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Un lector borrado

Por Alejandro Zambra
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 15 de Abril de 2007

"Incongruencia, voluntad de oscurecerlo todo"; eso escribió alguien en mi ejemplar de Toda la luz del mediodía, una bella novela de Mauricio Wacquez que, como se ve, no le pareció tan buena al anterior dueño del libro. Con impaciente caligrafía, un lector anónimo matizó su aburrimiento anotando en los márgenes adjetivos que desde luego no comparto, sobre todo porque muchas veces coinciden con los —para mí— mejores pasajes de la novela: "rebuscado", "siútico", "pedante", "cursi".

Hace diez años, cuando Wacquez aún estaba vivo, encontré en unos saldos Toda la luz del mediodía, su primera novela, publicada en 1964. Después de leerla y releerla, se la presté a mi amiga Natalia, y le gustó tanto que nunca me la devolvió, a pesar de que una vez intenté una especie de redada: conversamos largo rato, en su casa, revisando sus libros —estoy segura de que lo tengo, no lo perdí, me decía Natalia, mientras bajábamos un litro de café, y hablábamos, tal vez, de la reciente muerte de Wacquez, que para entonces ya era su escritor favorito.

Días atrás, en una librería de Manuel Montt, volví a dar con la novela, ya no tan barata pero en mejor estado que el ejemplar cautivo. Debería haber borrado, sin más, esas anotaciones en grafito, pero no lo hice, por el contrario, releí Toda la luz del mediodía acompañado por el lector anónimo. Es extraño leer así, tropezándose con opiniones injustas, que lo mismo quedan en la memoria, como lo prueba, de hecho, esta crónica, que iba a ser sobre Wacquez y no sobre el zumbido que no deja leer a Wacquez.

Me he pasado la tarde imaginando a ese ruidoso lector, decidiendo sus rasgos, sus intereses. No sé por qué pienso que era hombre. Tal vez por su letra algo tosca, que mezcla imprentas y cursivas sin mayor criterio. A pesar de lo mala que le parecía la novela, la leyó de punta a cabo: acaso le agradaba la posibilidad de seguir pasando infracciones, o tal vez, lo más probable, leía obligado por un examen. "Nada hay más largo y tedioso que leer la novela de un estudiante de filosofía", anota en la página 48, sin que venga muy a cuento. Tal vez era un estudiante de literatura que detestaba a los estudiantes de filosofía. O, mejor, un escritor que había perdido el concurso de novela que Wacquez ganó con Toda la luz del mediodía.

"Escenas truncas, que sólo insinúan una comunicación", apunta el anónimo más adelante, y por una vez tiene razón: es ése el estilo; la novela está hecha de retazos, de silencios. El grafito medio desleído de los comentarios lleva a pensar que fueron escritos hace décadas, cuando esta historia era aún más incorrecta que ahora; el anónimo, sin embargo, no parece escandalizado ante el voraz triángulo que protagonizan Max, Paulina y Marcelo: Paulina ama a Max, pero Max ama a Marcelo, el hijo de Paulina, de 18 años; Marcelo, a su manera, le corresponde: ama a Max o, más bien, ama a su madre a través de Max. Toda la luz del mediodía es, como ha dicho Fernando Blanco, una de las novelas más transgresoras de la literatura chilena. Y una de las mejores, quizás.

La primera vez que leí esta historia me impresionó la precisión del narrador, su libertad extrema, su lenguaje limpio y afilado. ¿Voluntad de oscurecerlo todo? No: voluntad de iluminar —con luces de sol o de artificio— las zonas oscuras. Sin miedo (y sin miedo al miedo, diría Wacquez) el relato enfrenta los recuerdos amargos: "A medida que avanzo en el pasado, voy pesando cada gramo de realidad. Mido exactamente la intensidad de cada sonrisa. ¿Hasta cuándo? ¿Cuál es la medida que puede aplicarse al horror?". Tras un raro idilio en una casa de Quintero, Marcelo comienza a alejarse de Max, que ahora busca a Paulina y le propone un peregrino matrimonio que ella —absurdamente— acepta: "Vivo la felicidad de Paulina tan intensamente, que algunas veces me imagino que es mi propia felicidad", escribe Max, medio escondido, a la espera de un futuro muy próximo. Ahora sí tiene miedo y escribir, registrar ese miedo, es más un destino que un consuelo: "Pronto se hará de noche y terminaré este relato. ¿Me quedaré aquí para siempre, clarificando el pasado como en un juego?". Escribir, para Wacquez, es avanzar hacia el fondo del mar.

"El sexo se quema en el dolor como el azúcar en la insulina. Un proceso físico, una puñalada convertida en beso", escribe Wacquez, y milagrosamente el lector anónimo pasa, calla. He dicho que su letra es tosca, que mezcla imprentas y cursivas imprevistamente. Pero acabo de mirar el libro y la verdad es que esa letra se parece mucho a la mía. Mucho. Copio en un papel la frase: "Incongruencia, voluntad de oscurecerlo todo"; la copia es casi idéntica, podría imitar esa letra a la perfección. Sé que no fui yo, que es imposible, pero la semejanza me deja helado. Llamo, entonces, a mi amiga Natalia, disimulando mal la inquietud. Me dice que sí, que tiene el libro a mano, que siempre lo tuvo, que no recuerda esa tarde de la redada. ¿Puedes ir a buscarlo? Sí, espera, me dice, divertida con mi urgencia. En diez segundos está de vuelta y me lee el comienzo: "De nuevo te veo beber en un vaso que aprieta tu mano celosamente; veo tu actitud siempre reclinada y estoy tranquilo porque sé que durará toda la tarde. Luego tendré que acompañarte para que tomes el autobús que te llevará a tu casa. Y esto no lo quiero; quiero guardarte conmigo".

El libro está intacto, ni tú ni yo lo subrayamos, dice Natalia, y yo respiro un largo alivio inexplicable. ¿Me lo regalas? Es todo tuyo, le digo, ahora puedes subrayarlo. Después de las risas consigo una goma y borro al intruso. La historia termina con la escena de un lector que borra, en el libro, las pegadizas huellas de otro lector. Es, creo, un final feliz.

 

 

 

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