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Formas de volver a casa, la novela familiar de Alejandro Zambra
Anagrama, Barcelona, 2011

Por Macarena García
Istmo. revista de literatura & psicoanálisis /2011 / narrativa chilena




 

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En la portada hay una fotografía de un niño que viaja sentado en una micro, balón en mano, debe tener alrededor de diez años. Aunque parece dormido, sus ojos semiabiertos miran directo a la cámara, como si se supiese observado y poco le importara. En su mirada hay una cierta inocencia pero se cuela también algo de misterio, el misterio de si va solo y quién sabe donde va, la inocencia del que es llevado a un lugar que desconoce tomado de la mano de alguien en quien confía.

La imagen resulta elocuente. En ésta, su última novela, Alejandro Zambra realiza un trayecto autobiográfico por su infancia, con los ojos del presente, o lo que puede ser también un relato biográfico del presente a la luz de su niñez, de sus historias de juventud. Ocupando distintas posiciones, distancias que varían frente a lo que narra, la historia de Formas de volver a casa es la de un escritor que cuenta su infancia en los ochenta, en plena dictadura, el tiempo en que "crecimos a la rápida"; su juventud en los noventa, "la década de las preguntas", y lo que vino después: el amor y la literatura, el retorno de los primeros años y la adultez de la vida cotidiana, el trabajo, la amistad y las pasiones. El personaje observa su propia historia pero al detenerse ve reflejada en ella a toda una generación —la conocida hache mayúscula—, hijos la mayoría del silencio impuesto en el país, de un cierto extravío; hijos todos de padre y madre, familias bien o mal constituidas que trazaron el mapa, una especie de cartografía que nos precede, esa historia que es también la nuestra aunque su autoría al cabo no nos pertenece. Así como tampoco el papel principal. En la novela se cuenta el chiste de un niño que le dice a su papá que cuando grande va a ser un personaje secundario ¿por qué? porque la novela es tuya, le contesta.

Escribir acá es parecido a encender una linterna y observar, ¡luminar solamente algunos rincones, dice un pasaje, sin hablar de inocencia ni de culpas ni de perdón. Pero se me ocurre que puede ser también algo así como observarse ante el espejo vestido con la ropa de los padres, atreverse a descubrir ahí lo que del propio rostro en verdad es ajeno. Bajo la forma de un diario, se ensayan unos versos que dicen: "La cálida esperanza de volver / Sin pasos sin camino de memoria / La larga convicción de que esperamos / Que nadie reconozca nuestra cara / La cara que perdimos hace tiempo", que me hicieron recordar a Le Clezio, en El Africano, cuando habla de la extrañeza que siempre le causó su cara porque debió aceptarla nada más al momento de nacer, sin que nadie le preguntara si la quería o no, y porque es a la vez la cara de otro, de un extraño decía él, su padre. En Formas de volver a casa el rostro de los padres es difuso —"nuestros padres nunca tienen cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien"— quizá porque representa el punto ciego del rostro que se quisiera ahora, eso que no se alcanza a ver y que por lo mismo cuesta revelar.

Pero si hay algo que no busca el autor esta vez es esconder la cara, y ahí de hecho parece estar la apuesta. "Leer es cubrirse la cara", anota Zambra, "escribir es mostrarla". La decisión de no protegerse es explícita, así como también la de no proteger la historia de sus vacíos y contradicciones, los hoyos negros de lo que aún permanece demasiado cerca. En la novela, el recurso a la ficción no intenta extender un velo de coherencia sobre los recuerdos. A lo más dispone de un escenario en el que los personajes en juego inician su "baile de máscaras", conminados, se dice, tan solo a "comparecer". Tampoco cede lugar a ilusión alguna de reparar la imagen heroica de los padres perdidos de la edad dichosa, como lo hubiese querido Freud: acá los padres abandonan a los hijos y los hijos abandonan a los padres, irremisiblemente —"los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van". Y todo es injusto, además, "sobre todo el rumor de las frases, porque el lenguaje nos gusta y nos confunde": la escritura es injusta, traidora, porque no se recuerda en palabras sino en imágenes, en ruidos que son traducidos "a una prosa pasable", y en este caso mucho más que pasable.

En una novela suya muy temprana y muy próxima a ésta, Paul Auster decía que la memoria es el espacio en que una cosa ocurre por segunda vez. La ¡dea es bella, aunque también extraña: la memoria como algo que transcurre entre un original y la copia; quizá el trayecto, el retorno de un lugar a otro; quizá la misma micro en la que viaja el niño que aparece en portada. Como sea, en Formas de volver a casa hay un acontecimiento que se repite, traumático, y que marca lo que pueden ser los límites de ese espacio para la memoria: es el terremoto, el del ochenta y cinco y luego el del dos mil diez, con el miedo consiguiente, y la destrucción, pero es también el retorno de la derecha al gobierno, de la rabia y la vergüenza. En la imagen final, un hombre en vela tras el terremoto mira por la ventana los autos que pasan; como quien practica un antiguo ritual, uno tras otro los cuenta y atento a los que se repiten piensa en los niños que viajan dentro.


 

 

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Formas de volver a casa, la novela familiar de Alejandro Zambra.
Anagrama, Barcelona, 2011.
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