Madrugada del 6 de junio de 1937
Al público general:
Perdóneseme por el desorden en la escritura, pero mis actuales circunstancias me exigieron rapidez. Al momento en que el capitán Carvallo escupió “dese usted preso, señor ministro, pues así conviene a los intereses de la República”, supe había llegado la hora final. Por lo menos llegará en la misma Patria, lo que agradezco profundamente. Tuve mejor suerte que O´Higgins, quién terminó sus días olvidado en aquel inhóspito paraje maldito llamado Perú del que apenas pude salir una vez.
Qué ilógico y trágico fue todo: limpié estas tierras librándolas de esa tuberculosis llamada bandolerismo con el motivo de que la gente pudiera vivir en paz. Ahora, los bandidos resurgen para tomar el poder y me abandonan en un calabozo insalubre, quitándome mi derecho a dirigir la voz hacia el público. Pero no es malo todo, tampoco los balances finales, creo que hay cosas por las que alegrarse. Mi consuelo de vida es que el comercio se hizo una actividad viable y respetada. Mi mayor preocupación, no obstante, sigue siendo la trascendencia de la Constitución. Es en ese momento que me baja la ira, ¡Vidaurre, hijo de puta, qué se ha creído! ¡Bribón de mierda sedicioso!
El consuelo de muerte es que por fin siento que me reuniré con Chepita[1]. Largos años de presiones y penas pasaron, y me voy cansado de pelear con mentirosos; bribones que viven tan cotidiana y naturalmente del engaño y las incoherencias. Este mundo es lugar para personas tan falsas y enfermas que incluso logran llegar a olvidar la realidad que presenciaron entre sus mismas mentiras y distorsiones. Si hasta haciendo uso de toda mi voluntad, me cuesta empuñar mi temblorosa mano para escribir las siguientes páginas.
Di la vida por la patria, así como también la dio el gran español y primer chileno Pedro de Valdivia, militar corajudo y fundador de Chile, hijo del grano y de la montaña. Pero a veces dudo de la trascendencia de estos parajes. No sé si debido a la claridad mental de las últimas horas, noto que este país tan miserable como bello tiene une tendencia irresistible a descarrilarse. La fiebre del poder ha sido y será su peste interrumpible. Créanme cuando digo que su regla general no será el orden, se los advierto, será más bien el desorden: el incumplimiento a las reglas, el engaño, la muerte y la traición. Pues sus tierras se atiborran por sujetos sedientos de ambición y de venganza. Le sucedió al mismo Valdivia, a Carrera, y lo mismo nos pasará a alguno de nosotros.
A los fieles al régimen, les advierto: sean hoy más que nunca precavidos, pues la inestabilidad trae el hambre a nuestros hogares y lo peor para Chile es que la obra peligre.
Precavido… dice el hombre que se encuentra entre barrotes casi en la plena oscuridad de la celda.
Siempre aborrecí la miseria, más que cualquier otra cosa en este mundo. Pero aquel sentimiento fue capaz de brindarme la energía necesaria para que los otros no tuviesen que sufrirla en carne propia. Es por eso que tengo la entereza para atreverme decir lo cansados que están los huesos, tendones y articulaciones de este Ministro que tuvo que soportar presiones inhumanas desde que era tan sólo un infante. No hay cuerpo que pueda soportar un ritmo parecido.
Y si el daño físico es de esta magnitud, aunque me cueste decirlo, no se imaginan el deterioro mental. Mi cara se hincharía de vergüenza si hubiese tenido que reconocerlo vivo ante las bestias de los pechoños y sus esposas regordetas y vulgares.
¿Me harán homenajes? Es probable. Al menos mis conocidos harán duelo por mí, así como yo también lo hice y haría por los míos sin dudarlo un minuto, se los debo por su pulcra fidelidad. Los otros infelices celebrarán mi caída, es de esperarse. Esos incipientes y desgraciados afrancesados, que creen ser mejor que los demás por leer libros y por gastar la vida presumiendo de sus bibliotecas polvorientas, nicho de arañas y ratas. Sus manos rosadas y suaves pueden estar sin culpa porque otros debimos salvarlos de tales horrores, pero sus corazones no están libres de responsabilidad. Y bien lo saben, aunque quede para el interior de sus conciencias.
Ninguno de esos asquerosos afeminados se hubiese atrevido a presionar el gatillo con tal de imponer orden o a aplicar el garrote con decisión cuando hiciera falta. Y muchas veces esa es la única forma de lograr la obediencia y sumisión de los insulsos. Lo hicimos de esa forma codo a codo con el General Prieto y las fuerzas de orden y, jugándonos el pellejo (para nuestra tranquilidad), funcionó.
Cada vez me convenzo más de que si esos despreciables y licenciosos celebran mi muerte, lo único que harán será honrar nuestra memoria, el buen recuerdo de la correcta moral. Ya vendrá nueva sangre que sepa apreciar nuestro legado. Consigo mi sosiego poniendo la esperanza en aquellas futuras generaciones. A esa esperanza viva y latente les aconsejo: mantened a la escoria lejos de los puestos públicos, no son más que carroña humana que se alimenta a su vez de la basura: de los odios, los chismes, las envidias. Esas inmundicias constituyen el afrecho que los tiene obesos a ellos y a las rameras que tienen por esposas. Si no los logran apartar, queridos míos, el país está perdido. Los hombres fuertes y pulcros son los que siempre deben definir la dirección a seguir, únicamente ellos son dignos, las grandes y poderosas familias siempre han querido legislar para su propio beneficio, son beatas y malas, y es por eso que obstaculizaron a la administración por todas las formas conocidas y posibles. ¡Carroña humana!
Sé que si no soy olvidado me tratarán como tirano y en esos términos se trasmitirá a sus hijos, y esos hijos lo harán con los suyos, y así, hasta que mi nombre se pierda en los brazos de aquella perversa y escurridiza mujer llamada Historia. Pero nadie sincero me podría nunca acusar de injusticia o de dar al otro lo que no se merece. Y si no ocurre en esas condiciones, espero al menos que mi recuerdo sea el del “buen” tirano, pues mi móvil nunca fue la codicia y el que me conoció bien lo sabe. Mi actuación siempre se consagró hacia valores más altos, nobles, sobre todo por mi voluntad… Un hombre sin voluntad no puede ser reclamar suyo aquel noble título. Fueron mis ganas de pelear por el país lo que me llevó a los puestos públicos, mi amor a la patria, a sus conventillos vulgares y mugrosos, a sus calles polvorientas, a sus provincias, al frío Santiago de las clases dominantes, preciosas en lo físico pero podridas por dentro.
Aunque me traten de dictador, la determinación enceguecida de salvar a Chile de salir de una tiranía para caer en otra de verdad (y mucho más peligrosa) fue real. Hablo de la anarquía que nos llevaría al abismo dictatorial. Pocos tienen memoria, excepto para las cosas negativas. Siempre ha ocurrido así. De lo único que logran acordarse es dónde quedó la garrafa luego de un día de borrachera. El hombre de letras, en cambio, un poco menos tonto, es cobarde y prefiere el olvido; un puesto en la segunda línea de los grandes acontecimientos. Acariciar la historia pero no ser parte de ella.
Es por eso que tanto me aterra que el gobierno no sea defendido, que no se proteja lo conseguido. Y los riesgos existen porque nadie se atreve a ser apedreado frente a todos por lealtad al tirano que va en decadencia. El miedo es porque no me cabe duda de que a futuro, este orden político bien hecho, estas leyes que saben privilegiar la libertad personal, esta Constitución que instaura a una autoridad fuerte, a la verdadera autoridad, será rescatada y reivindicada y defendida cuando el país caiga en manos de los inescrupulosos, de los demagogos, de los vendepatria, de los gringos. Creo que lo que hice fue dar la vida por los amigos. ¿Existirá algo más noble?, les pregunto.
Luego de pensarlo unos minutos y en la oscuridad de mi celda, vuelvo a la escritura de esta carta (parece ser que la última) y me convenzo a mí mismo de que si existe algo más noble: dar la vida por el país. Eso fue lo que hice, querido José Manuel. Eso fue lo que hice, amada Josefa. Eso fue lo que hice, querida Constanza.
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Álvaro Vergara N.