No leer
Por Alejandro Zambra
La Tercera Cultura. Sábado 18 de Octubre de 2008
Cómo hablar de los libros que no se han leído se titula el ensayo de Pierre Bayard que por estos días se lee o al menos se vende en todo el mundo. No puedo decir mucho más sobre este libro pues, lamentablemente, no lo he leído, pero el tema me parece, de pronto, muy cercano.
En los últimos años he experimentado innumerables veces la felicidad de no leer algunos libros que, si hubiera seguido trabajando como crítico literario, debería haber leído. Alguna vez tuve que comentar, por ejemplo, una pobre novela de Jorge Edwards inspirada en la figura de Joaquín Edwards Bello, de manera que hace unos meses, al saber que el nuevo blanco de Edwards para sus tanteos novelescos era el poeta Enrique Lihn, respiré el largo alivio de no leer La casa de Dostoievski. Gente con menos suerte que yo leyó la novela y consideró que perjudicaba la memoria de Lihn, por lo que Edwards -alabado de forma casi unánime por su obra anterior- esta vez fue atacado injustamente, pues hasta donde sé su libro no era una biografía sino una novela.
Los ataques a Edwards fueron tan furiosos que hasta daban ganas de defenderlo, pero para ello tendría que haber leído las trescientas y tantas páginas del libro. Seguro que varios detractores de Edwards ni siquiera leyeron La casa de Dostoievski, pero no hay por qué culparlos, pues el padre de esta tradición de no lectores es justamente el propio Edwards, quien hace algunos años presentó Epifanía de una sombra, la brillante obra postuma de Mauricio Wacquez, diciendo que había llegado solamente a la mitad, pero que sin duda se trataba de una novela espléndida, puesto que Mauricio escribía muy bien.
Edwards también presentó Los detectives salvajes confesando, ante un asombrado Roberto Bolaño, que todavía no terminaba de leer la novela, y en la última Feria del Libro de Madrid el damnificado fue nuevamente Bolaño: en el marco de un homenaje, Edwards dijo que había intentado muchas veces leer 2666 y que incluso había comprado varios ejemplares en momentos distintos, al punto que pensaba organizar una rifa con todos esos libros no leídos.
Tal vez aquella tarde Edwards quería responder de este modo a la imprudencia que minutos antes yo había cometido en la misma mesa, pues ante la pregunta por la recepción chilena de Bolaño no pude resistirme a recordar la polémica entre Oscar Bustamante y Agustín Squella, que para mí fue un capítulo clave en la historia de la no lectura chilena. La exposición de Squella fue excelente, pero mucho mejor, en cuanto desafío estilístico, había sido la protesta de Bustamante, quien admitía no haber leído 2666, pero
afirmaba que sin duda no era una gran novela. Últimamente se ha sumado a esta tendencia el narrador Marcelo Lillo, afirmando que no le interesa la literatura chilena y declarando a la vez que con su libro de cuentos pretende refrescar la literatura chilena. Es extraño querer refrescar un panorama que se desconoce, aunque estas coqueterías son, de alguna manera, saludables. Yo sí leí el tan correcto libro de Marcelo Lillo, gracias a Rafael Gumucio, quien me lo regaló después de asegurarme que Lillo era un grandísimo cuentista. No lo he leído y no pienso leerlo, me dijo Gumucio, pero es muy bueno, no necesito leerlo para saber que es muy bueno, mejor que Cheever, mejor que Carver, mejor que todos.
La noticia del reciente premio Nobel a J-MG Le Clézio ha reactivado el, por así llamarlo, debate literario. Del autor sólo he leído El africano, un libro bellísimo, pero ya sabemos que no todo el mundo quedó feliz. "¿Quién puta es?, no lo conocía ni de nombre", escribió un desconsolado Alberto Fuguet en su blog, mientras Camilo Marks dijo que Le Clézio era "una lata", apoyando su opinión en la lectura de dos libros. Más interesante es el caso de Carla Guelfenbein, quien declaró haber leído a Le Clézio y nada menos que por recomendación directa del también premio Nobel JM Coetzee, a quien conoció en un encuentro de escritores en Islandia.
Hace algunos años escribí una reseña poco favorable sobre el primer libro de Carla Guelfenbein, y a la luz de los comentarios actuales sobre El resto es silencio, su novela más reciente, por entonces yo estaba equivocado, o tal vez la cercanía con Coetzee ha mejorado la prosa de Guelfenbein. Es muy tarde para comprobarlo, eso sí, pues a mí nadie va a quitarme el placer de no leer algunos libros, y la verdad es que yo no volvería a leer una novela de Carla Guelfenbein ni aunque me la recomendara el mismísimo Coetzee.