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Carlos y La Señorita, Amantes
La Señorita Lara, Carlos Droguett. Lom Ediciones, 2001

Por Antonio Avaria
Revista de Libros de El Mercurio, 12 de mayo de 2001



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Una historia de amor, y conmovedora, es esta breve novela póstuma de Carlos Droguett. De estilo torrencial, acezante, evoca un amor de estudiante pobre, en Santiago, primeros años del 30. Un cuartucho con claraboya en la calle Copiapó, el patio de un liceo nocturno y los bares de San Diego, tercera cuadra, la Biblioteca Nacional, componen el escenario. Un profesor siempre de luto y arromadizado, predicador pero no practicante del suicidio, un amigo alevoso y borrachín, y dos adolescentes –la señorita Lara y Carlos, el narrador–, arman la galería de personajes. Memorable retrato de esa muchacha llena de soledad, altivez, desenfado y bondad, sensual e infeliz. Las referencias al mundo exterior, a los acontecimientos contemporáneos, son prácticamente inexistentes, pero es fuerte y sólida la atmósfera cargada de toses, humo de cigarrillo, olores a vino y sándwiches baratos, a calles mojadas por la lluvia, a divagaciones de estudiantes achispados, a reflexiones de pesimismo adolescente. La historia se inicia cuando “la divisé caminando pausado como una profesora en espera de su desgracia, quizás como una empleada de ferrocarril o de telégrafo por cuyos oídos pasan ruidos de trenes y de telegramas”. Esa intencionalidad sentimental en la descripción, tan propia del arte romántico, colorea el relato de punta a punta, con tanta insistencia como el clásico ejemplo de exceso de subjetividad: “color araña meditando su crimen”.

Un hombre de edad media, próximo a casarse, evoca este recuerdo indeleble de su juventud, la señorita Lara. La narración reproduce el rápido fluir de la conciencia del monologador, omitiendo explicaciones innecesarias y la puntuación convencional, con imágenes aceleradas, en apariencia de enumeración caótica, pues se ve al autor, así lo confesó alguna vez, “como un ciego debatiéndome entre las alambradas de púa del idioma”. El muchacho estaba en la edad en que todas las mujeres lo hacían sufrir, “todas me daban miedo o desconfianza, hasta entonces no había tenido un profundo ataque de amor, de celos, de apasionado duelo, no sabía lo que era sufrir por una mujer”.

El joven trabaja hasta las cinco de la tarde en un diario de la calle Arturo Prat, y antes del liceo vespertino pasa cada día unas dos horas en el salón grande de lectura de la Biblioteca Nacional, “a esperar que se insinuara el anochecer en los vidrios” y a esperar a la señorita Lara, quien trae la humedad fragante del cerro Santa Lucía y el Forestal y propone no ir esta noche a clases. Al salir, ya su periódico es voceado en el centro de la ciudad de Santiago, trasfondo espacial de este relato, que no omite mención a los prostíbulos, entonces, de Eleuterio Ramírez y Ricantén, a “las patinadoras de la iglesia de San Francisco”, la calle Carmen perdiéndose hacia el sur, la magra pensión donde vive la muchacha, en Santa Rosa pasado Santa Elvira. Lenguaje vivo, punzante, con oleadas de intenso lirismo, con ternura y comprensión hacia las noches solitarias del adolescente, caminando, por ejemplo, por una calle Bandera con sus edificios y cines y oficinas cerrados, sus perros famélicos, su pordiosero en su rincón, sus prostitutas distribuyéndose retazos de luz y sombra, y “un borracho muy delgado y muy digno en su abrigo de gabardina, orinaba a la luz de la noche, el restito de su cuerpo producía más que repudio y asco una gran dignidad, deseos de llorar, deseos de echarlo a la basura, me fui caminando sin desear llegar a mi casa, en una fuente de soda de la calle San Diego pedí un café puro, bien caliente”. Este estilo, motejado “de retahila” con cierta ruindad, cobra sentido en la pluma eficaz e inexorable de Carlos Droguett.

El autor escribe este texto tan chileno, tan santiaguino, nada menos que en la Suiza alemana, contrasentido que se explica porque nuestro Premio Nacional de Literatura 1970 debió pasar, sin jamás preverlo, los últimos veintiún años de su vida en tierra muy ajena y extranjera. Apunta que termina la breve novela el domingo 16 de diciembre de 1979 en Berna. Tal como durante casi todos los días de su exilio, había comenzado a trabajar a las ocho de la mañana, “amarrado al duro banco”, como ese forzado galeote del melancólico romance de Luis de Góngora.


 

 

 

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La Señorita Lara, Carlos Droguett. Lom Ediciones, 2001
Por Antonio Avaria
Revista de Libros de El Mercurio, 12 de mayo de 2001