970, págs. 210-211.
[2] Luis J. Prieto, Mensajes y Señales, Ed. Seix Barral. Barcelona, 1967, págs. 19-20.
[3] "Los textos de que se trata presuponen muchas clases de discursos, contemporáneos o anteriores, y se apropian de ellos para confirmarlos o para rechazarlos, en todo caso para poseerlos. Como si los otros textos (y también las otras narraciones, metalenguajes o teorías) ejercieran un poder sobre el texto, lo constriñeran... asignándole un marco de diálogo, incluso un universo semántico que se debe discutir. Como si estos otros discursos actuaran como incitación a este nuevo acto que es el texto". (Julia Kristeva, La Revolution du Langage Poétique, Ed. Du Seuil. París, 1974, traducción mía.)
[4] Véase Rene Jara. El Compromiso del Escritor, Ediciones Universitarias de Valparaíso. 1971. También el número 2 de la Revista Cormorán, Santiago, 1969.
[5] Dicho a propósito de Beckett por George Steiner, Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística, Ed. Barral, Barcelona. 1973, págs. 26-27.
[6] Steiner, op. cit., pág. 69. (Se refiere a aspectos comunes del ajedrez, la música y las matemáticas.)

 

 

 

 



 

 

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