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La educación no es un bien de consumo

Alejandro Zambra
Revista Ñ. 30 de agosto de 2011


En marzo del año 2000 conseguí trabajo como profesor en un instituto ubicado en el centro de Santiago. Tenía entonces veintidós años y mis alumnos treinta y hasta cincuenta. Estudiaban en jornada vespertina carreras como Administración de empresas o Computación o Secretariado y yo debía enseñarles “Expresión oral y escrita” según un programa rígido y anticuado. Intenté en las primeras clases cumplir con lo que se me pedía, pero mis alumnos llegaban muy cansados de sus trabajos y creo que todos en la sala nos aburríamos mucho. Entonces preferí olvidarme del programa y dediqué las clases siguientes a enseñarles a escribir cartas. Parecían desconcertados pero empezamos a pasarlo bien. Escribían a sus padres, a amigos de la infancia, a sus primeros novios. Recuerdo que una alumna le escribió al Papa para comunicarle por qué ya no creía en Dios.

Una noche, al comienzo de la clase, un alumno levantó la mano y me dijo que quería escribir una carta de renuncia, porque pensaba renunciar a su trabajo. Comenzó a hablar, enseguida, de los problemas que tenía con su jefe, y entre todos intentamos aconsejarlo, hasta que alguien le dijo que era un irresponsable, que debía pensar primero de qué iba a vivir y cómo iba a pagar el Instituto. Se hizo un silencio pesado y grave, que no supe llenar. Yo quiero escribir la carta, nos dijo él, entonces: no voy a renunciar, no podría, tengo hijos, tengo problemas, pero igual quiero escribir esa carta. Quiero imaginarme cómo sería renunciar. Quiero decirle a mi jefe todo lo que pienso sobre él. Quiero decirle que es un concha de su madre, pero sin usar esa palabra. No es una palabra, son varias palabras, dijo una alumna que se sentaba en la primera fila. ¿Qué? Que son cuatro palabras, profesor: concha-de-su-madre.

Nos reímos largo y empezamos la carta, escribimos los primeros párrafos en la pizarra. Y como el tiempo se acabó, quedamos de retomar el ejercicio a la clase siguiente. Pero no hubo una clase siguiente. Llegué el lunes con el tiempo justo para tomar la carpeta e ir a la sala, pero el edificio estaba cerrado e incluso acababan de pintar la fachada. El instituto no existía más. Me lo explicaron los alumnos, desolados. Habían pagado sus mensualidades e incluso varios de ellos el año completo, por adelantado, para aprovechar un descuento. Los alumnos protestaron, fueron al Ministerio de Educación, pero consiguieron poco o nada. “Itesa está contigo, Itesa es tu camino”, decía el comercial del Instituto en la tele. Y claro, Itesa rima con tristeza.

Chile no quiere que historias como esa sigan sucediendo. La causa es justa, el mensaje es claro y simple: Chile quiere educación gratuita y de calidad. Lo dicen las encuestas, pero sobre todo lo dice la multitud en las manifestaciones, y también cada noche, en los barrios, tocando las cacerolas: estudiantes de instituciones públicas y privadas, y también sus padres, sus abuelos, sus hermanos pequeños. ¿Hay que explicarle esto al mundo? No lo creo. Más bien hay que explicar por qué un grupo muy minoritario de chilenos piensa que pedir educación gratuita es una insensatez. “La educación es un bien de consumo”, dijo hace unas semanas Sebastián Piñera y luego tartamudeó una explicación que no convenció a nadie. “Nada es gratis en esta vida”, filosofó más tarde, como si fuera un padre que descubre en el hijo ideales hermosos pero inalcanzables y su misión fuera mostrarle la cruda verdad. Eso piensan quienes nos gobiernan. No consideran grave que las instituciones lucren impunemente. Que unos pocos se hagan más ricos a costa de los más pobres.

Pinochet destruyó la educación chilena y los gobiernos democráticos aceptaron la pérdida con resignación y hasta con indolencia. Los años noventa parecen, a la luz del presente, incomprensibles: el discurso oficial insistía en que Chile era el jaguar del Latinoamérica, un país rico, un ejemplo para el vecindario, y de seguro había compatriotas que se sentían orgullosos y celebraban los tratados de libre comercio como si fueran triunfos deportivos. Y hasta cundió cierta conciencia de que Chile jugaba en las ligas mayores, que el nuestro era un país serio y responsable: el mejor alumno del curso, pero no el que hacía las mejores preguntas o el que se atrevía a pensar por sí mismo, sino el que se quedaba callado y anotaba todo y que, como respondía mansamente lo que los profesores querían escuchar, sacaba las calificaciones más altas. El que buscaba en el recreo un rincón apartado para comerse su sándwich y no convidarle a nadie.

La gente sufría, mientras tanto. El pueblo, aunque esa palabra entró en desuso, porque se hablaba ahora de la gente. El movimiento actual es el resultado de una larga frustración. “A otros enseñaron secretos que a ti no/ a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación”, cantaban Los Prisioneros en los años ochenta. Todos los chilenos conocemos esa canción, y creo que muchos aprendimos el do, el sol y el fa solamente para aporrear la guitarra y entonar esa letra tristísima y amarga: “Ellos pedían esfuerzo/ Ellos pedían dedicación/ y para qué/ para terminar bailando/ y pateando piedras”. Así son las fiestas chilenas: no sabemos si empiezan con The Cure o con Charly García o con una cumbia, pero terminan siempre con alguien rasgueando esas tres notas y los demás cantando a coro, bastante borrachos y también un poco enfermos, un poco drogados de nostalgia: “Unanse al baile/ de los que sobran/ nadie nos va a echar de más/ nadie nos quiso ayudar de verdad”. Los que tuvimos oportunidades y los que nunca las tuvieron: todos cantamos la letra de ese baile que sin embargo no podríamos, no sabríamos bailar.

El movimiento actual viene gestándose desde hace décadas y es tiempo de que se lo escuche. Lo que está pasando es bello e importante. Los estudiantes chilenos están cambiando la historia. Y sólo cabe apoyarlos y agradecerles el Chile que viene.


 

 

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