La conciencia de reírse de sí: metaficción y parodia
en "Bonsái" de Alejandro Zambra (1)
Por Macarena Silva C.
Pontificia Universidad Católica de Chile
mpsilvac@uc.c
Cuando los lectores de la revista Cormorán, editada por Germán
Marín y Enrique Lihn entre 1969 y 1971 bajo el sello de la Editorial
Universitaria enviaban excitadas cartas en respuesta a la polémica
columna de Monsieur Pompier, no sospechaban que tras esa firma
se escondía un personaje apócrifo que comenzó como caricatura y
finalizó encontrando lugar en la vida real de uno de sus creadores.
Suerte de alter ego de Lihn, Gerardo de Pompier nació con un afán
paródico que buscaba desarticular los discursos concernientes a
las más diversas situaciones políticas y socioculturales del Chile de
esa época, pero que además sirvió al poeta para poner en escena
uno de los temas centrales de su escritura, la relación entre sujeto
literario y el autor y la transformación del uno en el otro, viceversa
incluido. Si el Autor Desconocido –como lo tildaban por ese entonces
los medios– tomó el púlpito y la voz de Enrique Lihn para aparecer
en escena a la mitad de un happening en el Instituto Chileno
Norteamericano de Cultura el año 77, será el poeta quien terminará
por apoderarse del sombrero, la levita, los bigotes y la pose de su
personaje, a quien tiempo después deberá despedir en un solemne
y pomposo discurso funerario.
La alusión a este poeta chileno, hoy todo un personaje en las letras
nacionales, es para referirnos a otro poeta y además crítico literario,
Alejandro Zambra (1975), que en su primera novela, Bonsái (Anagrama,
2006), problematiza las relaciones entre ficción y realidad desde el
recurso literario de la metaficción. La trama es sencilla; se trata de dos
estudiantes de literatura, Julio y Emilia, cuyas vidas se van armando
acorde a la lectura de diferentes autores, desde Mishima, pasando
por Flaubert, Proust y otra serie de nombres conocidos. No obstante,
la historia de ambos llega a su fin con la lectura de un cuento de
Macedonio Fernández en el que una pareja, que decide cuidar una
plantita símbolo de su amor, también decide perderla entre otras iguales;
debido al temor que les causa la posible muerte de la planta, con
la pérdida también viene el desconsuelo de no poder reencontrarla.
Años después Julio escribirá una novela titulada Bonsái, en la que
un hombre se entera de la muerte de una polola de juventud, y se
encierra en su habitación a cuidar uno de estos árboles en miniatura
como un homenaje a su amor nunca olvidado.
Bonsái se vuelve escritura de la escritura, la novela que el personaje
de ficción escribe pero que llega a las manos de nosotros sus lectores
desarticulando los límites convencionales entre lo real y lo ficticio. En
ella la metaficción y la apropiación de la literatura que realizan los
personajes son estrategias que parodian ciertos tópicos literarios y
que evidencian el fracaso de la idea de que la literatura completa y
enriquece la existencia de quienes la leen.
La metaficción entendida como la ficción que de modo autoconsciente
alude a su condición de artificio, esto es, la que incluye dentro de sí
“un comentario sobre su propia identidad lingüística y/o narrativa”
(Orejas 32) es una estrategia de la llamada novela posmoderna,
novela que según autores como Linda Hutcheon y Néstor García
Canclini pone énfasis en los procesos más que en los tipos definidos
de situaciones y personajes, desafiando los juicios esencialistas, las
certezas y los conceptos de autonomía y trascendencia(2). La novela
metaficticia explora los aspectos formales del texto, cuestionando los
códigos del realismo narrativo y llamando la atención al lector sobre
su condición de obra ficcional, “revelando las diversas estrategias de
las que el autor se sirve en el proceso de la creación literaria” y siendo
sus aspectos más destacados “la autoconciencia, la autorreferencialidad,
la ficcionalidad y la hipertextualidad” (Orejas 113), conceptos
que encontramos sin duda en la obra de Alejandro Zambra.
Si se entiende que la literatura es ficción y la ficción es sinónimo de
simulación y fingimiento, de obras que, sean o no noveladas, tratan
de hechos y personajes posibles, en mundos posibles e imaginarios,
Bonsái de entrada nos advierte su condición de artilugio, porque “al
final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura” (13), es
decir, invención de un narrador que resultará ser el mismo protagonista
y que en un tono casi peyorativo señala que “el resto”, vale decir ‘lo
que sobra’, es lo que va a contar, una novela de “capítulos cortos […]
[de esas] que están de moda” (64) como plantea casi en el mismo
tono otro de sus personajes. Al parecer la única certeza que el lector
posee es que “al final ella muere y él se queda solo”, porque incluso
los nombres de los personajes son producto de un acuerdo entre
quien cuenta la historia y el que la lee, acuerdo que se sella con un “pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama y
se sigue llamando Julio” (13).
A lo largo de la breve narración, caracterizada por ser una prosa fría
que denota una cuidada elección y disposición de las palabras, todo lo
que en ella hay apunta a este carácter ficcional, que es lo que revela
al fin la estrategia metatextual al cristalizar sus procesos creativos. El
fingimiento y el engaño cruzan la relación de los protagonistas quienes
se unirán por lo que no leen y se separarán por lo que efectivamente
llegan a leer. Desde un comienzo la relación está contaminada por la
mentira, cuando con impostada intimidad se confiesan haber leído los
siete tomos de En busca del tiempo perdido. Desde allí en adelante
todo será un simulacro de complicidad, de “dispersar frases que parecen
verdaderas” (25), de anularse y disimular las diferencias para
recrearse desde la literatura y formar un bulto, una masa informe e
indiferenciada que los sitúa –bajo su óptica– en un lugar preferencial,
el espacio de las letras, un espacio que los hace mejores que ‘el
resto’, “ese grupo inmenso y despreciable” (26) que en la narración
apenas aparece dibujado.
Pero este espacio de la literatura en Bonsái adquiere connotaciones
paródicas, es decir, la de ser un texto que imita críticamente a otro
texto preexistente por medio del recurso de la ironía (Ortiz 15), con el
fin de desafiar desde dentro de las mismas bases aquello que critica.
Así, si en la novela de Zambra se reconoce toda una tradición literaria
que los personajes leen, la pregunta es cómo la leen, de qué forma
como estudiantes de literatura y cómo lectores entienden y se apropian
de esa tradición desde Santiago de Chile a finales del siglo XX, y es
acá donde caben la ironía y el humor. Con una actitud que finalmente
evidencia ser bastante conservadora, tanto Julio como Emilia son una
suerte de intelectuales esnob que toman al pie de la letra los lugares
comunes de la literatura, porque ambos pertenecen al grupo de “los
jóvenes tristes que leen novelas juntos, que despiertan con libros
perdidos entre las frazadas, que fuman mucha marihuana y escuchan
canciones que no son las mismas que escuchan por separado” (40),
jóvenes que cuidan cada una de sus palabras y las exponen como
si fuesen frases trascendentes, personajes que se cuidan de tener “amistades vulgares” (74) y tienen horror de caer en lo corriente. Sin embargo, desde un comienzo la torre de marfil sobre la que se
creen se halla derrumbada, y el espacio de la literatura encuentra su
sitio al final de la casa, en la pieza de servicio en que Julio y Emilia
se unen por primera vez.
La pieza de servicio(3), comúnmente la pieza ‘del fondo’, ha formado
parte del imaginario nacional como el lugar marginal en el que el patrón
concreta sus fantasías sexuales en el cuerpo de la doméstica. Desde
la fantasmagórica habitación de Juana en Juana Lucero de Augusto
d’Halmar, pasando por el tétrico cuarto de la Peta Ponce en El obsceno
pájaro de la noche de José Donoso, hasta la despojada habitación de
Gloria en Mano de Obra de Diamela Eltit, este ha sido el lugar donde
la mujer se transforma en empleada de ‘todo servicio’, el espacio
en el cual circula el deseo prohibido e inconfesable que demarca la
frontera entre la esposa y la querida, el sitio en el que se ejerce otro
tipo de poderes (4), pero también en el que se concibe al huacho, ese
personaje que ha poblado otras tantas páginas de nuestra literatura.
Es justamente en esta pieza de servicio donde Julio y Emilia duermen
por primera vez y si bien el narrador relata con bastante humor que a
Julio le hubiese gustado compartir cuarto con alguna de las mellizas ‘Vergara’, rápidamente se resigna a compartir habitación con esta
muchacha que carece de apellidos aristocráticos, pero con la cual
compartirá sus fantasías sexuales, emocionales y literarias y que se
transformará “oficialmente, en el único amor de su vida” (21).
Pero el amor que nace entre ambos está condenado al fracaso, así
como Julio está condenado a la seriedad como sino trágico que intenta
torcer. Digno de tragedia griega, el protagonista busca pasar su vida
en la espera estoica de “aquel inevitable día en que la seriedad llegaría
a instalarse para siempre en su vida” (16), porque ella es sinónimo
de peligro y por eso se escabulle de las relaciones serias, aunque no
de las mujeres, hasta que Emilia –y por tanto ‘ese día’ fatal– llega a
su vida y consuman el acto sexual en el cuarto de atrás.
La fantasía erotizada de la prostituta baudeleriana también encuentra
cabida en las páginas de Bonsái, como “el regalo especial” que volviendo
a entroncarse con la tradición literaria chilena(5) sirve al mismo tiempo
para evidenciar la violencia intrafamiliar y el doble estándar social
que nuevamente hacen patente el engaño como leitmotiv dentro del
texto. A los escapes de brutalidad paterna sigue el “período conocido
como periodo de arrepentimiento del padre” (21) cuya consecuencia
es el desprendimiento económico que intenta tapar las huellas y que
por supuesto desvía la atención del hijo, y por qué no su frustración,
hacia el cuerpo de la prostituta. El doble estándar se aborda a la vez
con bastante comicidad desde la prostituta misma, pues Isidora “deja
en claro que ya no era lo que se dice una puta, una puta-puta: ahora,
y esto procuraba siempre dejarlo en claro, trabajaba como secretaria
de un abogado” (20). Secretaria o no, esto no quita que accediera
a atender a Julio y que “fugazmente enternecida por el joven lector
que vestía de negro, lo tratara mejor que a los otros convidados, lo
consentía, lo educaba en cierto modo” (21). Prostituta y madre a la
vez, fuente de placer y de ternura, Isidora se incorpora al mundo de
la fantasía de su joven admirador y muestra un mundo degradado en
el que se erotiza el imaginario del poeta perdido en cuyo mundo la
sexualidad y la muerte se encuentran conectadas y degradadas.
Estas mismas referencias a ciertos tópicos literarios se verán parodiadas
en el traslado que el narrador y los mismos personajes realizan
del París de comienzos del siglo XX a Madrid y Santiago ad portas del
siglo XXI. Años después de finalizar la relación con Julio, Emilia parte
a Madrid donde vive en unos suburbios que recuerdan los pasajes
benjaminianos, entre prostitutas y homosexuales, al parecer convertida
en una drogadicta sin ningún motivo que justifique su adicción,
pálida, delgada, ojerosa y nuevamente vestida de negro en contraste
con su rubenesiana amiga Anita, quien viaja para un reencuentro y
termina casi pagándole a Emilia para no sentirse culpable por el hecho
de solo querer escapar de ese infierno citadino. Y es que en una clara
explicación en que se reitera cómo estos personajes se toman literalmente
la ficción, Emilia le confiesa a su amiga: “Estás igual, sigues
siendo así, así como eres. Y yo sigo siendo asá, siempre he sido asá,
y quizás ahora voy a contarte que en Madrid he llegado a ser aún más
asá, completamente asá” (58). Lo mismo le pasará a Julio al final de
la novela, que terminará sentado en la parte trasera de un taxi sin un
rumbo fijo y recorriendo las calles santiaguinas en completo estado
de shock, sin poder articular palabra, cuando se entera de que Emilia
ha muerto –a la manera de las heroínas folletinescas–, suicidándose
en el metro, otro de los espacios de la modernidad.
Conocida es la teoría de que las ficciones esconden una verdad secreta,
en tanto ayudan al ser humano a transformar su realidad, no
cambiándola de modo literal, sino transformándola en el plano de las
emociones y fantasías de quien las lee. En el ensayo “La verdad de las
mentiras” Mario Vargas Llosa expone con claridad estos planteamientos
y señala que la ficción enriquece y completa la existencia, en tanto
esta se expresa como una carencia y en tanto la condición propia de
los hombres es la de desear y soñar aquello que no se puede ser. La
lectura de la ficción aplaca esta insatisfacción y permite al que lee salir
fuera de sí, aunque sea ilusoriamente, perspectiva que se afirma en
los protagonistas de la novela de Zambra. La realidad de Julio y de
Emilia es anodina, casi no hay nada que decir que no se encuentre
al interior del ámbito literario, en el que descubren que pueden vivir
más plenamente porque este los ubica por sobre el resto de los demás
mortales, pero para ellos no se trata solamente de leer sino de vivir la
fantasía transportándola al plano de la realidad. Todo empezó como
un juego, con la teatral parodia de un poema del modernista Rubén
Darío, pero de ahí derivó en una enfermedad en donde la lectura se
automatiza y se necesita como un estimulante para hacer funcionar
la relación, de este modo, los jóvenes precisan de una cita que los
inspire, que los ‘caliente’ antes de follar, como se dice en España,
porque para Emilia –en su actitud conservadora– son demasiado jóvenes
para hacer el amor y en Chile, si no se hace “el amor sólo [se]
puede culear o culiar” (15).
Con la lectura de “Tantalia”, cuento de Macedonio Fernández, la relación
de ambos empieza a decaer. “El mundo es de inspiración tantálica”
es lo que dice uno de los precursores de la vanguardia argentina, con
lo que se afirma esta insatisfacción de los personajes zambrianos y
de los personajes del cuento, quienes se sienten tentados a alcanzar
una felicidad a la que no pueden acceder porque viven su realidad de
manera absurda, simbolizando su amor en una planta que ellos mismos
terminan desechando por cobardía. La cita al cuento de Fernández
remite a Tántalo, personaje de la mitología griega que, por burlar a
los dioses y regresar del Hades, es condenado a sufrir hambre y sed
eternas, pese a tener la comida y la bebida a su disposición. La lectura
del cuento en Bonsái marca el quiebre de la relación amorosa entre
Julio y Emilia, a pesar de que ambos intentan prolongarla imaginando,
e incluso protagonizando, escenas que harán ‘más triste y más bello’
el desenlace. La pareja termina así ficcionalizándose conscientemente
dentro de la ficción de la que ellos mismos forman parte.
Si la lectura de novelas para el autor de “La verdad de las mentiras”
es una forma de afirmar la soberanía individual y preservar un espacio
de libertad, pareciera que los protagonistas de Bonsái se encuentran
entrampados más que liberados por ella, pues se automatiza el gesto
y la literatura se adopta como pose y como evasión, como máscara
que intenta ocultar su realidad. Emilia se deja silenciar por Andrés
frente a sus colegas porque en su ficción este es su marido y ella
piensa que lo lógico es que un marido haga callar a su esposa si piensa
que esta debe callarse, y todo para alimentar otra farsa que deja al
descubierto su mentalidad burguesa, la de que está casada(6). Algo
similar ocurre durante el matrimonio de Anita, pues Emilia no se deja
besar no porque no le guste su compañero de baile, sino porque “no
le gustaba ese tipo de música” (48), refiriéndose despectivamente a
la cumbia, algo que por supuesto no quiere mezclar con sus gustos
de alta cultura.
Pero será en otra escena donde se explicite la naturaleza lúdica de la
ficción y cómo ella desborda sus propios límites para alcanzar la vida
de los personajes. Cuando se llega a la lectura de Madame Bovary el narrador realiza una hermosa descripción de cómo los jóvenes de
Zambra sacan a Emma de su mundo ficticio y la transportan a Santiago
de Chile de finales del siglo XX, en una versión incluso mejorada a la
hora de “follar”. Ahora sus amigos se clasifican según se parezcan a
Emma o a Charles y ellos mismos aspiran a quedarse en el plano de
la fantasía cuando no quieren parecerse al pueril doctor. El cuarto en
que se resguardan por las noches se convierte entonces en el carruaje
blindado de Emma que recorre una ciudad “hermosa e irreal” (36),
el lugar de la literatura, donde ambos se encierran y ocultan de la
mirada de los demás, del pueblo. Pero la lectura de Madame Bovary se
abandona cincuenta páginas antes de que termine la historia, porque,
claro, llegar al final implica el cruel choque con la realidad y el atroz
suicidio de la heroína; por supuesto, no les irá mejor con Chéjov, en
quien buscan refugio posteriormente.
La imposibilidad de las certezas y la confusión entre realidad y ficción
se explora recurrentemente en la escritura cuando el narrador
incluye palabras como “quizás”, “al parecer” o “quedemos en que
pasó esto y no lo otro”, afirmaciones con las que incluso se pone en
duda su propio conocimiento de los hechos, mientras que la parodia
y la autoparodia alcanzan su punto máximo dentro de la novela justo
cuando los jóvenes efectivamente leen En busca del tiempo perdido,
impostando con voz afectada una no sentida emotividad en cualquiera
de los pasajes “que parecían especialmente memorables”, y resalto el ‘parecían’, porque como ellos se sienten intelectualmente superiores
los pasajes memorables se los saltan: “el mundo se emocionó con
esto, yo me emocionaré con esto otro” (37). El narrador extrae la
frase en que la lectura de ambos jóvenes se detuvo, exactamente
en la página 372 de Por el camino de Swan, e inmediatamente se
encarga de desbaratar todo intento interpretativo por parte del lector,
recordándole que “[e]s posible pero quizás sería abusivo relacionar
este fragmento con la historia de Julio y Emilia. Sería abusivo, pues la
novela de Proust está plagada de fragmentos como ese” (39). Quien
narra se burla del lector, pero también del crítico –y recordemos que
Zambra lo es– que cual detective busca descifrar todas las pistas
posibles para darle un sentido a la obra, y porque Bonsái en cierto
modo también está repleto de ese tipo de fragmentos, de aquellos
que parecen ser “verdades absolutas”. Finalmente el texto recuerda su
carácter de artificio premeditado en donde es el narrador quien de la
misma forma que hace aparecer y desaparecer arbitrariamente a los
personajes según sirvan a los protagonistas, puede incluir o no a su
antojo los datos que desee, y la tomadura de pelo es mayor cuando un
poco más adelante plantea que Julio y Emilia quedaron “en la página
373, y el libro permaneció desde entonces abierto” (41).
Pero el libro que no termina de leerse también nos plantea un enigma,
pese a que el narrador pueda burlarse de este gesto interpretativo.
La obra abierta implica la polisemia de la interpretación así como las
posibilidades de su escritura, pero por otro lado la idea de que los
personajes no terminaron de leer la vida de Swan, quien se queda en
su juventud fijado temporalmente como el personaje de Kawabata que
aparece en el epígrafe y como los protagonistas zambrianos que no
terminan de crecer y se estancan en una juventud que se vive más
como una estética que como una edad, recordándonos el mito de los
jóvenes poetas malditos tematizado por Rimbaud y los simbolistas.
La artificialidad de la obra literaria es la constante que aparece durante
toda la novela, aquella que en palabras del mismo autor “podría leerse
como el resumen de una novela, así como el bonsái es el resumen
de un árbol” (Matus web), en donde el narrador como una suerte de
jardinero poda todo lo que esté de más en la edificación del texto. El
develamiento del proceso constructivo se muestra como la puesta en
escena de una mentira que debe completarse hasta llegar a convertirse
en Bonsái, la novela que Julio escribe y que adelanta su propio
destino para exponer una vez más cómo el personaje vive literalmente
lo que lee, en un juego tautológico en que él se vuelve narrador y
creador de sí mismo con una conciencia narrativa plagada de guiños
humorísticos, la ironía es evidente cuando el narrador refiriéndose al
protagonista señala que “[a]lguien debería subirle el volumen” (64) o
que Julio ríe porque “le hace gracia estar ahí, trabajando de personaje
secundario” (66).
Solo, viviendo con los remanentes de una tarjeta de crédito de su
padre, realizando clases de latín a la hija de un intelectual de derecha
y viviendo en el subterráneo de un edificio en Plaza Italia –lugar que
polariza la ciudad en clases sociales, pero que también forma parte
del imaginario bohemio-intelectual–, este ex estudiante de Literatura
de la Universidad de Chile parece ser un completo fracasado, ya que
la lectura solo lo ha llevado a replegarse en sí mismo, al interior de
una trinchera subterránea desde donde observa los pies de los transeúntes,
los zapatos que conectan a cada cual con la superficie de
cemento, lo concreto de lo cual Julio intenta huir. La caricatura del
protagonista acentúa la veta cómica del texto en su relación afectiva
con María, su vecina de cuarenta o cuarenta y cinco años, que vive
sola y lee a Sarduy(7), y quien por estos motivos al parecer, según él,
es lesbiana. No obstante, la fantasía de Julio, quien está a punto de
imaginarse a sí mismo como mujer para “chupar no lo que chuparía
un hombre sino lo que chuparía [la] mujer que él cree que ella imagina”,
se desmorona cuando María lo saca de sus ensoñaciones para
devolverlo a la realidad con crudo e impositivo: “Métemelo de una
vez” (72).
Junto con el comienzo de esta relación afectiva, en la que María es
una versión más de Emilia –a quien también se le achacaban algunas
aventuras lésbicas–, se inicia la escritura de Bonsái, ya sea como una
forma de salir de la soledad y el anonimato en que vive Julio dentro
del corazón mismo de la capital, o como una forma de darse un protagonismo
que se le escapa de las manos y que debe ir completando frente a los ojos de María hasta convertirse en novela. Julio le relata a
esta profesora de inglés el texto que debe transcribir para Gazmuri y
cuyo título ‘ambos’ deben discutir, se trata de la historia de un hombre
que por radio se entera de la muerte de una polola de juventud a la
que nunca pudo olvidar y con la cual cuidaban una plantita de amor,
un bonsái. Pese a que finalmente Julio no es contratado para el trabajo,
este continúa con la ficción sin decirle nada a María y comienza
a escribir el texto de Gazmuri, a la manera de Gazmuri, fingiendo su
caligrafía e incluso para acentuar el dramatismo borroneando párrafos
y derramando café sobre las hojas del cuaderno Colón, la misma marca
de los borradores del verdadero novelista, pero ahora en el Santiago
del siglo XX. Ya no son las lágrimas del personaje flaubertiano que
finge su amor las que caen sobre la escritura, sino las manchas del
trabajo intelectual que denuncian el engaño. El personaje se inventa
una vida de escritor como medio para entrar a la tradición que él
mismo cita y la mentira de su escritura se le va haciendo realidad
en “una novela que ya no sabe si es ajena o propia, pero que se ha
propuesto terminar, terminar de imaginar al menos”. No obstante, el
simulacro nuevamente sale a la luz pues si bien su novela se titula
Bonsái, al terminar el manuscrito que obviamente destinará a una de
sus musas, porque es “el regalo de despedida o el único regalo posible
para María” (76), el narrador continuará acentuando la invención, al
enviarlo a Madrid, donde se ha ido su vecina, con el título de la novela
de Gazmuri, Sobras, y no con el propio, como si su escritura fuera
eso, aquello que sobró de la versión original.
“Un enfermo de gravedad/ se masturba para dar señales de vida” (78)
son los versos de Enrique Lihn citados por un crítico literario dentro
de la novela para sintetizar el conflicto de Sobras, pero que también
se aplican a Bonsái. Finalmente Julio terminará reproduciendo a su
personaje y se dedicará casi por completo a esperar el crecimiento de
este árbol en miniatura, cuyo cuidado asocia literalmente al proceso
de escribir, ya que la elección de la forma, de la maceta en el caso
del bonsái, es “casi una forma de arte por sí misma” (86). Arte por
el arte, Julio intenta hallar trascendencia en esta información de la
misma manera que el lector lo intentaba hacer con la cita a Proust, a
pesar de la ya planteada idea de lo forzada, falsa y ridícula que puede
resultar esa búsqueda. Y en este sentido el narrador continúa riéndose
de sí mismo y señalándonos la enfermedad del protagonista; ahora
Julio participará en la ficción persiguiendo el placer desde otro lugar,
intentando crear vida a partir de alambres que moldeen la forma
del bonsái. “El dolor se talla y se detalla” es uno de los epígrafes de
Gonzalo Millán que abre la lectura y que muestra la poética del narrador,
para quien la vida solo tiene sentido si alguien la “destruye”
(30), vale decir, si se experimenta el dolor en carne propia, el placer
asociado al sufrimiento. Ahora bien, ese dolor se talla, se crea a partir
de las heridas infligidas a través de la apropiación de las lecturas
literarias que protagonizan los personajes de la novela de Zambra.
La planta de Macedonio fue una planta “para el dolor” (Fernández
46), de la misma manera que la planta de Julio recibe los cortes del
metal que la rodea para darle su forma perfecta y del mismo modo
en que para él con Emilia “toda diversión y todo sufrimiento previos
[…] pasaron a ser simples remedos de la diversión y del sufrimiento
verdaderos” (22).
Con una escritura que reconoce de entrada las deudas con la cultura
oriental, el título, el trazado de los personajes, el epígrafe de Kawabata
y los reiterados espacios vacíos muestran cómo desde lo local el narrador
se va apropiando de algunos lugares de la escritura japonesa
para acomodarlos a su propia escritura, y así ocurre igualmente con
una serie de autores nombrados o parodiados a modo implícito. Si
el texto es un mosaico de citas, una transformación y absorción de
otros textos como lo plantea Julia Kristeva, entonces se entiende por
qué el autor optó por la estrategia metaficcional a la hora de construir
Bonsái. La parodia, también como una de las características de la
novela posmoderna, se entronca con la metaficción en cuanto ambas
muestran críticamente los procesos que toman parte en la producción
de un texto literario (Orejas), y acá se alude de modo consciente a
los textos literarios leídos y asimilados por la pareja protagonista,
evidenciándose la intertextualidad.
Parodia de su misma escritura, Bonsái lo es también de una serie de
géneros como el folletín o el policial, lo mismo que de los estereotipos
y tópicos literarios que tanto estudiantes como profesores están citando
continuamente dentro y fuera de las salas de clases. Intelectuales
esnob, nadie que se relacione con las letras se salva de la caricatura
que realiza el narrador, desde el vetusto novelista que escribe a mano
sus historias y se ‘salva raspado de la muerte’, hasta el histriónico
crítico y profesor que no confiesa las deudas de sus ideas y cita con
descarada familiaridad a fallecidos poetas, pasando también por la
editora que solo está pendiente de la reacción del público, e incluso
por los amigos más cercanos, una burguesa que solo de dedica a la
reproducción y un estudiante de Derecho de la Universidad Católica
que además de grosero es vulgar y antipático, o el ex pololo que
genera desconfianza en Emilia porque es demasiado blanco.
Jóvenes que se pasean por los pasillos de la literatura buscando experiencias
negadas o anuladas en la vida real hacen de Bonsái una
novela muy literaria que paradójicamente termina como una novela
antiliteratura, como una “historia liviana que se pone pesada” (25) cuya
originalidad reside más que en el tema en el modo de contar los hechos
y de apropiarse de la tradición. Metaficción y parodia que evidencian el
fracaso de la literatura cuando esta es leída miméticamente, y cuando
se cree que da ciertos privilegios que hacen superior al intelectual. Es
cierto, no se puede negar que gracias a la ficción Julio y Emilia son
artífices de su propio destino, que en su fantasía logran transformarse
en los personajes que desean, pero no nos olvidemos que tal como
la novela lo plantea ‘esta es una historia de ilusiones’ que afirma y
se desmiente a sí misma, y mientras ella termina interrumpiendo el
tránsito del metro madrileño, él termina gastándose los treinta mil
pesos de su salario, sin articular ni escuchar palabra, completamente
bloqueado por el tránsito hacia la realidad, con la única certeza que
tenemos, que al final ella muere y él se queda solo.
* * *
NOTAS
(1) Este trabajo es parte del Proyecto Fondecyt 105005 “Memorias del 2000: narrativa
chilena y globalización” a cargo de la profesora Rubí Carreño.
(2) Una definición de novela posmoderna basada en los planteamientos de ambos autores
puede encontrarse en la tesis de Pura Ortiz Parodia de género y sátira política en la
novela "Tengo miedo torero" de Pedro Lemebel, en la cual la autora profundiza además
en la noción de parodia propuesta por Linda Hutcheon, la cual será fundamental para
entender el porqué del uso de la metaficción en Bonsái.
(3) El tema de ‘la pieza de atrás’ en la literatura chilena ha sido tratado por Rubí Carreño
en su texto “Eltit y su red local/global de citas: rescates del fundo y del supermercado”
en el libro de Bernardita Llanos Letras y proclamas: la estética literaria de Diamela
Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio/ Denison University, 2006.
(4) Porque además del poder masculino que se ejerce sobre el cuerpo de la doméstica,
allí también emergen saberes y poderes que vienen desde lo subterráneo y lo marginal,
lo que está excluido de los discursos oficiales.
(5) Rodrigo Cánovas ha sido quien ha trabajado el espacio del burdel en la literatura
en Sexualidad y cultura en la novela hispanoamericana: la alegoría del prostíbulo.
Santiago de Chile: Lom, 2003.
(6) Esta farsa involucra también otro conflicto que no será tratado aquí, pero que vale
la pena mencionar, a saber, cómo se inserta el intelectual en el campo laboral y cuáles
son los costos y las garantías de aquello.
(7) Nótese cómo el narrador va dando una serie de pistas que ponen en el tapete el tema
de la ficción como fingimiento. La lectura de Sarduy no parece ser casual, en tanto
sirve para caricaturizar al protagonista, pero también para hacer dialogar Bonsái con
las ideas del escritor cubano, en cuya obra los temas de la simulación, el travestismo
y la máscara son transversales.
BIBLIOGRAFÍA
- Fernández, Macedonio. “Tantalia”. Textos selectos Macedonio Fernández.
Selección Adolfo de Objeta. Buenos Aires: Corregidos, 1999.
- Lange, Francisca. “Algunas circunstancias y comentarios sobre Gerardo
de Pompier”. Revista Grifo (Universidad Diego Portales, Santiago
de Chile) 3 (dic. 2003).
- Matus, Álvaro. “Arte en miniatura”. Revista de Libros, El Mercurio (Santiago de Chile) (20 ene. 2006). <http://www.letras.
s5.com>
- Orejas, Francisco. La metaficción en la novela española contemporánea.
Madrid: Arco/libros, 2003.
- Ortiz Borda, Pura. “La parodia como recurso predilecto de la novela
posmoderna”. Parodia de género y sátira política en la novela.
- Tengo miedo torero. Tesis PUC. Santiago de Chile, 2003.
- Vargas Llosa, Mario. “La verdad de las mentiras”. La verdad de las
mentiras. Seix Barral: Barcelona, 1990.
- Zambra, Alejandro. Bonsái. Barcelona: Anagrama, 2006.