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        La noche de Lumpérica 
        Por Alejandro Zambra 
        La Tercera. 31 de Mayo de 2009
        
        
        "Escribí Lumpérica en un momento en que sentía simultáneamente gran aversión   y atracción por la literatura", ha dicho Diamela Eltit sobre su primera novela,   publicada en 1983 y reeditada hace unos meses. Algo parecido sucede en la   lectura, pues la novela deslumbra y rechaza al lector, o al menos eso sentí al   leerla por primera vez, hace 10 años, en unas fotocopias que venían ya   subrayadas por otros lectores.
        Era extraño leer así, en ese diálogo obligatorio. Todavía guardo el anillado   en que se ve el trazo grueso de alguien que subrayaba las frases que le gustaban   y el trazo fino, tal vez en grafito, de otro que marcaba los pasajes que no   entendía. Están también mis propias rayas, en horrendo destacador amarillo, que   solo a veces coinciden con las huellas de los demás o con las marcas que he   hecho ahora en la flamante edición de Seix Barral.
        Lumpérica no llegó a mis manos como un texto subversivo sino como una obra ya   bendecida por la academia. Me pareció, sin embargo, que la novela se escapaba de   las reducciones teóricas. Recuerdo haber pensado entonces, muy concretamente, en   el censor, en el oscuro funcionario encargado de aprobar la publicación del   manuscrito. Altivamente imaginaba a un tipo cabeceando ante frases que para mí   eran bellas y para él incomprensibles. ¿Qué frases subrayaba el censor? ¿Qué   novela leía? ¿Cómo era su cara?
        Ahora, en la relectura, he pensado más bien en la autora, en la mujer que   escribía sabiendo que el censor leería su obra. Se dice que al escribir   imaginamos a un lector ideal, a alguien capaz de comprender a cabalidad lo que   hacemos, pero entonces había que imaginar también a ese enemigo que pasaba las   páginas buscando alusiones prohibidas con un criterio tal vez rutinario o quizás   sofisticado.
        La evocación de una plaza vacía da lugar a un relato escurridizo y al mismo   tiempo certero, documental. La plaza es cualquier plaza del Santiago de mediados   de los 70. No hay una historia o un argumento preciso: Diamela Eltit indaga en   las posibilidades de la escena, describe y conjetura la experiencia de pernoctar   en un banco, de mirar los letreros con la avidez de los convalecientes, con   inocencia, con rabia, con extrañeza.
        "De pronto se encienden las luces, justo cuando la oscuridad es casi total",   dice la narradora, que antes ha preguntado, de diversas formas, para qué sirven   esas luces, qué mano enciende el alumbrado público. Los faroles funcionando   constituyen una especie de set, por eso la protagonista actúa o quiere actuar,   pero a la vez debe protegerse, pues el escenario debería estar vacío; las luces   existen para demostrar que nadie desafía el toque de queda, que nadie ocupa el   lugar abandonado por los vendedores, los mendigos, los niños y los amantes.
        La protagonista de Lumpérica lucha por recobrar los sentidos, por recuperar   el cuerpo, el pensamiento, el lenguaje propio. Se metamorfosea para encontrarse   y para esconderse. Por eso se rapa, se convierte en animal, se cambia el nombre,   balbucea un idioma extranjero. Por eso se entrega a la multitud o al menos   imagina esa entrega. El cuerpo despierta o intenta despertar de la anestesia,   reconocerse: "Yo misma tuve una herida, pero hoy tengo y arrastro mi propia   cicatriz. Ya no me acuerdo cuánto ni cómo me dolía, pero por la cicatriz sé que   me dolía".
        La novela todavía nos acepta y nos rechaza, nos remece; todavía conserva su   poderío y su belleza originales. Quienes nacimos durante los primeros años de la   dictadura vivimos solamente el día de la noche que narra Lumpérica. Creo que   pocos libros retratan con tanta fuerza a la generación de nuestros padres. Pocos   libros nos permiten, como Lumpérica, escarbar realmente en el sentido de la   herencia.