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Marta Brunet
Una gran dama de nuestra literatura

Por Antonio Avaria


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De ascendencia catalana y asturiana, la chillaneja Marta Brunet (1897- 1967) dejó con un palmo de narices a la cátedra con su breve novela Montaña adentro, publicada en 1923. La cátedra era el crítico Alone, quien leyera con entusiasmo y en voz alta a Pedro Prado, en la Torre de los Diez, esos “cuadernillos” llegados de provincia. Aquí había fuerza y belleza, sabiduría y contención expresivas. Una auténtica lección de criollismo, en el surco abierto por Federico Gana y Mariano Latorre. Conquistado por la joven escritora, el viejo maestro Omer Emeth (Emilio Vaisse) escribe sin tapujos: “De mí sé decir que este libro me deja encantado por su belleza artística y furioso por su contenido social”.

No era para menos. El drama se desarrolla en un caserío campesino en condiciones casi bestiales de explotación y miseria. El paisaje es edénico, al interior de Malleco, montaña adentro, pero la comunidad carece de escuela, de médico, matrona o cura; tampoco asoma su cabeza el hacendado, quien delega su autoridad en un mayordomo brutal y en un trío de carabineros facinerosos y venales. Lo esencial, señala el crítico y sacerdote francés avecindado en Chile, es que por el más bajo posible de los salarios, los peones den la mayor suma posible de trabajo. El alcohol, el fatalismo, la ignorancia, la amenaza del despido, las golpizas, son los guardianes de ese orden. La lengua dialectal y primitiva refuerza la verosimilitud de la narración, que evita las descripciones innecesarias y va derechamente a la acción veloz, al suspenso dramático que avanza con abrumadora elocuencia. Hábilmente, no hay intromisión del autor, ni apelaciones al lector, sino un estricto, riguroso impersonalismo.

A la vez, y paradójicamente, se da en Marta Brunet una característica de estilo que desorienta a los críticos, pues algunos la elogian y otros la execran. Es la humanización de la naturaleza, los antropomorfismos tales como el viento “burlándose” de las desnudas ramas, o las estrellas “curioseando”; se trata, ciertamente, de una técnica poética que, al prodigarse, más allá de ingeniosa, empalaga. Pero este reparo resulta nimio al lado de las bellezas naturales que reproduce, la reciedumbre de sus cuentos y novelas, y el encanto de sus historias para niños (Reloj de sol, Aleluyas para los más chiquitos).

Similar suerte crítica corre su tendencia a transcribir fonéticamente el habla popular campesina. En un cariñoso recado, Gabriela Mistral le reprocha su “dialectismo desenfrenado” que le alejará lectores incluso dentro de Chile.

Si Montaña adentro es una tragedia, María Rosa, flor del Quillén es una comedia campesina nada carente de humor y análisis de sentimientos y apetencias de una muchacha analfabeta, voluntariosa y profundamente humana. Ambas novelas cortas –además de Bestia dañina y los cuentos de Don Florisondo– son ejemplos magistrales de la mejor literatura criollista o de las costumbres chilenas del agro.

“Soñadora, evocativa” –apunta Fernando Alegría– en Humo hacia el sur y La mampara (dos novelas de 1946), Marta Brunet crea un hermoso y emocionante destino de mujer en medio de la desolación y tristeza de la provincia en otra importante novela: María Nadie, de 1957. Amasijo, de 1962, es una novela existencial que ahonda en la ambigua personalidad de un dramaturgo proveniente de una próspera familia de inmigrantes.

Pese a su muy mala vista, Brunet ejerció largamente la crónica periodística en publicaciones chilenas y argentinas (y cuentos en La Nación, Sur y Saber Vivir, de Buenos Aires). Los gobiernos de Aguirre Cerda, Ríos, González Videla, Alessandri y Frei Montalva la designan en labores consulares (Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro) y de Agregada Cultural (la excepción es el gobierno de Ibáñez, que la obliga a renunciar).

En 1960 es sometida a una operación en la clínica del doctor Barraquer, en Barcelona. Recuperada su visión, viaja al año siguiente por varios países de Europa occidental. Durante esa ausencia, es galardonada con el Premio Nacional de Literatura, muere en el desempeño de una misión cultural en Montevideo.

Escritora de la tierra y del alma, su obra total supera la ruidosa querella entre criollistas e imaginistas.



 

 

 

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