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LOS COPIAPOES, COPAYAPOS O COMECHAÑARES
Bibliografía de los Guerreros, pueblo heroico de Atacama
Por Arturo Volantines
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Cuando el desierto más seco del mundo cae abruptamente por su lado sur y es desafiado por una larguísima lengua arbórea de chañares, pimientos, algarrobos y churquis, el valle de Copiapó huele como un animal manso. Un poco más al sur, el valle del Huasco descalabra al desierto con un torrente firme, donde la tierra húmeda susurra. Sin embargo, el Desierto de Atacama entra a los huesos y, como las viejas zampoñas del viento, ingresa al alma de estos valles.
En su cordillera altísima, el Nevado Ojos del Salado, el Nevado Tres Cruces, el Incahuasi y miles de montañas coronan y colorean con el cielo; tutelares, apunan en los caminos abiertos por arrieros. Bordeando bofedales y afluentes, solían verse miles de vizcachas y tropas de guanacos conducidos por el Yastay. Su fiesta de Chaya es cuando florece el chañar, cuando la vidalita suena en las cañas de los promeseros de La Candelaria, cuando el picaflor es un volantín que habla con el viento.
El “Loco” Almeyda se echó al hombro el sol y la picota, y dominó al desierto como a una bestia chúcara. Después que en la batalla de Los Loros lo balearon, el “Manco” Moreno se interna en sus vísceras y espejismos. El copiapino, Francisco San Román, en su texto en tres tomos: Desierto y Cordilleras de Atacama, cuenta sus leguas: “El desierto de Atacama, con sus adustas y desnudas serranías impregnadas de todos los metales útiles o nobles, y con sus llanuras cubiertas de sales e incrustadas del fecundo salitre, destinado desde estéril lecho a distribuir la fertilidad por todas las regiones del mundo;…”. Fueron conversaciones de grandes con este desierto tan poblado de meteoritos y animitas. Alicantos y pirquineros le vaciaron tripas y le dieron al mundo riquezas nunca vistas.
En el naciente del río Copiapó y en mi infancia, sentía tronaduras y golpes del barreno de los pirquineros y el suspiro metálico del eco. Pude ver cientos de animales pastando en las orillas de los afluentes; arrieros bajando de las montañas con sus tropas cargadas con sacos de carbón, leña y metales. Así, aprendí las primeras letras en rodeos y amansaduras; conviví con vestigios de descendientes de nuestros pueblos originarios: su cultura, celebraciones y ritos ancestrales. Mis tíos cuyanos, montados en sus caballos percherones, nos contaban hazañas trasandinas en territorios infinitos y de leyendas de facón y boleadoras. Ahí me di cuenta que —aunque nací desnudo y fui patipelado hasta la adolescencia— mi fortuna está bien escrita en Los Copa de Oro de Sady Zañartu.
Los vestigios de los pueblos originarios estaban a vista: El Qhapaq Ñan (Camino del Inca), pukaras, tambos, apachetas; los territorios bordados por pircas y laboreos mineros. La vigorosa bibliografía andina nos demuestra la resistencia a los incas, coyas, yanaconas, españoles y probablemente a los diaguitas, cuyos vestigios están en los museos de Catamarca, San Blas de los Sauces y La Rioja. Aquí vivían los copiapoes o comechañares, como lo señala nuestro Premio Nacional de Literatura, Salvador Reyes. Habitaban los descendientes y restos de los pueblos del más al norte y al noreste: cunzas, aymaras, quechuas y diaguitas.
Estos copiapoes, cuya capital estaba situada —según los estudios documentadísimos del doctor Enrique Cortés Larravide y también por los desmentidos de Francisco Cornely a Ricardo Latcham— en Coquimbo, es en mi opinión: la matriz híbrida de nuestras raíces, primeramente escrita por Jerónimo de Bibar cuando en su Crónica y Relación Copiosa y Verdadera de los Reinos de Chile, señala que estos pueblos (El Loa, Copiapó, Huasco y Coquimbo) hablaban una lengua propia, que “es una lengua por sí”; parecida, pero distinta en cada valle. Confirmado lingüísticamente esto por los cinco tomos de Herman Carvajal Lazo: Toponimia indígena de los valles de Elqui, Limarí, Choapa, Huasco y Copiapó. Esto es fundamental, más allá o más acá, de los nombres genuinos de nuestros pueblos originarios, para comprender nuestra matriz. El pueblo primigenio estuvo allí, y algunas de sus hebras andan en nosotros; sólo es cuestión de etnónimo.
Confirmado esto también por el texto de Francisco Cornely denominado: Cultura diaguita chilena y cultura del Molle, donde dice que todos los vestigios diaguitas que encontró venían de Argentina. Qué decir de los estudios posteriores de Niemeyer, Ampuero, Iribarren, Castillo, etc. Y del “Congreso Binacional Raíces de Etnicidad; Región de Coquimbo—Provincia de San Juan; Vicuña, 2009”; donde la doctora, Catalina Teresa Michieli, dijo que es un “atrevimiento vergonzoso hablar de diaguitas chilenos”. No fue desmentido por la treintena de especialistas venidos de todo Chile y Argentina. El libro que contiene las actas del Congreso, se llama: Culturas surandinas huarpes y diaguitas. Afortunadamente ha habido más cautela con los llamados: “Changos”. Definitivamente, nuestra matriz autóctona no es única, sino que cuando llegaron los españoles ya era híbrida; hebras de varios sustratos.
Los copiapoes que poblaron las provincias de Atacama y Coquimbo, fueron “guerreros” en su ser. Por eso eran llamados así. Por eso también, se les vio guerreando en Cochabamba, Copacabana, Tarija, etc., o sea, en el cono altiplánico. A partir de esta cultura fronteriza, montaraz e híbrida, el pueblo atacameño fue generando su ethos, que ha sido precisada, a partir del siglo XIX, por Vicente Pérez Rosales, Ignacio Domeyko, Carlos María Sayago, Pedro Pablo Figueroa, Roberto Hernández, Gabriela Mistral, Antonio Acevedo Hernández, Mario Bahamonde y tantos otros.
Los españoles violaron, saquearon y profanaron. En suma, diezmaron o esclavizaron a los habitantes de esta Selva. Tan bien explicado por Carlos María Sayago en su Historia de Copiapó. Por ello, los pueblos del Norte Infinito, Santiago y Concepción se sublevan contra los españoles. Los patriotas se tomaron Copiapó en 1817 y en 1818, Miguel Gallo fue su primer gobernador. Fundaron una república basada en la libertad y conmutatibilidad. Rápidamente, la oligarquía se tomó el poder, y asesinó a Manuel Rodríguez y a los hermanos Carrera, que habían traído del norte de América la ideología del federalismo.
La antigua provincia, formada por Atacama y Coquimbo, asistió, lidió y participó en la derrota de las fuerzas realistas. En la Historia del Huasco, el magnífico historiador L. Joaquín Morales, nos cuenta cómo fue la Independencia, la creación del Cabildo de Vallenar y la Restauración. Los “Cazadores de Coquimbo”, formados por huasquinos y, especialmente, por los “Campillay”, en la División de Juan Gregorio de Las Heras y comandados por Isaac Thompson, fueron primordiales para ganar la batalla de Maipú, cuyo costo fue tremendo, ya que casi todos sus hombres quedaron tendidos en el campo de batalla.
Al comienzo de la república, Atacama se fue repoblando por extranjeros: alemanes, franceses, ingleses, escoceses, vascos; enganchados de la provincia del Choapa y, especialmente, argentinos: arrieros, mineros, aventureros, crianceros; exiliados de las distintas luchas intestinas de Argentina, y, sobre todo, de la dictadura de Rosas. Así, llegaron los argentinos a ser casi 30 por ciento de la población de Copiapó. Vinieron figuras ilustres, intelectuales y militares; importantes de la historia latinoamericana: Domingo Faustino Sarmiento, Felipe Varela, Crisóstomo Álvarez, Carlos Tejedor, Domingo de Oro y centenares más, incluidos muchos soldados y montoneros, que después participarían directamente en las revoluciones nortinas y en la Guerra del Pacífico. Por el Paso de San Francisco llegaron miles; no fueron considerados extranjeros y se incorporaron a la vida atacameña. Muchos descendientes han sido notables, como los historiadores Carlos María Sayago y Pedro Pablo Figueroa. En Atacama de Plata, Oriel Álvarez publica algunas de sus largas investigaciones sobre los cuyanos.
En Recuerdos del Pasado, Vicente Pérez Rosales hace una magnífica relación del mundo propio que era Atacama en el siglo XIX, donde este crisol de indígenas e inmigrantes hizo maduración del ser nortino. Los mineros subieron montañas, se fueron al fondo de las quebradas, hurgaron en el desierto y en la cordillera; cazaron al guanaco y al Alicanto en busca del oro y la plata. Encontraron cientos de minas y laboreos. Aparecieron: apires, pirquineros, arrieros, baqueanos, habilitadores y alquimistas.
Surgieron herramientas propias, laboreos, ingenios y formas creativas de purificar el mineral. También, la chupilca y el corvo: herramienta muy precisa de la labor del minero, que luego haría fama por temible y por sus patrones. Aparecieron las minas más grandes, como Tres Puntas, Chimbero, Lomas Bayas, La Dulcinea, Bateas, Cerro Blanco; todo el territorio en torno a Tierra Amarilla y en el lado norte de Vallenar, sumariado por Oriel Álvarez, en Huasco de Cobre. Además, floreció la leyenda planetaria de estos territorios: cargados de tesoros y magia. Surgieron nuevas ciudades, transporte y las primeras rebeliones.
Flora Normilla le confiesa a su hijo, en su lecho de muerte, la existencia de un tesoro y le pide que lo comparta con Miguel Gallo, tan profusamente contado en la bibliografía, como en el caso de: Tradiciones de Pedro Pablo Figueroa, o en el texto de Benjamín Morgado: El pueblo de las siete calles, o en el de Guillermo Rojas Carrasco: Don Pedro León Gallo, su vida y su actuación. Cuando el arriero Juan Godoy tropieza con la plata nativa en 1832, a 43 kilómetros al sur de Copiapó, mana como un río la plata de Chañarcillo con estruendo de herramientas, gentío y alboroto. Fue el anuncio del Alicanto: de nuevos fulgores y maldiciones para Atacama. En los volúmenes de Mis Viajes, Ignacio Domeyko hace tal vez el mejor retrato de la minería del Norte Infinito y, especialmente, de Chañarcillo.
Apenas iniciada la república, en 1832 Copiapó fue asolada por una invasión que venía de la isla Juan Fernández, acaudillados por el capitán Domingo Tenorio, soldado de Lircay y por La Negra, “la sanguinaria”. Hubo un enfrentamiento en Punta Negra entre los amotinados y las tropas copiapinas, encabezados por Adrián Mandiola, alcalde; Ramón Goyenechea, comandante del batallón cívico de Copiapó, y Agustín Fontanes, el cual luchó con San Martín, que luego sería Intendente y padre del héroe del Regimiento Atacama de la Guerra del Pacífico, Juan Agustín Fontanes y que moriría gloriosamente en la batalla de La Placilla en la revolución del ‘91. Los insurgentes se apoderaron de Copiapó; cobraron una gran suma; asesinaron a varias autoridades y siguieron camino a Argentina para unirse con la guerrilla de Facundo Quiroga. Muy bien contado por Benjamín Vicuña Mackenna en el tomo II, de su Historia verdadera de la isla Robinson Crusoe.
Habían pasado centenares de exploradores por Los Pajonales, al sur de Copiapó. No habían descubierto ese tesoro a flor de tierra, incluso los hermanos Heuland, enviados por el rey de España en 1795—1796, los cuales revisaron exhaustivamente el sector, y pasaron de largo. Lo relatan en el texto llamado: Viaje a los distritos mineros del cuyo y del norte minero. Sin embargo, tendría que ser una mujer enamorada del padre del máximo caudillo del norte, quien, al morir, entrega su tesoro a los seres queridos. Entonces, Chañarcillo surgió como una soberbia anunciación con cientos de minas y miles de mineros. Se fundó la Placilla Juan Godoy.
En Chañarcillo apareció otro mundo propio dentro del mundo propio de Atacama, contado por Roberto Hernández, en su magnífica obra en dos volúmenes llamados: Juan Godoy o el descubrimiento de Chañarcillo. Pero, también se impusieron formas esclavistas, abusivas en la minería; los terribles quehaceres de los pirquenes y socavones fueron llenando los dos cementerios del sector.
Los mineros se sublevaron, reiteradamente; hubo que correrles plomo, como lo dice Julio Vitale en su texto: Las guerras civiles de 1851 y 1859 en Chile. Los dueños de minas también estaban descontentos, ya que los agricultores sureños no pagaban impuestos; pero ellos, sí. Esto unió a obreros y patrones: juntos hicieron la mayor y elegiaca revolución pluriclasista de Chile. Chañarcillo floreció totalmente, y miles de kilos de plata salieron de su alma; hizo ricos a muchos. Juan Godoy fue a morir pobre a La Serena. Incluso, su tumba desapareció. Aunque en el registro de fundos de la provincia de Coquimbo, del catastro formado de 1852, su viuda aparece con una chacra.
Cerca del barrio Borgoño, nació la Estación de Copiapó en 1851, que hasta a finales del siglo XX hacía vibrar la tierra con sus ajetreos; humareda, cargas de metales y viajeros. El ferrocarril fue una necesidad de la minería. Los empresarios del sector formaron una sociedad. Ya en abril de 1851, tenía su primer tramo y en diciembre de ese año era inaugurado con pompa y elegancia. Luego, vinieron los tramos hacia otros sectores, incluido Chañarcillo. Los copiapinos no cejaron, y construyeron luego los ferrocarriles de las ciudades que iban naciendo más al norte. Esta Estación vivió revoluciones; el ir y venir de los soldados de la Guerra del Pacífico; vio el fulgor y la decadencia de Atacama. Casi recién inaugurada, una revolución convirtió a Alberto Blest Gana en su administrador y le inspiró su obra: Martín Rivas.
A cargo de su construcción, estuvo el ingeniero William Wheelwright. La Estación vio entrar el primer tren, “La Copiapó”, el 25 de diciembre de 1851. Si bien es cierto que fue el primer ferrocarril que empezó a construirse en Sudamérica, se demoró un par de años en estar en servicio. Ese ferrocarril fue una hazaña no solo en su construcción; fue un disparo en el desarrollo industrial y económico de Chile. No hay duda que es el mayor símbolo en pie del ser de Copiapó. Aún deambulan allí los espíritus de los mejores tiempos de Atacama, de sus mejores hijos y de la tremenda cultura que venía directo desde los grandes escenarios europeos.
La revolución contra el centralismo, encabezada en el norte por José Miguel Carrera Fontecilla, hijo del prócer; por Pedro Pablo Muñoz, José Silvestre Galleguillos, Balbino Comella, Manuel Bilbao y otros, fue heroica y legendaria. El Sitio de La Serena de 1851 se sostuvo varios meses, a pesar de ser atacados desde el sur por el ejército chileno, desde el mar por la marina inglesa y chilena, y desde el norte por una legión de mercenarios argentinos, enviados por Jotabeche. Para no destruir la ciudad, abandonaron las trincheras y se fueron al norte, donde el huasquino, Bernardino Barahona —dicho por Roberto Hernández en su libro denominado: El roto chileno— se tomó la Intendencia de Atacama, publicó el Diario de los Libres; y llevó adelante decretos, acciones soberanas y libertarias. Finalmente, la revolución fue destruida en la batalla de Ramadilla.
Quedó la gesta, la persistencia en búsqueda de la libertad, la descentralización y la justicia. En el tomo dos, de Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt; levantamiento y Sitio de La Serena, Benjamín Vicuña Mackenna da cuenta en parte de estos legendarios hechos. También, en el texto dominado: EL Sitio de La Serena y la Revolución de los Libres, A las glorias del pueblo de Atacama y Coquimbo de 1851, que investigó, recopiló y publicó la Sociedad Pedro Pablo Muñoz Godoy de La Serena.
En 1859, los pueblos de Atacama y Coquimbo se sublevaron contra la corrupción de la oligarquía santiaguina, por mayor libertad, por una educación laica, por el reconocimiento de las regiones, por el voto universal y por una constitución conmutativa. La chispa fue el negociado del ferrocarril de Santiago a Valparaíso. El pueblo de Atacama eligió como Intendente a Pedro León Gallo. Se armó un ejército con bandera, monedas propias y cañones. La Revolución Constituyente se echó a andar hacia el sur. Mario Bahamonde se encumbró cuando cuenta las hazañas de los zuavos de Chañarcillo en El caudillo de Copiapó. En la batalla de Los Loros fue derrotado el ejército centralista por vez primera. Y nació el corvo. La Serena recibió a su libertador con flores y campanas. Luego, en la batalla de Cerro Grande se pagó caro la traición, la confianza y las armas hechizas. A pesar de la derrota, la revolución ha vuelto al imaginario del Norte Infinito.
Pedro León Gallo y Pedro Pablo Muñoz son nuestros héroes invariables que han completado un ethos macizo como el cuesco del chañar. Vemos cómo las banderas de los zuavos de Chañarcillo se enarbolan cada día más. No será lejano el día en que Atacama y Coquimbo elijan a sus autoridades. Pedro Pablo Figueroa —con la documentación cedida por Benjamín Vicuña Mackenna— hizo una notable obra en: Historia de la Revolución Constituyente, donde se recorre las hazañas y héroes del norte, que murieron luchando por una vida mejor y por dejar un testimonio que ahora es patrimonio intangible de un pueblo glorioso que va resucitando poco a poco. La SPPMG ha ido completando la investigación y ha traído a la luz nuevos hechos de esta revolución, recopilados en el texto denominado: Revolución Constituyente 1859—2009, Tributo a Pedro Pablo Muñoz Godoy, comandante de los Igualitarios.
Atacama vuelve a las armas cuando Chile y Perú le declaran la guerra a España en 1865. Sucede el Combate de Calderilla, cuando España sitia los puertos. La Guerra contra España involucra también a Bolivia y Ecuador. Muchos atacameños y coquimbanos que estaban exiliados por las revoluciones del ‘51 y ‘59 en Perú, se incorporan y participan activamente en el Sitio y Combate del Callao, especialmente el comandante de los igualitarios y lugarteniente de Pedro Pablo Muñoz, Balbino Comella. Queda como testimonio el “Peso Copiapó”, que contiene el escudo nacional y por su reverso la fecha: 1865.
Nace el Colegio de Minería (1857); luego, el Liceo de Hombres de Copiapó (1864) y el Liceo de Niñas (1877), el primero de mujeres en el país, relatado por Guillermo Rojas Carrasco en su libro: El Liceo de Hombres de Copiapó. Que hayan sido profesores: Valentín Letelier, Juan Serapio Lois, Hilarión Marconi, Francisco San Román, Guillermo Matta, Marmaduque Grove, etc., habla de la consistencia de este Liceo, y para qué decir de sus alumnos: pléyade de héroes en la guerra y en la paz.
Atacama fue sustento y nido de la primera Generación literaria del país. Para la Generación del romanticismo —al decir de Cedomil Goic, de 1837, 1852 y de 1867, correspondientes a los llamados costumbristas, social y realistas— fueron fundamentales los escritores: Rosario Orrego, Rómulo Mandiola, Guillermo Matta y Jotabeche. Además, era una legión nortina conformada por: Valentín Magallanes, Carlos Walker Martínez, Gerónimo Godoy, los Escuti Orrego, los Matta, los Gallo, los Marconi, los Mandiola, Román Fritis, Arnaldo Montt, Juan Nicolás Mujica, Delfina María Hidalgo, Nicolasa Montt Barrios, Juan José “Pope” Julio, etc. Aún más importante, fue el sinnúmero de revistas, folletines y diarios: El Copiapino, La Prensa, El Ferrocarril, El Minero, El Huasquino, El Constituyente, El Amigo del País, El Atacama, El Atacameño, El Liberal, La Reforma, etc. En algún momento ocurrían cuatro diarios. Poseyó diversas academias, talleres literarios y círculos dramáticos. Fue muy importante la publicación que llevó adelante Juan Gonzalo Matta, —el soldado chileno que ganó más galones en la Guerra del Pacífico y el primer mártir de la diplomacia chilena— denominada: La Revista Literaria.
En fin, Atacama bullía de actividad cultural diaria. Muchos extranjeros participaban activamente. Por lo tanto, se tradujeron obras de muchísimos idiomas, principalmente de literatura y filosofía. Los emigrados argentinos fueron primordiales para que Copiapó fuese la capital cultural de Chile. Además, de Sarmiento, estuvieron: Carlos Tejedor, Antonino Aberastain, Juan María Gutiérrez, Enrique Rodríguez, Simón Gregorio de Las Heras, Juan Bautista Alberdi. Todos ellos tendrían en Argentina, después de Rosas, cargos de primer orden. Un censo de 1854, apuntaba que había en Atacama más 8.000 argentinos, o sea más de la mitad de la población de distrito de Copiapó.
Este fulgor cultural duró hasta el inicio de la Guerra del Pacífico, ya que los estudiantes del Liceo, los intelectuales y muchos inmigrados, tomaron las armas o se dedicaron a organizar y a juntar recursos, como el caso del poeta Guillermo Matta. Después de la guerra, este fulgor intelectual empezó a decaer y nunca más se recuperaría.
Copiapó disfrutaba de abundancia de minerales. El río Copiapó era fluyente y las parcelas llenaban las alacenas de frutos y olores. Se olfatea todo esto, en la novela muy realista y sentimental de Salvador Reyes, llamada: Copiapó. El tren traía cada día nuevos inmigrantes, especialmente relacionados con la minería. La Escuela de Minas también fue un aporte significativo en el desarrollo de nuevas tecnologías mineras.
Los copiapinos que avanzaban hacia el norte traían noticias de guerra. Al principio, no se tenía interés en la “Triple Alianza” que armaban nuestros vecinos. Como casi todos los descubridores y conquistadores del desierto de Atacama eran hijos de Copiapó, se desató finalmente la inquietud, que también ha sido siempre así por ser esta región frontera y puerta hacia el sur. Las revoluciones, conatos y subversiones han sido parte de la existencia de Atacama, incluido ser asiento de una cantidad importante de militares argentinos exiliados. Por lo que siempre anduvo en su población: la chispa del combate. Atacama entró a la Guerra del Pacífico.
Cuando Guillermo Matta llamó a formar un batallón, cada familia de la región puso un hijo a disposición. Se constituyó el primer contingente, y con Jorge Cotton Williams a la cabeza, se incorporó al Segundo de Línea. Luego, Atacama exigió que su batallón llevara el nombre de la provincia. Se formó el Primer Batallón Atacama, y cuando éste estaba casi diezmado por la guerra, se fundó el Segundo, conformado casi totalmente por los revolucionarios del ‘59 y por los hijos de éstos. Días después de la batalla de Tacna nació el Regimiento Atacama; luchó también el ‘91. Del Primer batallón, en la Guerra del Pacífico, volvieron 40 y del Segundo, menos de la mitad. Esto vino, entre otros, a confirmar que el Regimiento Atacama sigue siendo el más glorioso de Chile. Más de 2.000 hijos de Atacama fueron a la guerra el ‘79, cuando Copiapó tenía menos de 15.000 habitantes. Los pocos que volvieron, siguieron en sus labores habituales. Me fui en 1975 a Chuquicamata con su último contingente estacionado en Copiapó.
De la participación del Regimiento Atacama en la Guerra del Pacífico se ha publicado: testimonios de los combatientes; partes de guerra, cartas, textos literarios y artículos de diarios epocales. Hay muchísimo más aún que recopilar. El texto profuso y detallado de la participación de Atacama en la guerra fue publicado por Hilarión Marconi, en tres tomos y en dos volúmenes con más de mil páginas, llamado: Contingente de la provincia de Atacama en la Guerra del Pacífico. Este texto notable del secretario del Intendente Guillermo Matta, es producto de los comunicados de Intendencia, de las publicaciones cotidianas que se hacían en “El Atacama” y, fundamentalmente, de la parte más maciza y emocionante, correspondiente a los envíos del capitán ayudante del Segundo Atacama, Elías Marconi Dolarea, hasta que cayera gravemente herido en la batalla de Miraflores. Sin embargo, Atacama en la Guerra del Pacífico de Pedro Pablo Figueroa es un himno a las glorias de un pueblo que fue valiente, ilustrado y libertario.
Otro hecho capital vino a estremecer a Chile y a aglutinar a los atacameños cuando nació la Asamblea de Radicales (1863), comandada por Pedro León Gallo y los jefes del Ejército Constituyente: Pedro Pablo Zapata, Olegario Carvallo, Anselmo Carabantes, Olegario Olivares y Alejandro Villegas Julio. Luego, el partido Radical, el cual tomó, a través de la vida civil, los motivos de la Revolución Constituyente: Separación del Estado y la iglesia, instrucción gratuita y obligatoria, derecho a sufragio universal, libertad individual sin más límite que el derecho ajeno, asamblea constituyente y por la unión federalista americana. Este partido Radical se hizo fuerte, presidido por, tal vez, el atacameño más fulgurante de todos los tiempos: Manuel Antonio Matta.
En las filas de los radicales estaban casi todos los sobrevivientes de las revoluciones del ‘51 y del ‘59 y los atacameños de la Guerra del Pacífico. Por lo que, cuando estalló la revolución del ‘91, se sumaron a los revolucionarios sin más. Y armaron, a los menos, cuatro unidades en la región: Regimiento Chañaral N°5, Regimiento Atacama N°10, Batallón Huasco N°11 y el Regimiento Taltal N°4, señalados en el texto: La Revolución de 1891, de Aníbal Bravo Kendrick. Aunque eran menos que las tropas de Balmaceda, ganaron casi todas las batallas, que además acaecieron en el norte y Valparaíso.
Pero el triunfo, fue escuálido; las promesas incumplidas de los mandos, hizo que los atacameños se sublevaran en Santiago y volvieran con las manos vacías al norte. Además, la muerte de Manuel Antonio Matta fue como una maldición, ya que dejó a Atacama sin su líder que tenía influencia nacional e internacional, ante hechos tan importantes para el país y justo cuando se profundizaba en Atacama la crisis por el agotamiento de sus grandes minas. En su texto: Perfil y Fondo de Copayapu, Francisco Ríos Cortés ahonda como nadie en la cultura atacameña; reconoce y examina el decaimiento aplastante de Copiapó.
En el texto denominado: Juan Serapio Lois, su lucha indómita, recopilados por Arturo H. Lois Fraga y Mario Vergara Gallardo, da cuenta del esplendor del siglo XIX hasta la decadencia del siglo XX de Atacama, tanto económica como cultural. El nacimiento de Salvador Reyes fue casi el único hecho luminoso. Ni siquiera los triunfos radicales y toma de los sucesivos gobiernos lograron que el panorama cambiara. Cuando Salvador Reyes volvió en gloria y majestad por haber conquistado el Premio Nacional para Atacama, la gente ni asomó al homenaje. Por eso, éste no volvió más a su terruño.
Se enluta Atacama. Mueren los patriarcas: Pedro León Gallo, José Santos Ossa, Manuel Antonio Matta, Guillermo Matta, Hilarión Marconi, Pedro Pablo Figueroa y Juan Serapio Lois. El centralismo y el panteón del yanaconismo le ponen lápida a Atacama.
El siglo XX empieza enlutado, y seguiría en su marcha fúnebre llevando el cadáver de Copiapó. Ese magnífico y mal amado copiapino, Salvador Reyes, en su texto Andanzas por el desierto de Atacama, señala el espíritu de ese siglo: “Veintitrés años más tarde, es decir, en 1959, hice una escala en Copiapó. El avión aterrizó frente a un galpón y no vi por ninguna parte el aeropuerto que esperaba encontrar en una ciudad enriquecida ahora por la minería del oro y del hierro. Tampoco existían medios de transporte y sólo gracias a la amabilidad de unos aviadores que nos ofrecieron su jeep, pudimos llegar al centro. Fuimos a contemplar la plaza con su fuente de mármol y sus pimientos como pilares de la tradición copiapina. No se había inaugurado aún el moderno hotel y fuimos a almorzar al mejor que existía en ese momento. Yo pensaba en las deliciosas frutas de mi tierra. Las pedimos como postre, pero nos abrieron un tarro de conservas. Salimos a caminar por la calle Atacama. Los edificios eran los mismos que yo conocía, pero más caducos, como es natural. Sólo noté dos o tres construcciones nuevas en toda la calle. El comercio parecía reducido a los artículos para la minería. No vi ninguna tienda medianamente coqueta. Pasaban camiones y más camiones con un ruido infernal, al cual se sumaba el de las radios que en cada almacén funcionaban a toda máquina.// Llegamos a la Alameda y saludamos las veneradas estatuas de bronce. Frente a San Francisco había un jardín con buganvillas que producían un efecto muy hermoso sobre la fachada roja de la iglesia.// Anduvimos dando vueltas por ahí, y al fin, sin saber qué hacer, tomamos un taxi y regresamos al campo de aviación. Minutos después el Cessna ponía proa al norte y yo veía desaparecer mi tierra natal”.
En cambio, los gobiernos radicales fueron favorables para Coquimbo. El presidente Gabriel González Videla ideó un plan regional que llevó a La Serena a convertirse en la ciudad más bella de Chile con provechoso nicho para la educación, tercera edad y turismo. Eso también le trajo beneficios importantes en la cultura con la formación del Círculo Literario Carlos Mondaca y la Sociedad Musical Juan Sebastián Bach de La Serena, donde incidieron: Fernando Binvignat, Alfonso Calderón, Jorge Peña Hen, Barack Canut de Bon, Jorge Zambra, entre otros. Tan bien testimoniado por Luisa Kneer en su texto: Reseña histórica de 168 años en las letras de la IV Región. El esplendor no volvió a Atacama; los muertos siguen en el cementerio urbano. Sólo en Vallenar hubo un suspiro con el Grupo Paitanás, donde destacó la revista del mismo nombre; los poetas: Benigno Avalos, Erasmo Bernales y el “poeta de los mineros”, Roberto Flores; algunos historiadores y cronistas, donde sobresalió: Francisco Ríos Cortés, con su obra: Por las riberas del Huasco.
El gobierno de Allende prende a la provincia. Llega Neruda. Los mineros se toman las minas y hacen cooperativas. Se instala algo de optimismo. Se reparten en las calles: revistas, diarios y libros. También, llega la inflación, el desabastecimiento y el desorden. El Golpe de Estado de Pinochet es con asesinatos, desaparecidos y cientos de exiliados. Pasa una bandada de buitres: La caravana de la muerte de Patricia Verdugo. El bullicio pinochetista se sitúa con bandos e incondicionales. Rebasa el miedo y horror. Viene una larga lucha para recuperar la democracia. Se instalan y se van sucediendo varios gobiernos regionales —siempre designados desde Santiago—, para hacer justicia en la medida de lo posible, que siempre ha sido en verdad para justificar lo imposible: la verdad y la reparación.
En Copiapó, aparece un par de grupos literarios con mucha dignidad. Pero, con poca propuesta y enjundia. Me aparezco a la literatura a través del Liceo, y milito con los poetas: Juan García, Eduardo Aramburú, Tussel Caballero, Lucía Román y los vallenarinos. Miramos hacia Antofagasta, que había mantenido una actividad cultural más resistente con las universidades y escritores e historiadores patrimonialistas, como Mario Bahamonde y Andrés Sabella, que dieron fruto a una Generación de recambio y mucho más notable que en las otras provincias del norte: Guillermo Deisler, Ariel Santibáñez, Oliver Welden, Guillermo Ross Murray, Alicia Galaz, etc. Las Ediciones Mimbre y la revista Tebaida (Arica) logran salpicar el mapa latinoamericano.
A comienzos de este siglo, aparece la bandera gloriosa de los zuavos de Chañarcillo, que se retoma y se vuelve el emblema oficial de Atacama. El Norte Infinito recupera su unidad histórica; van desapareciendo las numeraciones y otras nomenclaturas unitarias del pinochetismo. Aparecen nuevos escritores; aparecen microeditoriales y la tecnología de las redes sociales que va creando una nueva cultura del instante y formando nuevas generaciones, distintas a lo que era la tradición chilena.
Sin embargo, cada vez que vuelvo a Copiapó veo la sombra de La Malinche. El yanacona local está instalado como hierba mala en medio del capitalismo salvaje y el individualismo exacerbado. Miran hacia Santiago como ovejas degolladas. Se olvidan que Valentín Letelier, Victorino Lastarria, Domingo Faustino Sarmiento tuvieron que asentarse, ganarse los porotos y comer chañar, para que mucho después volviéranse figuras nacionales. Se realizan encuentros literarios a la sombra de la Dictadura y al sol tibio de la Transición. Titilan, en Chañaral, los “Reencuentros Internacionales de Escritores”, realizados por Omar Monroy. Sin embargo, aún se mira al centralismo como una fuerte alternativa. El yanaconismo es endémico; venían con Pedro de Valdivia; antes, fueron serviles al Inca. Y se quedaron. Hay atisbos de cuestionar el oficio de yanacona. Los diversos tropezones han hecho que algunos miren mejor a su propio y legendario terruño. Somos parte indivisible e informada del mundo. Pero, sin los integrismos, dependemos exclusivamente de nosotros mismos para no desaparecer; la solidez está en nuestro ethos y distinción.
Apretuja ver a Copiapó semienterrado; oxidado y que la profecía del Padre Negro va cumpliéndose. Apretuja el comentario que Antonio Acevedo Hernández —que tanto quiso e hizo por el Norte Infinito— en su obra: Croquis chilenos, crónicas y relatos, cuando dice: “Palmarola me pregunta: —Usted ha estado en Copiapó?// —Sí.// —¿Y qué le pareció?// —Copiapó me pareció un cementerio de recuerdos. Allí solo hay reliquias; nadie ha aprovechado la herencia de los próceres que Copiapó ha producido. Se me ocurre que la sombra del patriarca Matta se alarga sobre la ciudad como una cruz. Nadie merece pertenecer a la familia del romancesco don Pedro León Gallo, que fue algo más que un hombre. Ninguna mujer es capaz de imitar a doña Teresa Blanco, que fue invitada por reyes a sus grandes fiestas y que tuvo la desgracia de un esposo que la arruinó en tal forma que se atrevió a perder al juego, junto con las joyas de su familia, los maravillosos muebles hechos en Francia para la gran dama. Teresa Blanco, amigo Palmarola, se suicidó sin lugar a dudas. Ella, que fue la más alta dama de Chile o una de las más alta, murió por conservar el honor de su nombre y de su tradición heroica// —Copiapó —prosigo— es una ciudad empobrecida, abandonada. El terremoto que tanto luto arrojó sobre la ciudad que aun llora sus muertos queridos, demostró que allí vivían ocultos y disfrazados de hombres de bien, los más tenebrosos especuladores. Solamente los maestros tienen luz en el alma, y ojalá puedan salvar a la generación que está todavía en la infancia”.
Atacama ya no es lo que fue: gloriosa, pujante, cultísima, guerrera. Hubo épocas en que se luchaba con balas de plata; el tren era infinito, los chañares florecían y llenaban de sol a toda Atacama. Ahora, apenas suspira; los cementerios están abandonados, los monumentos orinados y sus hijos no quieren acordarse de su pasado glorioso. Por eso, resulta importante publicar: Atacama en la Guerra del Pacífico de Pedro Pablo Figueroa, que es prontuario del pueblo que fue como una estrella.
Pero, este pueblo no está absolutamente muerto sino entumecido y abandonado a sí mismo. Tenemos certeza que algún día, como el cuesco de chañar debajo de los arenales, va a resucitar. O como suele despertar su río y llevarse toda la borra que lo habita y lo oculta. O, será otro terremoto –la profecía del Padre Negro— que nos haga desaparecer para siempre. O, la madre Candelaria que se apiade: nos vuelva al corazón de nuestra raíz y nos libere de la maldición de Chañarcillo. Y volvamos —al decir del hijo predilecto de Copiapó, Salvador Reyes— a las alacenas llenas de fortuna y porvenir.