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Una viuda alegre del arrabal chileno
«La viuda del conventillo», de Alberto Romero. Editorial Los Andes. Stgo. 1993, 202 págs.
Por Antonio Avaria
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 28 de noviembre de 1993
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Un acierto inobjetable la reedición de esta novela de 1930; leída o releída hoy, sorprende por su modernidad y fuerza expresiva. El afortunado lector no tendrá pena alguna en recorrer veintiséis capítulos breves, necesarios, que van derecho al hueso y conmueven. Una pluma rápida, certera, que avanza a sobresaltos, descartando el sermoneo, la descripción lata, la anécdota fácil. Ningún atisbo del “realismo socialista” que hará estragos más tarde en la narrativa chilena, con héroes “positivos” en blanco y malvados en negro, rebosante de parrafadas con moralina social. Nada de eso interesa al lúcido y amargo Alberto Romero (1896-1981), quien enmudeciera misteriosamente en los últimos cuarenta y cinco años de su vida. ¿Razón suficiente, acaso, para negarles, a él y a María Luisa Bombal, el Premio Nacional de Literatura que tanto merecían, pese a que la prensa reclamaba sus nombres a medida que se acercaban a su tránsito final?
El título mismo, La viuda del conventillo, puede inducir a error. No se trata de una novela de agresiva denuncia, miserabilista, insolente ante el orden, con un programa furioso de cambio social. Romero recrea un mundillo de la pobreza por el barrio de la Estación Central, sin recurrir al fácil expediente del contraste con un círculo privilegiado. Ahí tal vez está la clave de una autenticidad que nos desarma removiéndonos de pies a cabeza. En la viuda Eufrasia, personaje nada simplón las feministas no hallarán paño que cortar, ni hachita que afilar, porque es una de las figuras de mujer más memorables de la literatura chilena. La paulatina transformación del ingenuo muchacho campesino en un rufián explotador de mujeres también se verifica en un proceso convincente y desolador. Y el humor compasivo con que se presentan las tribulaciones del despachero italiano, enternece. Hay matización de caracteres, equilibrio en la composición y novedad de lenguaje en esta novela que arrastra la reputación, a mi parecer injusta, de cumbre del criollismo y del naturalismo, carente de intriga y desenlace. Hoy vemos sin dificultad su progresión dramática, su intriga y su patético desenlace.
Una reedición asimismo revela la evolución del gusto. En su tiempo, esta novela tuvo una lectura unívoca, naturalista. La visión crítica actual descubre otros valores secretos, desconcertantes, sutiles. El evidente expresionismo de ciertas imágenes algo riesgosas no es mero tributo a una moda de Europa, sino también reconocimiento a una vertiente del lenguaje modernista, aquélla que tiene una expresión de excelencia en el cuento “El fardo” de Rubén Darío (incluido en Azul..., libro bautismal del modernismo, publicado en Valparaíso en 1888). También en ese relato ejemplar se alude al conventillo promiscuo y al sucio burdel aledaño. Romero oscila entre la imagen impresionista y la expresionista, ensamblándolas a veces en original maridaje: “Una luz verdosa y caliente lamía el piso de la gran sala hospitalaria...”; en retórica, ésta es una espléndida sinestesia, que reúne impresiones de diverso origen sensorial.
Mucho ha gustado la primera línea de uno de los best sellers de hoy. Un viejo que leía novelas de amor: “El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas”. ¿Es menos expresionista Alberto Romero en 1930? Este dice: “El cielo, como una barriga de un pez destripado, se tiñó con una luminosidad aguachenta, triste, fea”. Y otro cielo: “una inmensa jofaina tallada en lapislázuli, crujía...”. En La viuda... hay tal vez un exceso de símiles iniciados por un “como”, y de dudoso gusto (la cara de alcohólico del Cara de Unto, adiposa, “agrietada como una betarraga podrida”), pero no abruman, pues la prosa de ritmo sincopado abrevia la digresión inútil o farragosa. Romero cuida con esmero sus palabras; ninguna es gratuita. Por ejemplo, cuando describe una breve acción, “con sus dedos de jaiba, la Rosa cabeceó un cigarrillo que extrajo del seno...”, el autor revive un chilenismo poco usado hoy (cabecear: formar las puntas o cabezas de los cigarros). Su palabra poética apela a los sentidos: “Una garúa finita enjabonaba la ciudad, pinchaba la piel; tamborileaba al escurrirse por los caños del desagüe...”. O es la miseria, presentada sin montar en cólera, con ánimo fatalista: “Con el hielo de la madrugada, los pobres tosían, carraspeaban sin cesar, sembrando escupitazos que, bajo la suela de los zapatos, estallaban como las cucarachas que revienta el transeúnte distraído”.
Con su pluma versátil, fina y brutal a la vez, Alberto Romero lleva de la mano al lector y lo introduce en un verdadero guión cinematográfico, con una trama cautivante y sobria, rica en cuadros de costumbres y fuertes imágenes.