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30/ Lienzo, El Repase
SOBRE EROS Y TUMBAS
Por Arturo Volantines
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Ni volao ni curao; despellejado: albóndiga en churrasquera se me salen ojos por lengua desde el fondo del lienzo. La colina fulminante sostiene rodillas de Juan lavándoles rostros a sus dos hijos destrozados por el acero. En sus brazos, La Filomena sostiene a su hermano agonizante con respiración más comburente que la pólvora. El cuerpo sanguinolento del poeta Torreblanca parece espora: esparcido en jirones de carne recocida. Ese día, el campo floreció con cientos de tuétanos y cráneos atrapados por el destripadero de bayonetas. En el centro del óleo, La Rabona —que se echó a su guagua al omóplato y dejó a su aldea para aletear al interior del desierto detrás de su miliciano— abre sus alas de aguayo arrodillada en duna y guarece vísceras amorosas arrancadas a borbotones de placidez del altiplano. La Rabona evanesce con el alma sobre sus estragos, mientras boca del cielo come carne gaseosa cocida con cañones. Desprendida de la guagua, La Rabona opone sus mamas a la bayoneta, en tanto arcángeles a caballo degüellan entre medio del humo del pavor. El pintor se vuelve sangre de sol entre arenales. La Rabona esfuma de la escena, y usted puede verla en el amanecer descalzo del poblado Alto Hospicio amamantando a tábanos huérfanos. La Rabona vuelve al óleo y besa a su muerto: la cordillera de Los Andes. En su espalda de aguayo, La Rabona retoma al mundo.