La literatura sospechosa
Por Alejandro Zambra
La Tercera. 17 de Mayo de 2009
"Nunca he considerado el cine chileno como parte del cine", dijo el crítico Héctor Soto en una entrevista reciente, y la frase bien podría trasladarse a la literatura. Hay una generosa dosis de malicia en esa frase, que sin embargo también alude a un conflicto permanente e inevitable con lo nacional, pues es un hecho que las películas o los libros chilenos nos importan más, nos gustan o disgustan mucho más; lo que nos molesta de una novela chilena tal vez no nos molestaría en una novela extranjera, del mismo modo que disfrutamos con mayor intensidad lo que para los lectores foráneos pasa colado.
Nos molesta e incluso nos indigna, por ejemplo, que en un libro Jaime Collyer escriba "ayuntamiento" y no municipalidad, o que prefiera hablar de "mando a distancia" en vez de control remoto, pero quizás esos no son defectos graves y la gravedad la ponemos nosotros, los lectores chilenos, sensibles en extremo a las vacilaciones. Quizás vemos bajo el agua o, como se dice, el vaso medio vacío, pero es difícil remediar esos prejuicios, que por lo demás varían mucho de lector en lector.
Más complejo es lo que sucede con la intención representativa de una obra. A comienzos de los 90, los libros de Alberto Fuguet eran promocionados como representativos de la juventud chilena y esa sola afirmación gatillaba reacciones airadas. Para mí sus libros mostraban un mundo reconocible, pero ajeno y caricaturesco, un mundo que sin duda no era el propio y que no me interesaba explorar. Pero más allá de los libros, lo que molestaba era ese discurso medio demagógico sobre la juventud y sobre Chile.
Es curioso, en este sentido, lo que ha sucedido con la película Vicky Cristina Barcelona: los catalanes quedaron muy ofendidos porque Woody Allen no representaba a Barcelona sino a España, o más bien una maqueta a la medida de la imaginación gringa. Pero desde hace décadas Woody Allen viene haciendo lo mismo: ahora sabemos por qué a los neoyorquinos no les gustan las películas de Allen sobre Nueva York, dijo un crítico español, con acierto. Y quizás Woody Allen nos parece un genio sólo porque no nacimos en Nueva York, aunque el ejemplo no es bueno, pues él mismo ha insistido en el aspecto parcial de su cinematografía: no quiere representar a nadie, no pretende mucho más que comunicar algunas pocas obsesiones.
En literatura es frecuente el gesto que acuñó Neruda en un verso tan famoso y manido que a nadie le extrañaría verlo actualizado en alguna campaña política: "Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta". Cada vez que se dice de una obra que es representativa, sobreviene una sospecha legítima, porque es muy difícil que aceptemos esa representación, quizás debido a que, en el fondo, no queremos ser representados. Lo que sucede al leer una gran novela es que encontramos una voz que no quiere incluirnos, pero nos incluye; descubrimos a un escritor que representa una circunstancia propia, sin aspavientos generacionales, y justamente por eso nos incluye; porque prefiere escribir bien, sumergirse en la novela sin demorarse en gestos para la galería. Y tal vez esos gestos están, pero los pasamos de largo con alegre ignorancia.
Me gusta la broma de Héctor Soto, una broma muy seria: el cine chileno no es, no puede ser parte del cine, al menos no para los chilenos, pues a esas películas no les pedimos solamente que sean buenas. Y la literatura chilena no es parte de la literatura, pues en ella buscamos algo más, mucho más que literatura; buscamos imágenes válidas sobre Chile, buscamos un lenguaje que sintamos próximo; buscamos el libro que escribiríamos nosotros, el libro que no sabemos, que no podemos escribir. Pedimos, en suma, demasiado, pero tampoco hay motivos reales para conformarse con menos.