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Un poeta amenazado por la prosa
EL ESTADO DE LAS COSAS de Cristián Brito Villalobos
Por Arturo Volantines
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En su libro anterior —Mala poesía—, yo, señalaba que la velocidad verbal del autor es portentosa; salpicado de palabras cotidianas, a mata caballo y con destreza de boxeador o un espadachín. Casi como un diario; bitácora de navegante azotado por el mar de la vida. Un flâneur apresurado, para escribirlo todo casi como un fotógrafo.
En cambio, en El estado de las cosas se detiene casi como jinete que caracolea sorprendido por lluvia (de la melancolía). Sin dejar atributos del anterior, el solo hecho de encontrarse con mayor interioridad y reflexión, se vuelve poesía de maduro aliento, e incorpora a su basamento más temperamento y sosiego: “La nieve de la Cordillera/ es la esperma derramada/ por la vela que enciende el sol/ o las mamas cubiertas de leche/ que alimenta al mar”.
Indudablemente, se retrotrae; la muerte aparece, el silencio que deja lo perdido y lo que no volverá: “Un día como hoy/ la primavera/ asesinó al otoño”. La añoranza empieza a sumar palabras, versos y pérdida. Hay un recuento de la infancia, de sus andaduras; una perorata a favor de la infancia y contra el rencor: “Odiar la vejez/ es negar la infancia”.
Se suma a lo anterior, visión respecto a nuestros héroes y muertos: “Quizá rematemos al muerto/ si lo homenajeamos”. En otro texto, cuestiona al futuro, como si fuera un paradero o un lugar en el páramo. Y, en el poema Ratas de mi patria, aparece el compromiso; una posición frente al dolor por los desaparecidos, o del presidente mártir en la Moneda, y de los demonios que tiran cuerpos en el mar.
Un gran tema, en este libro, es la muerte. Como ella vive de pura muerte. Incluso, la vida que se consagra después de la muerte. No es una cuestión esotérica sino de angustia. Aún más, creo que se trata de percibir el óxido, que todo envejece y deba morir para renacer. Propone la muerte como un relato del universo, o un dios muy activo, o una columna que sostiene al ser, o precipicio por donde estamos condenados a deambular. Dice: “…hemos de amar a la muerte/ como se ama a una madre o a Dios/ enamorarse de la muerte es la vida después de la muerte”.
Otro tema reiterado en su libro, es la infancia perdida o rememorada: el lar o claro de la vida en el bosque, que es el veterano reclamado por su niñez, como un desconocido silbando en el bosque, al decir de Teillier. Tal vez, Peter Pan que insiste mucho más que el dolor de lo perdido. Obviamente, el mejor territorio del hombre: “Hablaríamos horas sobre mil cosas/ recordaríamos cuando trepábamos árboles/ o perseguíamos aves.”. En su texto Vista perdida, vuelve a la muerte, como si la niñez se contradice con el crecer que es el morir.
La resistencia a escribir o su adicción suele ser preguntas que sujetan a sus poemas. Su estructura poética se sostiene con ausencia casi total de metáforas o imágenes, y solo recurre a ellas cuando se trata de poemas cortísimos o cuando se trata de ironías. Se nota que su libertad escritural tiene que ver con la emoción y no con el refugio barato de someterse a una estructura salvadora, como viudo envuelto en un traje negro.
Otra referencia importantísima es su familia: su padre, su tío, el niño. En Amor eterno, dice: “Veo fotos antiguas/ que con el tiempo se tornan grises/ tus ojos me miran desde lejos/ como si estuvieras vivo.”. O, cuando dice, en Los sueños del niño: “No despierten al niño/ déjenlo vivir un momento perdido/ déjenlo conocerse a sí mismo. / Mientras el niño duerme/ la madre entibia la mamadera a baño maría/ más tarde cambiará los pañales/ para purificarlo de la peste del Humano”.
Así, aparece un pueblo o ciudad mítica del Norte Grande. También, aparece la ciudad más húmeda y melancólica de Chile. La Serena, que no ha perdido sus costumbres coloniales, y que hizo que un presidente de Chile pactara con el diablo, para convertirla en otra París en su pretensión mesiánica. La retrata, el poeta, tal como es: cómo podemos sentirla al atardecer, de la bendición de vivir en ella. También, de su maldición. Obviamente, por muchos asuntos humanos. Fundamentalmente, porque allí, por ejemplo, viven o sobreviven la mayor cantidad de asmáticos de Chile. Por ello, se contrapone, con la sequedad del valle de Elqui, tan bien cantado por Gabriela Mistral. Señala, Cristián: “Caminan, pero no miran/ en las calles grita la vida. / En las calles de La Serena/ vendedores ambulantes/ la escena se repite, las calles quedan/ despejadas cada noche/ borrachos las recorren/ la vida se detiene en la oscuridad/ hasta que el sol sale/ y la gente nuevamente camina por las calles”. A pesar de su ejercicio en el periodismo, es poeta solitario, individual, generoso, amenazado por la prosa. Sin embargo, su refugio es su enorme interioridad: “Sentir la ciudad ajena/ es estar en casa”.
De lo anterior, puedo señalar que El estado de las cosas es casi brújula, cuaderno donde se da cuenta de las cosas del día. Pero, también, de su terror: del hablante perseguido y dando manotazos contra los malos sueños y la muerte. Especialmente, contra lo perdido, y la certeza que no podemos volver. Esto me lleva a pensar la cuestión estética aquí planteada. Detrás de toda obra hay una posición. Y, la de Cristián Brito Villalobos, es proyectar un estilo. En su libro anterior, estaba más cerca de Parra y Bertoni. En éste está, más cerca de Teillier y de sí mismo. Es un avance, indudable, hacia un estilo distintivo: austero, parco en metáforas, con metalenguaje que rastrea señalar más allá de la crónica y de los lugares comunes.
Obviamente, en toda obra hay deseo implícito de canonizar, de plantear e imponer una forma personal y nueva; arrebatarles a los dioses el derecho a decidir sobre nosotros. Personalmente, la literatura literaria me parece odiosa, acobardada y encorsetada. Por eso me inclino ante Homero. Y, por eso, suscribo, obra como ésta, que cuenta nuestra tarea por el mundo: ayudando a crearlo y a cambiarlo.