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Salinger

Por Antonio Avaria


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Las novelas de Jack Kerouac (ver En Viaje, N° 400) significan el exceso, la energía descontrolada, la embriaguez verbal. Kerouac narra interminablemente, repetitivamente, su carrera sin aliento por el mundo, buscando el sentido de la vida en la droga, las perversiones, la promiscuidad, los viajes. Su obra es una gran confesión: es el héroe y el intérprete de sí mismo. Su última novela, Ángeles de la desolación, de 1965, es –como todas sus obras– la crónica novelada de la generación Beatnik que él encabeza.

En esta visión de las letras norteamericanas, quiero presentar ahora a un escritor no menos célebre, pero de personalidad diametralmente opuesta a Kerouac. Es Jerónimo David Salinger.

Nació en Nueva York en 1919. Su padre es judío, la madre irlandesa- católica. Comenzó a publicar relatos en revistas a partir de 1948. Vive en Cornish, un pueblo de New Hampshire, en el noreste de los Estados Unidos. Se hizo construir una torre de concreto a cincuenta metros de su casa. Todos los días a las nueve sale de su hogar con una caja de merienda, camina esos cincuenta metros y se encierra hasta las cinco de la tarde. No recibe visitas, no concede entrevistas de prensa, ni consiente en ser fotografiado. Ésta es su biografía.

Y sin embargo, este hombre aislado posee uno de los puestos más codiciados de la literatura actual. Su popularidad es inmensa, a pesar de su alejamiento de toda fanfarria publicitaria. Hace ya años que las universidades comenzaron a lanzar una tesis doctoral tras otra, examinando la breve obra de Salinger. Este hombre invisible es el favorito de todos. Su bibliografía crítica es por lo menos cincuenta veces más voluminosa que su obra. Sólo ha publicado una novela, El cazador oculto, en 1951. Reúne Nueve historias (aparecidas previamente en revistas) en 1953. Desde entonces, cada dos años publica en la revista The New Yorker una larga narración de 20 a 40 mil palabras. Cuando ha reunido dos, aparecen en volumen. Cada vez escribe más lenta y laboriosamente. Sus otros títulos son Franny Zooey (dos novelas cortas) y Levantad la viga, carpinteros.

Su último escrito data de 1964 y apareció también en la revista neoyorquina mencionada. En resumen: una novela, nueve cuentos cortos, cinco relatos largos. Es una obra relativamente exigua para un hombre de 48 años de edad, en especial si se toma en cuenta de que se trata de un escritor totalmente dedicado a su creación. Como ya lo he dejado entrever, Salinger jamás viaja, jamás asiste a recepciones, jamás acepta entrevistas y trabaja un mínimo de ocho horas al día, para producir –cada dos años– un relato de ochenta páginas.


Un auténtico best-seller

El cazador furtivo, desde que fuera reeditada en edición barata de bolsillo, ha vendido más de dos millones de ejemplares, sin contar las traducciones a casi todas las lenguas. Salinger ha rechazado sistemáticamente las ofertas del cine y los clubes de lectura, de manera que la cifra recién dada es colosal, pues el llamado best-seller se nutre en gran parte de las ediciones para los millonarios clubes de lectura. Examinemos las razones de esta celebridad. ¿Sabes qué es lo que me haría más feliz? –pregunta Holden Caulfield, el protagonista de 16 años, a su hermanita menor–. Pues imagínate un campo de centeno y muchos niños jugando; detrás del centeno hay un precipicio. Yo quisiera estar oculto entre el follaje, vigilando a los niños, para protegerlos y cazarlos cada vez que se aproximaren peligrosamente al abismo. “Esto me haría más feliz que cualquier otra cosa”. (De ahí el original inglés: The Catcher in the Rye, El cazador en el centeno).

Así son los seres novelescos de Salinger: sensibles, con una ternura especial por los niños y la inocencia. Sus personajes son siempre demasiado inteligentes y delicados para el mundo. El tema es el amor. Pero no la pasión, ni el apetito: la voluntad de exponer el alma al dolor. El autor se cuida muy bien de caer en un sentimentalismo débil y llorón. ¿Cómo lo hace?

A través de su cualidad magistral: un oído finísimo para las idiosincrasias de dicción vulgar y para las expresiones familiares. Nadie mejor que Salinger para registrar la jerga adolescente. El cazador oculto es uno de los libros más divertidos y picarescos de la literatura norteamericana, y no es una casualidad que se convirtiera en el predilecto de las generaciones jóvenes. Holden es su espejo y su modelo; pone en ridículo el esnobismo, la superficialidad y la falta de amor de la sociedad adulta y burguesa.

En uno de sus cuentos mejores, “A Esmé, con amor y escualidez”, un sargento de las tropas norteamericanas de ocupación en Alemania se salva de un colapso nervioso gracias a la simpatía de una niña de ocho años. Un poco antes del gesto salvador, el sargento ha encontrado en un libro de Goebbels –el ministro de propaganda de Hitler– una frase escrita por una mujer nazi: “Buen Dios: la vida es un infierno”. El sargento transcribe más abajo una cita de Los hermanos Karamazov: “Padres y maestros, ¿qué es el infierno? Mantengo que es sufrimiento de ser incapaz de amar”.

Naturalmente, el amor en Dostoievsky es sin duda el amor a todos los hombres, el amor de Dios y de la creación, algo así como “el lazo simpático” de que habla D. H. Lawrence, que es la raíz de las grandes obras y las grandes existencias. En cambio, en las narraciones de Salinger, sus personajes precocísimos forman un clan de hombres sensibles que se aman entre ellos; para el mundo vulgar sólo tienen compasión y condescendencia. Ésta es probablemente la limitación espiritual más grande y más negativa de este escritor.


Protagonista como sus padres

¿Quiénes son estos seres precoces y finos, que ya constituyen una saga en los Estados Unidos? Es la familia Glass, que el autor describe con exclusividad. El padre es judío, la madre una irlandesa católica; ambos fueron actores de vaudeville y tienen unos hijos superbrillantes, supersensibles, prodigios que antes de cumplir diez años se hicieron famosos en la televisión por su inteligencia.

Toda la obra de Salinger se encuentra en el análisis de estos personajes. Forman un mundo en sí, superior y más sensible; se admiran y miman entre ellos. El hijo mayor se ha suicidado: como sus hermanos, era demasiado sensible para vivir en nuestra sociedad; en realidad los dos mundos, el de la familia Glass y el nuestro, no se tocan jamás. Aquí hay una gran diferencia con Huckleberry Finn, con el cual ha sido comparado: Huck no tenía miedo al mundo de los adultos porque lo respetaba. Los niños Glass están vencidos antes de comenzar su aventura: no confían en nadie sino en ellos mismos. Repito: no hay ese lazo de amor con el mundo y creo que esta deficiencia espiritual es la causa de la gran limitación literaria de J. D. Salinger, el niño sabio, mimado y solitario de las letras norteamericanas.

Una literatura rigurosamente impermeable al mundo exterior, un autor pertinazmente recluido y absorto únicamente en sí mismo se encaminan necesariamente a un angostamiento del mundo novelesco y fatalmente a la mudez total. De ahí que Salinger sea autor de una sola novela y que, obsesionado neuróticamente por la sensibilidad nerviosa, o más bien, por la neurosis de sus entes de ficción, escriba cada vez menos y más difícilmente.


Cuentista maestro

En todo caso, Salinger ejerce maestría profesional en un género particularmente querido en los Estados Unidos: el cuento. Sus cuentos realmente se comunican con el lector y poseen una intensidad semejante al poema lírico; sabe proyectar la emoción con el ingenio y la concentración necesarios para provocar un impacto de perfección estética.

Es un escritor portentosamente alerta a las repeticiones de palabras y a la vaguedad de dicción: de ahí la frescura de su prosa. Quizá convenga recordar un juicio de la sociología literaria: el cuento es la forma artística que tiene que hacer con el individuo cuando no hay una sociedad para absorberlo y cuando se ve obligado a existir por su propia luz individual. Si esta generalización no es exacta, por lo menos lo es aplicada a Salinger; es la condición radical de su obra y de su alienación como individuo.

El público de Salinger son los jóvenes que reconocen sus problemas emocionales y sus rebeldías frustradas en ese lenguaje tan ingenioso y torturante. Pero también está compuesto de aquellos a quienes la sociedad ha convencido de que son ilimitadamente sensibles, espiritualmente solitarios y cuyo sufrimiento –insisto– radica en el angostamiento de su conciencia a sí mismos, en el retraimiento de la sociedad que ellos creen entender demasiado bien y en el lento morir de su esperanza y de su confianza en el mundo. Esto conduce al suicidio del ser.

Como remate de este artículo quiero poner una observación que es una clave para comprender la seducción que ejerce Salinger sobre el mundo contemporáneo. Es la tentación de la locura. El desvarío, la neurosis, no aparecen como enfermedades calamitosas, sino como invitaciones a las que todo el mundo que sufre tiene acceso. La neurosis como solución de conflictos creados por la sociedad o por el demonio interior del hombre. ¿Qué son los personajes de Salinger sino ficciones de su incurable y preciosa neurosis?



 

 

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