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Prólogo a "Década (1996 - 2006)". Poesía de María Inés Zaldivar

EL DESNUDO Y EL DISFRAZ

Por Alejandro Zambra


Poesía de cuerpo, de respiración, de marcas, de recuerdos verdaderos y también de recuerdos inventados, pues a veces María Inés Zaldívar se anticipa a los recuerdos, elige un indicio y lo proyecta; creo que la virtud central de esta poesía es la precisión, la fidelidad a la huella o, como tan bellamente decía Walter Benjamin, la invocación a una cierta “legalidad” del recuerdo. La legalidad del recuerdo, por cerca que pueda estar: la emoción presente como residuo y como pista.

Los tres libros aquí reunidos escenifican un mismo diálogo, pero el camino que va de Artes y oficios (1996), pasa por Ojos que no ven (2001) y arriba a Naranjas de medianoche (2006) no es lineal; la voz siempre obedece al deseo de decir, pero lo que quiere decir se dispara en direcciones diversas. Hay intimismo pero no solipsismo; el retiro nunca es una fuga sino más bien un enfrentamiento radical ante el espejo. Y cuando María Inés Zaldívar mira el espejo se mira mirar, y mira también con atención -con decisión, con fe y con sospecha- los márgenes, las minuciosas escenas secundarias que suceden en los márgenes.

Por momentos la precisión es imposible. Para que llegue la poesía a veces hay que rodearla o ignorarla; hay que fingir que no se la busca para que llegue. De ahí la ironía juguetona, a un tiempo cercana al sarcasmo y al lirismo, que domina en Artes y oficios; de ahí la risa verdadera o mejor dicho la complicidad que provoca esta poesía tan difícil de describir. Hay estructuras predilectas, hay palabras favoritas, desde luego, pero las recurrencias no construyen una retórica, por el contrario, la autora es capaz de convocar a Lope de Vega y a Enrique Iglesias sin ruborizarse, con la soltura propia de quien ve más lejos. Le interesa la suavidad del rostro, pero sabe que la piel de la máscara también es suave (“como de tratamiento antiarrugas exitoso”, dice por ahí). Su tono es propio, impredecible.

Ya es un lugar común puntualizar las diferencias entre una poesía feminista y una poesía “femenina”, a pesar de lo absurdo que parece - sobre todo si pensamos en la posible existencia de una poesía “masculina” o “masculinista”, que sería distinta de una poesía “machista”- limitar los efectos de un texto a propósitos estables o a un repertorio dado de temas (o de reclamos). María Inés Zaldívar se resiste a esas clasificaciones. Su poesía no es, por cierto, feminista: no alega en nombre de un grupo y cuando lo hace no se trata de un grupo exclusivo ni -necesariamente- excluido. No habla, como hacía Neruda, “por vuestra boca muerta”; habla a título propio, asumiendo los riesgos y las responsabilidades, y sobre todo jugando mucho, revisitando sin pausa una serie larga de disfraces contingentes, divertida y comprometida en “la alternancia de desnudo y disfraz”, como decía Jaime Gil de Biedma.

La intensidad erótica de esta obra no admite equívocos, pues más que pasiones vagas o meramente místicas, en estas páginas hay sexo, mucho sexo. Creo que ese es un tema distintivo de esta poesía libre y liberadora. Los mejores poemas de este libro -y en este libro hay muy buenos poemas- capturan sin remilgos escenas de cama en que la mujer es poseída y poseedora, víctima y victimaria: amante y amada, en
definitiva. Los amantes son cómplices, son amigos y enemigos a la vez, cada uno un fetiche del otro.

Evocaciones de antiguos juegos, elogios y elegías, urgentes -y elegantes- recursos de amparo, descripciones compasivas y exactas de lugares y de personas, lúcidas profanaciones e inesperadas mistificaciones; la poesía de María Inés Zaldívar constituye un lugar mestizo para desplegar una mirada propia, intransferible como las huellas o como el propio silencio violado por la palabra. Las flores ausentes de pronto aparecen y aquí hay una voz que las observa con detención en el instante inmediatamente anterior al último pisoteo. Esa voz también escucha ruidos menores pero a veces terribles, como el estruendo -el fracasso, se dice en italiano- de las naranjas al caer de los árboles. Esa voz escucha, huele, y sobre todo toca y saborea: es ésta una poesía de los sentidos, un desarreglo armonioso y radical del cuerpo propio aproximándose decidida, enteramente al cuerpo ajeno.

Alejandro Zambra
Septiembre de 2008

 

 

 

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