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ATACAMA EN LA GUERRA DEL PACÍFICO
Pedro Pablo Figueroa

PRÓLOGO
Arturo Volantines


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¿Por qué es importante reeditar esta obra? Indudablemente es un himno, un panorama profundo de Atacama; es la historia de una gesta ejemplar, entre muchas gestas de este pueblo; es un libro sumamente bien escrito: alumbrante, con pasión y devoción. Aquí, resucitan muchos de los héroes de Atacama, sus acciones y sus relaciones de antes y después de la Guerra del Pacífico. Atacama en la Guerra del Pacífico es La Ilíada de Chile y el Caballo de Troya: es la mística de este pueblo.

Atacama en la Guerra del Pacífico es el canto de un pueblo en arma, marchando por el desierto y sus infinitos. Fue publicado en 1888, por la Imprenta Colón de Santiago; dedicado a Juan Eduardo Mackenna. Y llevó a su autor a la inmortalidad; nacido éste en Copiapó (1857) e hijo de un prócer sanjuanino, Pedro Figueroa y Figueroa y de la serenense: Rafaela Luna y Varas.

Pedro Pablo Figueroa estudió en el Liceo de Copiapó y fue su profesor Hilarión Marconi, entre otros. Publicó más de un centenar de libros. Su obra más famosa, como imprescindible, es su Diccionario biográfico de Chile, donde salva del olvido a muchos liceanos y héroes de Atacama. Por sus páginas pasan casi todos los hechos importantes del siglo XIX, en Chile. Su vocación periodística y colaborativa fue enorme; sus preocupaciones por las luchas civiles fueron durísimas para él; sus preocupaciones literarias también: inmensas, e influyeron enormemente a la literatura que nos daría el primer Premio Nobel. Gabriela Mistral llega a Antofagasta con su Antología Chilena debajo del brazo; serán muchos los elogios para este hombre y sería mucha la influencia de éste en Gabriela Mistral.

Su texto, La revolución Constituyente es tremendo, ya que allí se relata una de las mayores glorias de los pueblos de América Latina. Por sus páginas, corre la revolución, el heroísmo y la gesta militar de los zuavos de Chañarcillo; de las tropas revolucionarias de Atacama y Coquimbo, del naciente Partido Radical y de las hazañas de hombres y mujeres que dieron hasta su alma; para descentralizar el país, lograr educación gratuita y pública y conquistar el voto universal. Las batallas de Los Loros y Cerro Grande (1859) quedaron inmortalizadas en sus páginas. Pedro León Gallo, Pedro Pablo Muñoz, Pedro Pablo Zapata, Ramón Arancibia Contreras, Anselmo Carabantes y muchos cientos de hombres notables y espartanos llenan de vida esta obra, donde con más de 680 páginas se recorre las trincheras en conquista de una nueva vida. La Revolución Constituyente es la mayor gesta de la provincia chilena. Éste y sus otros libros hacen de Pedro Pablo Figueroa un hijo ejemplar de Copiapó; un ciudadano prodigioso y un escritor incontrarrestable.

Atacama en la Guerra del Pacífico contiene considerables capítulos. Aún, desconocidos. A pesar de que los hechos relatados son vibrantes y sumamente importantes para la historia de Chile.

El primer capítulo es la correspondencia entre el valeroso sargento —y casi el único sobreviviente en su grado del regimiento Atacama en esta guerra—, Lindor Arenas Fraga, el cual le hace llegar al autor del libro, los tesoros que había guardado en su guerrera durante la campaña: los cuatro ejemplares del periódico literario llamado, El Atacameño, publicado en septiembre de 1880, en Pocollai, Perú.

Luego, viene un portentoso y completísimo panorama de Atacama llamado: “filiación histórica de Atacama”, donde recorre con inusitada originalidad y nuevas informaciones y opiniones sobre el ser de Atacama. Más adelante, se refiere a Atacama frente a la guerra. Y, después, entra de frente a la guerra misma con las hazañas y peripecias del Primer Batallón Atacama.

En seguida, inserta los cuatro números maravillosos del El Atacameño; siendo, junto con el Diario de los libres, testimonios increíbles de las hazañas de Atacama y de su gloria. Más adelante, toca al Segundo Atacama, formado casi en la totalidad por soldados e hijos de soldados de la Revolución Constituyente, donde iba el capitán de los zuavos de Chañarcillo, Elías Marconi Dolarea e iba Miguel Segundo Mena Araya, quien fuera encontrado, hace algunos años, en los arenales del Cerro Zigzag, en el sector de Chorrillos, Perú.

Y, lo más sorprendente es el capítulo final, llamado: “Una revelación”, que consiste en la correspondencia del comandante del regimiento, Diego Dublé Almeyda y el comandante del ejército, Manuel Baquedano, donde se aclara el tema increíble respecto a la hazaña del Atacama y, especialmente, de su juvenil abanderado, Carlos Escuti Orrego, quien fuera el primero en poner la bandera en las cumbres de Chorrillos, cuyos méritos se los llevó otro.

Son más de 27 capítulos, los cuales se leen así una novela. El relato es emocionante y poético, de cuidada escritura y de insólitos hechos, que parecieran de fantasías, pero que están sumamente bien documentados en éste y otras bibliografías de la guerra.

En suma, este libro es la expresión colectiva de un pueblo organizado, culto y con experiencia guerrera. Sus triunfos reiterados y constantes no son producto de una circunstancia, sino del amasijo que se generó en Atacama con los emigrados nacionales e internacionales, con la dura historia de resistencia a los invasores y las muy difíciles condiciones geográficas y laborales. Por ello, muchos mineros, que fueron soldados del ‘79, sostenían que marchar por el desierto más seco del mundo era más aliviado que ir por las galerías de las minas con capacho cargado de minerales.

Obviamente, este libro es mucho más que la participación de la región en la Guerra del Pacífico; es la expresión de una forma de pensar y de vivir. También, es propuesta clara de lo que puede ser el pueblo atacameño, de su potencialidad y de su lugar en el mundo. Su característica no es antojadiza y fútil, sino que está bien asistida por su historia, por su patrimonio y sus propias riquezas, que pueden llevarlo a ser libre y autogobernado.

¿Cómo fue esta conflagración? La Guerra del Pacífico fue una guerra civil, entre hermanos. Chile la ganó estruendosamente. La Alianza casi son tres; fueron dos y Perú terminó solo. Después del combate naval de Iquique, el pueblo de Chile, participó masivamente. Coquimbo y Atacama, que eran pueblos liberales y que habían guerreado contra el gobierno centralista, terminaron participando gloriosamente; e, incluso, exigieron asistir con sus propios nombres y con sus propios estandartes.

Argentina era partidaria de la Alianza. Domingo Faustino Sarmiento y su ministro del exterior, Carlos Tejedor habían logrado que el parlamento argentino se sumara a la Alianza, y otorgara los recursos para la guerra. Tejedor y Sarmiento habían vivido mucho tiempo en Chile; particularmente, en Copiapó, donde conocieron y convivieron con la intelectualidad atacameña, y habían sido tratados como hijos. En el caso de Sarmiento, poco antes de la derrota de Rosas frente Urquiza, había solicitado la nacionalidad chilena. Además, había recomendado al gobierno de Chile que penetrara en la Patagonia. Hasta el día de hoy, hay voces argentinas que tratan a Sarmiento de traidor.

La incorporación de Argentina a la guerra fracasó: no pudo resolver con Bolivia la situación de Tarija, los pocos meses que le quedaban en el gobierno a Sarmiento incidieron y los ingleses le enviaron un acorazado a Chile. Tiempo después, se supo que el Cochrane era solo la carcasa. Fue muy afortunado para los pueblos de Chile y Argentina. Esto facilitó el triunfo de Chile. Y Argentina se quedó con la Puna de Atacama y aseguró su dominio sobre la Patagonia. La paz siempre es cara, pero absolutamente preferible, ya que una herida de guerra no se habría cerrado.

No hay que descartar que todavía pueden aparecer acciones irresponsables. Soluciones a través de demandas jurídicas no son provechosas y nos alejan, como las que ha iniciado Bolivia. Sin embargo, es absolutamente necesario llegar a un acuerdo con Bolivia, para que se concluya esta controversia, para que, además, termine éste con el garlito de usarlo como justificativo de su subdesarrollo. Esto se logra dialogando: paciente y directamente. Indudablemente, hay que agregar a Perú, que ha sido históricamente el país beligerante; o sea, un tratado tripartito, que incorpore la instalación de un “mundo cultural” común en el norte. La paz de 200 años con Argentina ha generado confianza y un sinnúmero de propuestas altamente provechosas, como el “Comité Binacional” que ha generado el túnel del Paso de Agua Negra.

La guerra costó miles de vidas; cientos de recursos. No fue Chile el que hizo alianzas. Nuestro país no quería la guerra; el presidente Pinto fue a ella a regañadientes; la intelectualidad chilena se opuso al principio, y, luego, hubo que ganarla. Entonces, tampoco puede esperarse soluciones fáciles. Aún viven miles de familias que sus ascendientes fueron a la Guerra. Pero, es imperioso buscar soluciones creativas, ya que en América Latina nuestros enemigos comunes son la pobreza y el subdesarrollo. La solución de mar para Bolivia es atingente, pero no se logrará litigando.

Los pueblos de Atacama y Coquimbo estaban habitados por un gran porcentaje de argentinos conformados por el intercambio natural de la historia común. Los pasos estaban abiertos. Y por la masiva llegada de exiliados que habían luchado en las diversas guerras civiles; sobre todo, por la dictadura de Rosas. Por ello, numerosos de estos se incorporaron al ejército chileno y, especialmente, al regimiento Atacama. Muchos de ellos, murieron en los campos de batalla y otros tantos, se llenaron de gloria, como los capitanes: José María López, Ignacio Toro, Juan Agustín Fontanes, etc. Claro, los que participaron lo hicieron desde lo personal y desde la comunidad auto organizada, sin ningún signo venido desde establishment argentino.

En cambio, en Argentina hubo manifestaciones públicas, para que este país se incorporara a la guerra. Sí. A la Alianza se incorporaron pensadores y oficiales argentinos, como el caso de Roque Sáenz Peña, Florencio del Mármol, Pedro Toscano Azurmendi, Manuel Isaac Córdova Jerez, etc. Además, en puestos de mandos, así asesores del Estado Mayor Aliado y comandantes de regimientos. Aún más, llevando información secreta y oficial del gobierno argentino, como es el caso de Florencio del Mármol; y, también, haciendo trabajos de inteligencia y elaborando informes de operaciones militares para el gobierno argentino, señalados en los boletines oficiales de la correspondencia de la Guerra y en los diarios argentinos.

¿Valió la pena la guerra? Ninguna guerra vale la muerte de un solo hombre. Sin embargo, Atacama era la frontera. Siempre lo fue; ha sido reiteradamente invadido por los incas, coyas, españoles, etc. Por lo tanto, es sensible a los movimientos bélicos. Estaba masivamente trabajando en las guaneras y salitre, en la cultura, en el ferrocarril del desierto, donde la familia atacameña tenía grandes esperanzas de desarrollo hacia el norte. Ossa, Almeyda, Chango López, Moreno abrían el horizonte.

Los atacameños quedaron en el medio del conflicto. La guerra sirvió, indudablemente, para que Atacama se olvidara por una década del centralismo oprobioso. Y se llenara de muertos, animitas, entierros, mutilados, viudas, desaparecidos, cementerios y, fundamentalmente: héroes; una estela de héroes y de hechos titánicos, pocos comprensibles. Con esto, se fue completando el amasijo del ser atacameño, de esa hibridez cosmopolita y originaria, de esa dureza metálica y cultura profunda y de esa tozudez suicida de no doblarse frente a la adversidad.

Veamos. En la Guerra del Pacífico, el Regimiento Atacama no perdió ninguna batalla: Pisagua, Dolores, Los Ángeles, Tacna, Chorrillo, Miraflores y la travesía desde Pisco a Lurín en la brigada de Patricio Lynch.

Pero, esto costó cientos de caídos. De los que se fueron en el Segundo Línea con Jorge Cotton Williams, no sabemos con exactitud, si volvió alguno. Pero, sí, sabemos: murieron casi todos en la batalla de Tarapacá y los pocos que sobrevivieron, murieron en las batallas posteriores, como los casos de los hijos de José Silvestre Galleguillos, héroe máximo del Sitio de La Serena de 1851, tan bien contado por Benjamín Vicuña Mackenna, en el tomo II de su Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt; levantamiento y Sitio de La Serena.

Del Primer Batallón Atacama, que eran más de 600 y sin considerar los reemplazos, solo volvieron un poco más de 40. Del Segundo Batallón, volvieron menos de la mitad. O sea, de cerca de 2.000 milicianos, retornaron menos de 500 y sus oficiales y sargentos, murieron casi todos.

En Pisagua, en esa fortaleza altísima y cerrada bahía, el Atacama saltó del mar y no paró hasta que el capitán, Rafael Torreblanca puso la bandera en lo alto. Su hermano, había muerto en el Sitio de la Batalla de Los Loros en 1859, luchando al lado de Pedro León Gallo. Su sobrino, Víctor, murió en Concón, en la Revolución de 1891. Pero, el verdadero héroe de esta batalla fue Enrique Ramos Madrid, quién siendo un simple soldado, eliminó con su magnífica puntería casi una “compañía boliviana”. Fue uno de los pocos oficiales del Atacama que sobrevivió, y después fue médico y gobernador de Illapel. Nunca quiso hablar del asunto. Ese 2 de noviembre de 1879, en Pisagua, fue el inicio de la mortalidad y gloria del Atacama.

En Dolores (Batalla de San Francisco), en unos montículos de cerros rodeados de arenales, murió mi pariente José Acuña, que pertenecía a la compañía de Torreblanca, el cual lo consigna en una de sus cartas memorables. La batalla casi se pierde antes de empezar, ya que los mandos desplegaron al ejército en los arenales. Hubiese sido fácil para los aliados ganar. Alcanzó a llegar la cordura, y el Atacama pudo subir los cañones de Salvo a los altos de los cerros. Cuando las tropas aliadas estaban a punto de tomar la artillería, el Batallón Atacama, en feroz ataque a bayoneta y corvo, logró desordenar a los Aliados cerro abajo. Allí murieron los primeros “juramentados” del Atacama: capitán Ramón Rosa Vallejos, que era, antes de enrolarse, presidente de los industriales de Atacama; y los subtenientes, José Vicente Blanco y José Andrés Wilson: éste de una ilustrísima familia inglesa asentada en Copiapó. Un centenar, entre muertos y heridos, del Atacama pagaron por el triunfo resonante. Se destacaron los liceanos de Copiapó, que empezaron a ocupar las plazas de sargentos y oficiales.

Desde Pacocha, nuevamente el Atacama le tocó franquear hasta Moquegua, por desiertos, arenales y caminos difíciles, donde ni los animales atraviesan. Los Ángeles es abrupto cerro que pareciera fuera cortado a cincel. Por allí subió el Atacama en pos de sus enemigos atrincherados y bien armados. En sus cumbres no estaban los cóndores sino los aliados muy parapetados. Había que llegar por un desfiladero, y así evitar una sanguinaria batalla que hubiese costado muchas vidas. Después de horas, el Atacama coronó la cumbre y destrozó al enemigo. La cantinera Carmen Vilches fue la heroína. Matías Parafan, de notables notas y aplicado alumno liceano, perdió una pierna; mantuvo abismante serenidad, a pesar del tiempo trascurrido de la batalla, lo que le valió los elogios del comandante Juan Martínez.


En los arenales candentes de Tacna, el Atacama tuvo que atacar primero contra las fuerzas parapetadas. El sector es un anfiteatro de arenales de varios kilómetros, levemente inclinado hacia la ciudad. Sólo los parapetos, al final de la cima, esperaban a las tropas chilenas. Ahora, en aquel lugar hay un museo de sitio y un cementerio simbólico. Al comienzo del siglo pasado destaparon una de las fosas, y una foto impresionante se conserva. Todavía claman los heridos; deambulan los muertos y el perro del Regimiento Coquimbo aúlla en las noches, al decir del guardia del lugar.

En ese campo infernal, cayeron los mejores capitanes del Atacama y muchos de sus bravos sargentos, incluido más de la mitad del batallón. Murieron los hijos del comandante Martínez, Walterio y Melitón; Juan Segundo Valenzuela que murió en los brazos de su hermana, la cantinera Filomena Valenzuela; el capitán Rafael Torreblanca, que murió baleado y, luego, repasado con bayonetas; el teniente Juan Ramón Silva y el capitán ayudante Moisés Arce Montero, que sableó sólo varias veces a las tropas aliadas hasta caer del caballo baleado, y fue rematado a bayonetazos.

Varios más del Atacama murieron en los días siguientes, ya que quedaron en los arenales, porque las ambulancias no daban abasto. En correspondencia a su madre, el sargento José Antonio Tricó Vivanco da cuenta del alarido y dolor posterior a la batalla. Fueron miles de balas disparadas y cañoneo incesante por horas que no podía verse a un metro. Hasta el día de hoy, pueden encontrarse balas y restos de la batalla, e incluso hay muchas fosas debajo de los arenales.

Fue el típico método del General Baquedano de ir de frente, al saberse más fuerte y conservando una maciza reserva, sin importarle cuantos hombres perdería, que sería su constante de la guerra. La batalla del Alto de la Alianza casi la pierde Chile; ya que, en medio del ataque en guerrilla, los soldados de diversos regimientos se quedaron sin municiones, lo que permitió a los aliados salir de las trincheras y realizar el “repase”. Pero, Baquedano —al estilo napoleónico— usó la caballería y la reserva, y con cientos de muertos se alzó con el triunfo. Las tropas bolivianas volvieron al altiplano y Perú, a partir de entonces, tuvo que enfrentarse sin tapujos contra Chile.

La “brigada Lynch” fue otra hazaña notable, donde iba el Regimiento Atacama. Iba también el coronel Juan Martínez que había sido ascendido, por lo que lo tomó el mandado del regimiento Diego Dublé Almeyda, descendiente del conquistador del desierto, Diego “Loco” Almeyda. Desde Pisco a Lurín, esta primera brigada de la primera división, fue despejando el peligro de la guerrilla aliada. Y dejó libre el paso, para que el grueso del ejército chileno desembarcara frente a Lima.

Allí, pudimos aclarar la maravillosa foto, donde el Atacama con un poco más 1.100 hombres y oficiales quedaron inmortalizados; ya que, en los días siguientes, caerían en combate más de la mitad. Mi sorpresa fue cuando subiendo desde el puente Lurín, entre rancheríos y delincuentes, nos encontramos con los vestigios incaicos de Pachacamac. Eso explica: la foto tomada desde la altura y su entorno, a pesar de los rancheríos y de más de cien años, se conserva el sector casi intacto.

Perú, aquí, perdió la tremenda oportunidad de destruir la brigada y retener al ejército chileno, y atacar de la profundidad y dificultad de esos territorios. Todo esto, contado por el soldado del Segundo Atacama, Miguel Segundo Mena Araya —hijo de Miguel Mena, soldado de las tropas de Pedro León Gallo—, en su libreta, donde da cuenta de sus peripecias: de su entrenamiento militar y de sus cuitas con Copiapó, de sus pasos por cada pueblo peruano con fechas incluidas, en el marchar de la brigada Lynch, por nueve días y ocho horas; de la sed y la insalubridad, de los muertos por el cansancio y las pestes y de los enfrentamientos con la guerrilla peruana.

Este soldado fue encontrado momificado con sus pertenencias, hace algunos años, en el Cerro Zigzag del Perú; muerto en el primer ataque del Atacama, al inicio de la batalla de Chorrillos. Los expertos del ejército, por ignorancia (no conocían los tres volúmenes de Hilarión Marconi) y por cuestiones de soberbia centralista, no dieron a lugar a la “Comisión Prokurica”, de sepultar a este soldado entre los suyos, en las tierras atacameñas. Aunque, un poco después, la Revista de Historia Militar (n°6), del Estado Mayor del Ejército chileno, reconoce que se trataría del soldado Mena del glorioso Regimiento Atacama.

El soldado Mena, que va con su uniforme azul plomo —el regimiento Atacama era el único que llevaba ese uniforme, de la primera brigada de la primera división, con el cual fue encontrado—señala en su libreta, con asombrosa precisión, el paso de pueblo por pueblo: Pisco (Tambo de Mora), Jahuey (Chincha baja), Cañete, Cerro Azul, hacienda Montalbán —que fuera de Bernardo O’Higgins—, Bujama, Mala, San Antonio, Chilca Curayaco y río Lurín.

Desde el mar, pasando por Lurín, se extiende una cadena de cerros arenosos hasta más de 30 kilómetros hasta Monterroso, camino a Lima. Era la primera línea de defensa de Chorrillos que, según los expertos ingleses que asistían a guerra, era infranqueable.

En el centro, le tocó, una vez más al Atacama combatir, en el amanecer de espesa niebla, el día 13 de enero de 1881. El regimiento, bajo una lluvia de balas y muertos, en un par de horas, se tomó las primeras cúspides, siendo el abanderado del Atacama, el primero del ejército chileno, en clavar el estandarte en la cima del enemigo. El regimiento Atacama había logrado derribar las feroces fortalezas del general Avelino Cáceres. Luego, entraría por los potreros de Santa Teresa hasta ponerse debajo del impresionante Cerro de Solar bien artillado. Al medio día, cerca de 400 atacameños, después de varios intentos, conquistaban sus cumbres. Y, luego, bajaron al balneario de Chorrillos, de los ricos peruanos, donde se habían parapetados cientos de soldados enemigos. En medio del incendio y el desalojo, el Atacama perdió a muchísimos hombres.

Al inicio de esta batalla —que duró todo el día, y que, a los menos, tuvo tres fases— habían caído, entre otros, el escolta Adolfo Morales y Miguel Segundo Mena, manchando con sangre el estandarte del Segundo Batallón, que aún se conserva en el Museo de Atacama en Copiapó.

Dos días después, el Atacama se bañaba en los afluentes del sector y los caballos de los oficiales pastaban en las vegas aledañas cuando el resonar de la fusilería peruana los hizo vestirse y volver a las armas. Todo hacía presumir, que el ejército era sorprendido y derrotado. El regimiento Atacama entró en combate; fue de muralla en muralla recobrando posiciones con tremendos costos. Allí, quedó herido el coronel Juan Martínez, y después de dictar su parte de guerra, anotado por el mayor Gonzalo Matta, moría. También, murió el segundo comandante del regimiento, Rafael Zorraindo, el capital ayudante, Elías Marconi Dolarea, y cientos de soldados.

Sin embargo, el capitán Marconi, soldado de muchas contiendas, volvió de la muerte, que incluso sorprendió al comandante Almeyda cuando las tropas volvían a Copiapó. Éste perdió su morral con sus anotaciones de la guerra. Se conservaron. Fueron publicadas por su hermano Hilarión, en sus tres volúmenes, denominados: Participación del contingente del Atacama en la Guerra del Pacífico y publicados también en el diario El Atacama de Copiapó. Paradojalmente, Marconi, soldado revolucionario y oficial zuavo de Chañarcillo de 1859, fue a morir de viejo en Vicuña.

Cuando regresó el Atacama a la vetusta Estación, Copiapó se vistió de gala para homenajear a sus sobrevivientes. La gente no respetó la formación militar; se abalanzó sobre sus seres queridos que venían de una increíble hazaña, inigualable en América Latina. Más de la mitad de estas magníficas tropas, jamás igualadas en la historia militar de Chile, quedaron en los campos de batalla y muchos no regresaron nunca. Y, como en el caso del soldado Miguel Segundo Mena Araya, se le negó el derecho a la identidad, para que su pueblo lo recuperase y le rindiera el homenaje merecido.

Luego, se formó el Tercer Atacama con soldados de la guerra y otros nuevos. Pero, como todas las familias de Atacama habían sufrido mucho con sus muertos, desaparecidos, mutilados y recobrados, estos no volvieron al teatro de la guerra; porque, además, la derrota del ejército aliado estaba asegurada. Muchos de estos héroes fueron luego a morir en la revolución del ’91, donde Atacama volvería a las armas con varios regimientos. Pero, ésa es otra historia.

Este pueblo, así el cuesco del chañar, que resistió a los incas, a los coyas, a los españoles, a los gobiernos centrales es el mismo pueblo que luchó, en 1851, con Bernardino Barahona y Los Libres, que luchó con Pedro León Gallo, en 1859, en Quebrada de Los Loros y Cerro Grande, y que, en 1891, dio su sangre por los Congresistas. Este pueblo fue fundamental, para propinarle derrota estruendosa a los aliados que, hasta el día de hoy, no se recuperan ni recuperan los territorios, y solo han mantenido los deseos de seguir litigando.

El pueblo atacameño siempre ha sido reacio al centralismo, como lo señala con tanta precisión Vicente Pérez Rosales en su Recuerdos del Pasado. Y, a pesar de sus riquezas, no tiene vestigios de éstas, sino hoyos y cementerios. Siempre ha sido mirado con desconfianza por el centralismo. Generalmente, en el último medio siglo, sus representantes en el parlamento y en los altos poderes del Estado han sido de otros planetas, y han contado con una sostenida red de yanaconas.

El pueblo atacameño, a pesar de la desolación y los malos hijos —que también los tiene—, conserva debajo de los arenales su ethos, que cualquier día puede revelarse. De alguna forma está rebelándose. Ya izamos bandera frente a la Intendencia centralista: símbolo, que el pueblo reconoce como suyo. Para algunos, este símbolo ha sido asunto de recreación, para disfrazarse de soldado y derechamente de oportunismo. Sin embargo, este pueblo férreo, tiene una ideología; una forma en el mundo. Empapado en su historia de sudor y valentía, viene poniéndose de pie.

Un destino insoslayable, como dice Roberto Juarroz. Cuando estos guerreros se han confundido de su destino, es éste que los encuentra a ellos.

 


 

 

 

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Atacama en la Guerra del Pacífico.
Pedro Pablo Figueroa.
Prólogo Arturo Volantines