Contra los poetas
Por Alejandro Zambra
Publicado en Etiqueta Negra, número 65.
A los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han publicado poemas en revistas y antologías, han participado en talleres, han escrito artículos para anuarios escolares y quizá han concedido una o dos precoces entrevistas. Ya tienen listos sus primeros libros, que están a punto de aparecer en editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por ahora eso no importa. Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los gerundios, de los signos de exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente Huidobro, a Delmira Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los unos a los otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas.
A los veinticinco años ya han renegado de esos primeros poemas, que consideran lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la madurez como poetas, que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. El segundo libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero indudablemente es mejor que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz propia y mientras tanto planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero nadie quiere escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en crítico literario.
A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido excluidos de otras tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por momentos escriben solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas exclusiones. Han publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado dos editoriales y cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se afirma que han participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y que sus libros han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les han traducido solamente un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya es mérito suficiente.
Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando los presentan como poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que aconsejan a sus alumnos que eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que declaren la guerra a los puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les inculcan la suprema libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante larga de palabras: vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo, ocaso, alma, espíritu, corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y de logopoeia, pero se enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas de dieciséis años y las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto una foto de Alejandra Pizarnik.
A los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como poetas jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez irreversible. Los poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener cuarenta años. De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto inofensivos. Es más fácil incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los recitales y aplaudirlos sin énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras, verdaderos fracasados.
Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando, señales equívocas. A los cincuenta, a los sesenta, a los setenta años los poetas ganarán dos o tres premios menores; tímidos estudiantes de pregrado y quizás alguna bella doctora norteamericana analizarán sus libros, que tal vez serán traducidos al francés, al alemán, al griego o al menos al argentino. Por lo demás, siempre habrá alguna editorial emergente interesada en rescatarlos del olvido.
Da lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de un premio, de una pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur, lo que sea. Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo les pregunta para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista. Ellos suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía salvará al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón.