No hay dudas, que el mejor lector que he conocido se llamaba: Jaime La Paz Alanís.
Llegó el “Faime”, como se auto llamaba, a la librería, en La Recova serenense, rengueando; hablaba entrecortado y era evidentemente cegatón. Puso casi todo el cuerpo sobre los libros. Balbuceaba y babeaba, y situaba sus ojos sobre las letras humedeciendo los lomos. Me cayó mal al tiro. Aún más, cuando me dijo que le gustaban los libros de guerra. Medité: tengo que ser tolerante con el prójimo. Era muy burdo para tomar los libros; además, se demoraba mucho en hojearlos. Era indudable que sufría de algún retraso y de alguna enfermedad psicomotora. No se daba cuenta o no le afectaba que la gente lo mirara con curiosidad, y que se hicieran a un lado. Para mi alivio, después de un par de horas, se fue. Espero que no vuelva, pensé.
Pero, al día siguiente, estaba allí; a los días siguientes, también. Mi consideración empezó a superar la incomodidad. Hablaba entrecortado y fuerte. La mayoría de mis clientes de esa época eran residuos de las revoluciones del siglo XIX. Lo escuchaban con desagrado. Más, cuando dijo que era de familia de militares. Para dejarlo tranquilo y callado, le ponía libros de la Segunda Guerra, después de la Guerra del Pacífico y, luego, de cualquier guerra. Hablaba con conocimiento de los “falemanes”.
Un día, sin razón aparente, me preguntó:
—Don Arturo, usted fue soldado.
Sorprendido porque sabía mi nombre, respondí:
—Sí —le dije—, del glorioso regimiento Atacama. Luego, se marchó, y me quedé más tranquilo.
Pero, siguió volviendo. Seguramente, con mi afable tolerancia entraba a la librería, sigiloso. Él mismo iba a las estanterías y sacaba los libros, Y, después, los dejaba allí mismo. Mi sorpresa fue que empezó a comprar. Primero, uno de uniformes de militares; después, otros de batallas; cualquier cosa que dijera guerra o aparecieran soldados. Como pasaba tanto tiempo en la librería, me acostumbré a su presencia; incluso, compartíamos un café y unos sánguches de suspiro de monja. Yo le recomendaba libros que no fueran precisamente de guerra, pero que tuvieran títulos que lo motivara: Sobre héroes y tumbas, De los vivos y de los muertos, La guerra y la paz, La guerra de los mundos, etc. Después, empecé a ofrecerle antologías de poesía; libros de viajes, de amor y de arqueología.
En un momento, dijo:
— Este lo compro para el pago de los jubilados de las FFAA.
Ah, me dije: debe tener un excelente sueldo, así que mi curiosidad aumentó. Además, pensé: debe ser de la legión perdida de algún oficial fogoso. A veces, me ponía en aprietos por sus lecturas tan literales que podía recitar páginas. Y en otras, increíbles, pedidos como el Ulises de James Joyce, los tomos de En busca del tiempo perdido o los libros de Jan Valtin. Era como mucho. Seguramente, pensé en algún instante: venía a buscar libros encargados, para algún lector de buhardilla a semejanza de Harry Haller de El Lobo Estepario.
A la larga, se atendía solo. Balbuceaba:
—Para el pago de los jubilados los compro.
Claro, me llamaba la atención que casi siempre venía con bolsas con monedas. Supuse que de su caja chica. Bueno, lo importante era que no estropeaba los libros, sino que los compraba.
Hubo ocasiones en que se perdía algunos días. A esa altura, ya le echaba de menos; sobre todo, por su compañía, porque él tomaba el café lentamente por su boca chueca y yo: de tranco en tranco. Una vez, se perdió algo más de un mes. Empecé a preguntar por él. Más de alguien que lo conocía, me señaló que estaba enfermo; otro, me dijo que estaba con depresión; uno, más agudo, me expuso que estaba enamorado. Bueno, me conformaba con hablar con esa legión de aspirante a poetas, que siempre han deambulado por la librería y otros tantos que van a buscar reconocimiento, porque dicen que son parientes de Gabriela Mistral.
En otra ocasión, llegó un viejito pequeño hablando de Gabriela Mistral. Me predispuse a sacarlo como viento fresco. Me preguntó por qué la librería se llamaba Macondo. Entonces, para no indicarle lo evidente, le dije:
—Por un genial trovador de cumbias.
Me respondió, sonriendo:
—Le agradezco sus palabras; soy Luisín Landáez.
Otro señor, de pelo muy corto, con cara de CNI, que escuchaba, me hizo una mueca. Cuando la ilustre visita se fue, me señaló:
—Entendí su broma; se trata de un pueblo de la revuelta del ’91, donde hubo una gran batalla, ¿cierto?
—Sí —, le dije. Y continuó:
—Yo soy militar recién jubilado, y ando buscando literatura para matar el tiempo.
Le pregunté si conocía a Jaime La Paz, y me apuntó:
—Por supuesto.
—¿Cómo lo puedo encontrar?, le inquirí.
—Mire, cuando vaya a cobrar la pensión averiguo, porque él por ahí aparece, y está todo el día con un platillo, que lo llena con el cariño marcial de los jubilados de las FFAA.
¡Chuate! Me quedé pálido, creo.
Pálido.
Desde entonces, empecé a cobrarle la mitad por los libros. Incluso, unos libros de cartoné de la Segunda Guerra se los regalé. Para un cumpleaños, le obsequié los cinco tomos de Adiós al séptimo de línea de la edición Zig-Zag de 1955. Solía vérsele sentado en una banca leyendo forzosamente con medio ojo; hablando solo y haciendo sonar la boca, café tras café.
Más de algún cliente saqué de la librería, porque hacía comentarios dudosos del lector. Yo replicaba que ese señor había leído el Ulises; todos los tomos de Musil, de Mann, de Stendhal y profusamente a los rusos del siglo XVIII. Además, había leído los tres tomos de Hilarión Marconi sobre las glorias del Atacama en la Guerra del Pacífico. Alguien, me replicó, que con ese ojo de minotauro no podía ni leer los diarios. Sí, señor, yo mismo, le presté los tomos de Marconi, de Pascual Ahumada, de Vicuña Mackenna, de Machuca y cuántos se ha publicado de la Guerra del Pacífico.
Bueno, más de alguna rabieta por su causa había pasado. Incluso, alguno llegó a la insolencia de pensar que se trataba de un perro guardián. Pero, no solo le tenía cariño y admiración por su incuestionable capacidad lectora. Me decía, para mí mismo: mientras haya este tipo de lectores, las librerías no van a morir.
Unos de los últimos hechos, que nos vimos involucrados, fue cuando apareció por la librería el nieto de un veterano de Concón y La Placilla y Presidente del “Colectivo de los Escritores Olvidados”, Gabriel Corvo García. Trabó en discusión fuertísima sobre ciertos detalles del papel de los radicales en la revolución del ’91, donde mi contertulio lo zarandeó explicando la fina relación entre las revoluciones del ’51 y ’59 con la Guerra del Pacífico y la Guerra de la Secesión. Le dijo:
—Grant y Baquedano y del Canto eran el mismo soldado.
Nos salvó del pugilato otro poeta del Colectivo, que había bajado del valle de Elqui, ofreciéndole, al descendiente del veterano, los mejores dulces de Chile hacenderos en El Molle, para después tomarse unas piscolas en el Fundo de Los Nichos.
Hasta que se perdió, Jaime La Paz. No apareció más. Yo cavilé: parece que está pesaroso. Pero, no. Le digo a Úrsula, que estoy un poco aburrido. Quiero cerrar unos días e irme de vacaciones a México. Me dijo:
—¿Por qué?, si las ventas están buenas.
—Es que estoy chato: solo visitado por malos poetas, que vienen a lucirse a la librería, como si esta fuera una pasarela. Además, mi amigo, La Paz, no ha venido.
—Pero, Arturo —me señala, Úrsula—: ¿acaso no leíste nuestro maravilloso diario local?
— No, pues.
Ahí, me dice, Úrsula, para sorpresa mía:
—Desde que estoy en La Serena, primera vez, que este traía noticias. Y entre ellas, la muerte por atropello de Jaime La Paz; que el Señor, lo tenga en su Santo Reino.
—No creo, musité; no creo que Jaime La Paz haya muerto. El Faime no puede morir; además, sería un mal presagio.
Incrédulo, me fui al diario a ver la colección y, desgraciadamente, era cierto: el Faime había muerto, atropellado en la carretera al salir de La Serena, hacia el sur. Atiné a decir:
—Descansa en paz, compañero, La Paz.
En una entrevista, en este mismo diario, la hermana habla exhaustivamente de su hermano accidentado. Lo pone en valor; de sus grandes cualidades a pesar de sus dificultades físicas, que a pesar de esto era hombre sano, cariño y voluntarioso, de la familia militar y, sobre todo, muy popular y querido por la comunidad regional. Se explaya, en sus tantas relaciones:
—Tenía muchos amigos, era muy conversador, y a la gente le gustaba escucharlo. Luego, dice, su hermana:
—Era muy culto, sabía de todo, y tenía gran dominio de los temas militares; su muerte fue inusitada, demoledora, que, a pesar de su diferencia, era hombre completo.
Releo. Allí, me quedé pegado en la lectura, un rato largo. Al principio, sentí que me nublaba y no podía leer y, después, no comprendía lo leído. Me quedé, en el precipicio, relamiéndome sus palabras finales:
—Mi hermano era un gran hombre. Aunque, no sabía leer.
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Por Arturo Volantines