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El tiempo de Natalia Ginzburg

Por Alejandro Zambra
La Tercera Cultura, sábado 8 de noviembre de 2008


Natalia Ginzburg nació en Palermo hace 92 años y murió en Turín hace 17, por lo que se hace difícil dar con efemérides para hablar de ella. Digamos, como excusa, que se cumplen 45 años de la publicación de Léxico familiar, un libro que comencé a leer hace exactamente 45 días, y que estos 45 días se los debo a Léxico familiar y a los ensayos de Las pequeñas virtudes y a la impecable biografía de Antón Chéjov que ella escribió. Pronto leeré Querido Miguel y los demás libros que he conseguido, de manera que este será el tiempo de Natalia Ginzburg. Me gusta pensar que en el futuro, cuando alguien me pregunte qué ha sido de mi vida durante estos meses, responderé simplemente, con alegría, que he estado leyendo a Natalia Ginzburg.

"Sólo he escrito lo que recordaba", advierte la autora a manera de disculpa por las posibles lagunas de Léxico familiar, su obra más conocida, que puede leerse como un libro de memorias o como una novela escrita por alguien que ha preferido no alterar los nombres ni los hechos: "Siempre que, debido a mi costumbre de novelista, inventaba algo, me sentía obligada a destruirlo", dice, pero también manifiesta el deseo de que su libro sea recibido como una novela, "sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer".

Léxico familiar es la historia de una familia judía y antifascista que vive el horror y sólo en parte lo sobrevive. Pero Natalia Ginzburg no enfatiza el gran relato, el testimonio de una época: escribe con precisión y fluidez, con genuino amor a las personas y a las palabras. Por eso consigue retratar su tiempo: porque nos acerca las frases gruñonas de su padre, las ocurrencias de su madre, el lenguaje perdido de su comunidad. No idealiza, al contrario, desdramatiza: respeta los quiebres, las fisuras, busca los matices en la memoria y no en la literatura, pero a la vez entiende la literatura como única forma de expresión.

El descubrimiento de un gran escritor de alguna manera modifica todo lo que sabíamos o creíamos saber: esos libros estaban a la espera desde siempre, y es poco o nada lo que podemos decir sobre ellos, incluso deseamos haberlos leído antes, como si no bastara el momento presente. El deseo de compartir las lecturas rivaliza, como dice el poeta WH Auden, con el impulso de esconderlas: "De vez en cuando siento que un libro ha sido escrito especialmente para mí y sólo para mí. Como un amante celoso, quiero evitar que el mundo conozca su existencia. Sin duda, el sueño de todo autor es tener un millón de lectores así, que lo lean con pasión y desconozcan la existencia del resto de los enamorados".

El sueño de Natalia Ginzburg cuando niña era ganar el premio Fracchia, pues había oído que era un premio para escritores. Pero no encontró su estilo en la virtuosa imitación de los poemas de moda, sino, como relata en uno de los mejores ensayos de Las pequeñas virtudes, en la sobremesa familiar: sus frases debían ser siempre certeras y breves, porque sus hermanos mayores perdían pronto la paciencia y la mandaban callar. Natalia Ginzburg escribió para participar en esos diálogos, no para cerrarlos. Leer sus libros es recordar los libros propios que no hemos escrito pero que quisiéramos escribir para devolverle la mano.

 

 

 

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Por Alejandro Zambra.
La Tercera Cultura, sábado 8 de noviembre de 2008.