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Bonsái y Formas de volver a casa: dos escrituras de la nostalgia

Daniela Renjel Encinas, Bolivia

 

 

 

 

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Prefiero escribir a haber escrito.
Alejandro Zambra

Bonsái: otra forma de hacer literatura

Bonsái (2006), primera novela de Alejandro Zambra, es la historia de una talla, o un tallado, como  apunta  Felipe Toro en su ensayo “Wrapped trees: una lectura de Bonsái, de Alejandro Zambra”,  donde hace una especie de arqueología de la historia, primero poema,  luego cuento y finalmente novela-resumen o novela-bonsái.

La acción de “tallar” (togliere, en italiano, que también significa remover) hace referencia a quitar aquello que sobra o está demás en una pieza y revelar, dejar ver, la imagen que va apareciendo cuando se quita el exceso de material que la oculta. Por eso es vital a su vez para entender no solo el nacimiento de esta novela y su itinerario previo como historia, sino la poética del propio Zambra, más claramente tematizada en Formas de volver a casa (2011). No obstante, así como el diccionario de la Real Academia de la Lengua lo señalará, “tallar” en Cuba hace referencia a lo que hacen los enamorados: hablar de amor. Es así que este gradual descubrimiento de la forma puede ser también entendido como la puesta en marcha de una comunicación amorosa que va creando con cura el discurso que  enlace a los amantes o, para el caso, que enlace al amado con el objeto de su amor: más que un árbol, un proceso, un crecimiento, una intervención en la forma.

La idea del esfuerzo previo a la revelación, que sería la primera acepción del proceso de tallado, se torna evidente en el segundo epígrafe de la novela — “[E]l dolor se talla y se detalla”—, perteneciente a Gonzalo Millán, por medio del cual se hace referencia a esta acción doble: por un lado, quitar lo innecesario a algo que se presenta sin forma y, por otro, promover la emergencia de una forma, lo que guarda una relación inmediata con el cuidado del árbol miniaturizado, que es a su vez una relación de dedicación y afecto, gesto que no se aleja de esta construcción también amorosa con la que se trabajaría el dolor previo al alumbramiento. Como se sabe, los bonsáis no crecen en el bosque de forma natural, sino que son resultado de una minuciosa intervención del hombre, y por eso la analogía con el dolor como un trabajo, un sentido, un hacer que se construye en la medida que se quita lo que sobra a su capacidad significante, que es sutil antes que evidente y, por eso, también se cuida, se perfecciona, se construye, se poda, transformándose en obra, que sostiene un ser. Es decir, se hace escritura de nostalgia y melancolía; claves que, a su vez, resignifican todo lo escrito. Esfuerzo doble de la lengua.

Es importante remarcar entonces que hablar de claves o mecanismos no es hablar de temas, puesto que no sería del todo exacto decir que la melancolía y la nostalgia sean temas de la escritura de Zambra —si acaso contornos, estados, lugares. Cuando digo ‘mecanismos’ o ‘claves’, pienso en lo que son estas últimas para la arquitectura: arcos que trasmiten tensiones a un muro u otro arco y al mismo tiempo lo sostienen, lo que metafóricamente me permitiría una lectura significativa de las novelas. Así, para comenzar, cabe apuntar que al narrador de Bonsái no parece importarle comenzar por el final o, al menos, un estadio del final. La muerte de Emilia, el amor de Julio, así como la construcción de su relación (que llena varias páginas de la novela), no es un enigma que precise resolución y sostenga páginas de narración que hacia ella se encaucen. El misterio, de existirlo y poder ser nombrado, está en otra parte. Se pregunta Felipe Toro al respecto: “¿[q]ué hace que este sujeto dilapide, así, el argumento de su relato?”, y es que, como digo, revelar los hechos (las acciones) parece ser menos importante que dejarlos ver (en su padecimiento) en su proceso ficcional, como material maleable o como “figuras” diría Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso; es decir, poner en marcha una enunciación y su suspensión, un decir del afecto que luego se detiene sin esperar más; frases cuyo sentido está más en sus distintas posibilidades que en su fijación, lo que hace de esta escritura un aparente fluir inestable.

El primer párrafo, donde de inicio se confirma la muerte de Emilia, termina con una afirmación categórica: “[E]l resto es literatura”, evocando sin duda a un Hamlet que no tiene nada más que decir antes de que caiga el telón y la fatalidad le haga ver que: “the rest is silence”. Sin embargo, en franca ironía con el príncipe, Zambra parece significar todo lo contario: el silencio no existe, y de existir está hecho, paradójicamente, de significantes en proliferación; posibilidades a elección que serían su marco. Pretender no tener nada que decir respecto a algo es ya un decir, y eso es lo que la novela hace al huir, entre otros recursos, de la ‘seriedad’ que aterra a Julio, porque esta sería sinónimo fijeza y dolor. Vindicar, por tanto, el dolor como posibilidad estética, según veremos más adelante, no es quedarse a habitarlo, lo que equivaldría al silencio y una muerte asimbólica, sino luchar contra el mismo, de tal suerte que en esa puja surja el discurso y la creación, así este sea afásico, como señala Toro al referirse al narrador de Bonsái, o de cierta exigencia, según denota el hablar de Emilia cuando le interesa encontrar el término exacto para lo que quiere hacer: follar, hacer el amor, culear, culiar…, todas expresiones que podrían remitir al mismo acto sexual, pero que para Emilia son profundamente distintas, lo que genera en esta economía de lenguaje de Zambra, un derroche de lenguaje en pos de cierta precisión que la llene de certeza, puesto que para ella las cosas no son intercambiables.

Esa atmósfera de los enamorados que se deleitan en la literatura, en lecturas, en tiempos detenidos consagrados a la ficción, que constituyen la primera parte de la novela, muestra un narrador particular. Al respecto apunta Toro que “en medio de las anotaciones sobre los protagonistas surge, en claroscuro, en los bordes del cuadro, una primera persona singular de la que no tendremos datos con certeza (el foco ha capturado accidentalmente la mano del camarógrafo): ¿Estuvo allí? ¿Conoció a los personajes? ¿Cómo pudo imponerse de los secretos de alcoba?”, confirmando que el narrador “se deja ver” y no es solo un testigo omnisciente. Yo diría que además de dejar rastros y revelar su relación con la ficción que erige se trata de un narrador que construye en torno a sí un aire inocente que impide creer que este sea un hombre adulto y “serio”. Pareciera, de hecho, un adolescente, alguien muy joven todavía con la capacidad de sorprenderse con ingenuidad –“y él le respondió que no, que no era el alcohol, que desde hacía mucho tiempo la miraba con otros ojos. Es increíble, pero eso dijo: “Desde hace mucho tiempo que te miro con otros ojos” (Bonsái 54)— y de contar las cosas sin anclar en hechos “centrales” alrededor de los cuales se pueda decir algo categórico a partir de una discriminación de los sucesos. Esta narración se presenta como un flujo en el cual el lector tiene la defraudada sensación constante de que algo va a pasar, y tal vez esta sensación se satisface (por fin) en parte cuando Gazmuri, el escritor, le dice a Julio que no mecanografiará su libro, que consiguió a alguien que lo haga por menos precio, devastándolo. Retomando la idea, podría decirse que el narrador crece conforme el tiempo en la historia transcurre (cuando los hechos se trasladan a la fiesta de Emilia con el esposo de Ana,  a Madrid y María o cuando tiene que verse frente a la escritura de un libro que de repente debe (necesita) escribir), impresión que se mantiene en Formas de volver a casa, donde también parecería que estamos frente es un niño que mira como niño y cuenta cosas de niños, devolviendo su mirada a ese tiempo perdido hasta que, irremediablemente, crece.

Dicho aferramiento al pasado, a ese tiempo perdido cuya alusión no es gratuita, es medular en Bonsái y lo será mucho más en Formas de volver a casa. Escritura del recuerdo, de la memoria privada, de la nostalgia y la melancolía por ese tiempo perdido que no logra resignificarse y se traduce, diría Kristeva en “deseo y recuerdo” (Sol negro: depresión y melancolía 1991). La escritura de Zambra no es pesimista ni tiende a configurar un mundo gratuitamente doloroso, sino un mundo en tensión entre el pasado inmodificable y el sentido del presente, un presente que pareciera no poder moverse, pasar la página,  suspenderse y en su parálisis se hace eterno. Su escritura viene a ser un espacio de búsqueda de la forma de resignarse al dolor sin dejar de protestar; un ejercicio de “erotización del sufrimiento”, diría Gonzalo Portocarrero[1], que sustenta un proyecto estético al desear quedarse placenteramente en él y darle un sentido a esa estancia.

Julio huye de la seriedad más que del amor, porque la seriedad, aunque no es por él definida, puede ser entendida en este contexto como un momento paralítico, en tanto es desprovisto de diversión, pero también  de ilusión, asumiendo esta última como esperanza, pero también como emoción o entusiasmo, a la coloquial usanza española. Zambra instaura un discurso desilusionado y desconfiado de las palabras mismas: “[P]ongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio” (13) lo que también se ve cuando afima: “[Q]uiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ése es el problema” (92). Ese carácter impreciso que se reconoce en la palabra para cerrar una idea a cabalidad, para dejar la puerta abierta por donde siempre se puede seguir creando, con celebración o angustia, es el espacio que Kristeva señala como melancólico, al afirmar en una entrevista hecha por Santos García Zapata que “[e]l discurso deprimido puede ser monótono o agitado, pero la persona que lo sostiene da siempre la impresión de no creer en él, de no habitarlo, de mantenerse fuera del lenguaje, dentro de la cripta secreta de su dolor sin palabra” . Zambra, desde su cuidada elección de la palabra, no fija nada, sino moviliza el significante, mostrando que lo mínimo, lo pequeño, la escritura bonsái no es la imagen de la concreción y la exactitud, sino todo lo contrario: de un movimiento inverso, interno, desestabilizador y recurrente, así como el parco discurso del melancólico, el cual con una visible economía lingüística busca retornar a un pasado imposible, desbordante; a un lugar hecho de palabras y ausencias que precisan resignificarse y en su mente no encuentran la forma.

Este proceso es posible gracias a la palabra escrita. Al texto que tiene un origen en una futura transcripción imposible del libro de Gazmuri y termina siendo un original “innecesario” e “improvisado”  de Julio autor, creador de una historia necesaria, que pone en escena su propia vocación literaria. Una  novela que nace como un plagio y termina en lo que podría ser su historia personal, aún desconocida por él. El proceso literario es desafiante, porque escribe bajo presión, contra el tiempo aunque esta obra no tiene plazo de entrega que no sea su propia necesidad, sin mayor inspiración que la vergüenza, que la creencia en su propia mentira y no precisamente a la espera de que pase algo importante, sino con la esperanza de forjar un sostén contra el desasosiego que implicó quedar privado de la historia ofrecida. “La creación estética y particularmente la literaria, pero también el discurso religioso… proponen un dispositivo cuya economía prosódica, cuya dramaturgia de los personajes y cuyo simbolismo implícito son una representación semiológica muy fiel a la lucha del sujeto con el desmoronamiento simbólico”, señala  Portocarrero (2005). Escribir no solo cura de olvido, sino aleja al individuo de la locura del silencio o del grito.

 “Un árbol en precipicio” (84) es lo que Julio dibuja cerca del final de la novela, puesta en abismo de una escritura aferrada a la tierra del sentido, pero terriblemente seducida por la caída y el abandono, por lo que Kristeva llamaría en Sol negro “la fragmentación de la identidad psíquica”, que es la fragmentación de la identidad del texto como narración inocente y conectada, que  coquetea con el vacío, el sinsentido y la palabra como reflejo de otra palabras hasta el infinito.

Finalmente, apuntando una vez más al tema de la movilidad, es interesante ver cómo la tristeza, propiamente paralítica y paralizante, se entrega a un movimiento real pero incompleto en la escena final (Julio dando vueltas sentado en un taxi por la ciudad con su recién cobrado salario tras la noticia del suicidio de Emilia) como alegoría de la melancolía y su escritura: su móvil inmovilidad. Si la primera equivale a dar vueltas y constatar el vacío, la segunda equivale a ver más el contorno que el hueco. El paseo de Julio por la ciudad, espacio pocas veces aludido en la obra, espacio de exposición, señala el esfuerzo del sobreviviente. Aun con una ventana de por medio, con la quietud de quien no se mueve, pero recorre, con la indiferencia por el diálogo con el taxista que no logra alejarlo de su mente, la relación instaurada con el espacio exterior es posible a partir de un doloroso duelo que posibilita la creación: decir sin decir exactamente; lo que es mejor, sin terminar de decirlo.

Bonsái es, pese a su extensión, un chorro de información que no fluye descuidado, sino conducido por alambres y diseñado para florecer en un entorno un poco desolado; contenido en una forma, que implica un arte desde su elección, de la cual no puede salir, pues dejaría de ser lo que es: “un modo de pensar la Literatura, no de extenderla”, diría Barthes (1972), lo que ejerce sobre la escritura una especie de condena melancólica dado por un sistema del cual es imposible desasirse.

Formas de volver a casa o el recorrido de esa distancia

Cinco años después de la publicación de Bonsái, Zambra publica Formas de volver a casa (2011), novela que deja ver un desplazamiento de estilo en su escritura, profundizando la relación con el pasado, la nostalgia, la melancolía y la literatura como un ejercicio de autopsia de la ficción que, a su vez, la ubica como espacio de reencuentro con la “otra” historia posible, la no escrita por los “personajes secundarios”, que son los que una vez fueron niños y crecieron en el periodo de tiempo circunscrito dentro de esta propia diégesis. Aunque en medio de ambas publicaciones está La vida privada de los árboles (2007), lo que me interesa de esta trilogía son las dos novelas que se hacen extremos de un proceso; es decir, dos formas distintas de encarar una escritura de la nostalgia.

Si en Bonsai nos encontrábamos en un mundo minimalista, poblado de seres prácticamente despojados de recuerdos y que además interactuaban en escenarios interiores mediante diálogos de no más de tres personas, en Formas de volver a casa este modo de interrelación se expande hacia afuera en número y formas de vinculación. Macarena Areco en “Cartografía de la novela chilena reciente” ha acuñado los conceptos de “intimidad” e “intemperie”[2] para referirse a estos estados de la escritura que se contraponen entre sí por su relación con el exterior en el contexto de la narración. Si el mundo de “afuera” parece  no interesar a los personajes de Bonsái, este es vital para entender a los personajes de Formas de volver a casa. En la última obra de Zambra, el espacio de “afuera” —todo lo que no son ellos— los permea y los con-mueve en sus propias búsquedas de sentido, dado que, para comenzar, su condición de niños chicos en la primera parte de este transcurso los constriñe a seguir escribiendo la historia de los adultos; es decir, esa que había sido comenzada sin ellos.

Esta tercera escritura en la producción de Zambra construye, por tanto, una mirada constante de los hijos, un poco invisibilizados por los afanes de los adultos, quienes no dejaban de tener cosas que hacer y resolver en los tiempos que abarcó la dictadura, al mundo adulto. Algo así como una forma de ver la vida desde la suplementariedad, el papel secundario, que no habría sido impuesto por los adultos, sino por esa propia generación que crecida, viendo hacia atrás, pareciera reconocer un lugar subsidiario dentro de una historia absolutamente personal. Autoconsiderarse un personaje secundario es reconocer que los personajes primarios de la propia historia, del discurso constitutivo de cada uno, son otros, como si en un contexto simbólico (es decir, de representación) y no solo metafórico (de sustitución), fuera posible encarnar el verso del fado de la portuguesa Mariza que comienza diciendo “[D]e mi solo falto yo”. Se puede ser personaje secundario de una historia, pero esa mención viene, por lo general, de una referencia externa. El hecho de considerarse a sí mismo personaje secundario frente a un personaje principal, por lo demás inexorablemente necesario para establecer la relación, es no menos que un guiño de cierto resentimiento latente. Todos vivimos con más o menos dolor un presente que es consecuencia de las decisiones de otros, sean nuestros padres, gobernantes, la economía mundial, etc. Pero ¿qué pasa cuando el pasado en el que la oportunidad de elegir era imposible pesa de una forma contundente en el presente? Surge un tiempo irresuelto que precisa ser reconstruido para ser subsumido en una significante historia personal actual; algo así como un nuevo racconto de los hechos, una transformación de la memoria, un ejercicio que implica una remediación del presente como resultado de la sumatoria que no se eligió. La nostalgia entonces viene por la aceptación de los caminos que no se tomaron, de las cosas que tal vez se hicieron cuando podían omitirse y de las que tal vez no se hicieron y podrían haber cambiado la historia, el performance o la propia obra. No se trata, sin embargo, de culpabilizar a ese mundo adulto solamente  —“[M]e molesta ser el hijo que vuelve a recriminar, una y otra vez, a sus padres. Pero no puedo evitarlo” (131)—, porque  se entiende que se trataba de un mundo que intentaba proteger, y que por eso ocultaba o distorsionaba la “verdad” de los hechos durante la dictadura, sino de abrirlo y revisarlo; volverlo a ver para  asimilarlo. Ese gesto se hace vital para continuar, aunque el dejo de amargura y hasta reproche al mundo de los personajes principales —“la novela es de los padres” (56)—, no pueda ser cancelado y haya que reeditarlo cuantas veces sea necesario para tratar de comprender y aceptar el supuesto lugar designado en la “vida-obra”.

Lo dramático de la historia —por eso mismo—, de las historias (ya que el narrador cuenta una novela donde a su vez hay otro narrador, drama que se repite), es justamente no poder escribir otra historia; es decir, no poder construir otro pasado, pero más que no poder construirlo, asumir que solo hay uno frente a otros potenciales, tal vez deseables, pero básicamente construidos sin él y su generación, ahora herederos de lo aparentemente ajeno. Ese afán de regodearse en la añoranza está claro desde los epígrafes de la novela. “Ahora sé caminar; no podré aprender nunca más”, dice el que cita a W. Benjamin, exponiendo la nostalgia por la pérdida necesaria de la ingenuidad —nostalgia de aquel estado en que se desconocía—, ya que ‘no saber’ equivale en esta lógica a un tiempo de felicidad; de inocencia que perdona toda responsabilidad. Saber implica actuar: dejar de “ser los niños bendecidos por la penumbra” (62).

Es justamente este llamado a la acción desde la melancolía, que es abandono, el que marca una paradoja señalada por Kristeva en Sol Negro: “Si la pérdida, el duelo, la ausencia desencadenan el acto imaginario y lo alimentan sin interrupción en la misma medida en que lo amenazan y lo arruinan, cabe notar también que se trata de negar esa tristeza movilizadora erigida en fetiche para la obra” (143). En otras palabras, es en la medida en que la melancolía paraliza el discurso del que sufre —la depresión se contrapone a la verborrea en la que desemboca la vitalidad—, que moviliza la acción creadora, llenándola de ese poder mágico en el cual se convierte ella misma. El pasado irresuelto de Zambra personaje (¿autor?) es tanto duelo imposible como alimento para una escritura que se aferra al deseo inviable de protagonizar la novela de los padres, así sea como un personaje que silbe por las orillas del escenario en que se representa “la obra”, según refiere. ¿Por qué pensar que “el público ya se fue” y sufrir por esto? ¿No puede acaso llegar otro público? ¿No puede crearse otra representación? Pareciera que no, en un mundo entendido como deseo y recuerdo, a decir de Kristeva, quien afirma que “[l]a biografía del sujeto nostálgico se construye a través de repetidos signos de separación e inestabilidad con respecto a un presente inicuo; signos que constituyen los fragmentos de una eterna protesta” (citada por Guillermo García-Corales).

Escribir, para Zambra una forma de preguntar, es una manera de llenar vacíos; de saber qué lugar se ocupaba en esa historia que no es y termina siendo la  propia. Hay, sin embargo, en este gesto que podría ser asumido solamente como duda,  una fuerza particular que se asemeja a un reclamo a la vida de haber sido privado de conciencia “allí”, en un tiempo histórico de trascendencia (personal) extraordinaria; un reclamo que no deja de ser vano si se piensa que, por un lado, nadie tiene la culpa de haber sido niño cuando se podía/debía ser adulto y, por otro,  podríase, en cambio, celebrar el haber pasado por el sufrimiento de lado, gracias a los esfuerzos de los padres y adultos por evitar exponer a los niños al sufrimiento.

El narrador de la historia contada por el primer narrador, marido de Eme —llamémosle Zambra—, parece, en este sentido, ser muy joven e ir creciendo a medida que da cuenta del paso del tiempo, igual que en Bonsái. Si bien en la obra nunca se marca el momento de la narración,  la focalización, una vez más, es tan cercana, tan ingenua a veces, que hace del narrador un niño que en un determinado momento se alegra de no haber dicho lo que en su joven mente sería barbaridad: “[C]uál es la bandera más linda para ti, me preguntó, y yo iba a decirle que las de Estados Unidos, pero por suerte guardé silencio, pues enseguida dijo que la bandera de Estados Unidos era la más fea” (44). Este niño medio enamorado también da cuenta, sin decirlo, que mientras desaparecían cuerpos y cruzaban bombas cerca de su colegio, podía juga y ser feliz.

Es dicha falta de aceptación de un mundo que él no vio mientras le pasaba rozándolo –“[M]ientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer” (56)—, la que hace necesaria esta escritura, a diferencia de la novela que escribe Julio en Bonsái. “Es extraño, es tonto pretender un relato genuino sobre algo, sobre alguien, sobre cualquiera, incluso sobre uno mismo. Pero es necesario, también” (148). Escribir es llenar vacíos, como se dice muchas veces en la novela, pero también crear espacios, lugares de continuidad, como el mar, que es “un lugar que continuaba, que seguía” (152), cancelando la idea de “antes” o “después”. Escribir, entonces es combatir sin la posibilidad de ganar, o de ganar no por mucho tiempo. Es una eterna pulseada contra la nostalgia, vital, esencial para permanecer.

Formas de volver a casa es un libro de lo que ya no está, de ausencias y de lo irrecuperable, de un pasado al no puede volverse y revivirse ni re-celebrarse. Tal vez toda escritura lleva en parte este gesto como panacea contra el dolor y el olvido: escribir para restaurar; para re-versionar. Hay pasados, no obstante, que se reactualizan sin mucha modificación, que nos devuelven una y otra vez al “antes” haciéndonos creer en cierta circularidad y esta novela configura esa posibilidad. No solo no se sabe a dónde conduce el futuro, sino que esta escritura se preguntaría también a dónde va el pasado como significado, más aún cuando uno se hace adulto y la distancia se alarga. El pasado parece seguir caminando en su dirección, huyendo del sentido, mientras la vida actual se inserta encima de esta irresolución, no en otra página.

¿Hay encuentro posible?, parecen preguntar ambas novelas. Mejor dicho, ¿posibilidades de hilvanar otra vez el deseo y el recuerdo —la melancolía en términos de Kristeva—, y tejer un presente con eso? ¿Un presente que conforme? ¿Qué rescate? ¿Qué se viva como fruto de una elección? Habida cuenta que siempre se tiene una deuda pendiente en el pasado, que inexorablemente avanzamos en el presente creando deudas, irrecuperando relaciones, reteniendo miedos y afectos, separándonos de lo que amamos asumiendo que estamos eligiendo lo mejor, la casa no es solo el hogar de la seguridad paterna, sino el espacio de escisión entre las historias ajenas en las que logramos insertarnos significativamente.

Bonsái y Formas de volver a casa no cancelan la posibilidad de volver a este hogar constituyente; lo que hacen es mostrar sus espacios irretornables. Esta revelación, no es, lógicamente, gozosa, pero sí al menos bella y destinada a instaurar una continuación. Dice Zambra que prefiere escribir a haber escrito y, en ese entendido, la nostalgia es fecunda como forma que permite un hacer constante que aclara y oscurece o, lo que es más: aclara cuando oscurece; muestra las bondades del olvido al tiempo que señala qué no es conveniente recordar. Hurgar en la memoria nunca aquieta las interpretaciones: las promueve; no otorga respuestas sin crear nuevos vacíos, y solo la escritura parece ser el espacio donde el lenguaje que angustia, el pasado que nos repetimos, el discurso que biográficamente nos constituye,  se hace demanda de sentido, y quien lo malea puede decir, como R. Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso: “Si llego, por alguna habilidad de escritura, a decir esta muerte, comienzo a revivir” (101). Para Kristeva, es desde la nostalgia que “se reciben los ecos en el arte y la literatura” y seguramente por eso dice Zambra: “estoy contra la nostalgia. No, no es cierto, me gustaría estar contra la nostalgia” (62).

 

 

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Obras citadas

- Areco, Macarena. “Cartografía de la novela chilena reciente”. Anales de Literatura Chilena. Año 12, junio 2011, número 15, 179-186. Fecha de consulta 25 de junio de 2012. Disponible en
http://analesliteraturachilena.cl/wp-content/uploads/2012/06/Cartograf% C3%ADa-de-la-novela-chilena-reciente.pdf
- Barthes, Roland. El grado cero de la escritura (1972). Trad. Nicolás Rosa. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina. 1973. P. 32
- ____________ . Fragmentos de un discurso amoroso (1977).Trad. Eduardo Molina. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina. 2002.
- García-Corales, Guillermo. “Nostalgia y melancolía en la novela detectivesca de Chile de los noventa”. Revista de crítica literaria latinoamericana. Enero-Marzo. Arizona State University,  1999. P. 81-87.
- García Zapata, Santo. “Entrevista a Julia Kristeva para introducir a la melancolía”. Crónicas. 12 de noviembre de 2011. 25 de junio de 2012.
http://vargashoy.blogspot.com/2011/11/kristeva.html#!/2011/11/kristeva.html
- Toro, Felipe. “Wrapped trees: una lectura de Bonsái, de Alejandro Zambra”. Revista laboratorio. Nro. 5. Septiembre 2011. 25 de junio de 2012. Disponible en http://www.revistalaboratorio.cl/nro-5/
- Kristeva, Julia. Sol negro: depresión y melancolía. Caracas: Monte Ávila editores, 1991.
- Portocarrero, Gonzalo. Página web. 8 del 2005. 25 de junio.
http://gonzaloportocarrero.blogsome.com/category/textos-comentados/kristeva/


Notas

[1] En su página personal disponible en http://gonzaloportocarrero.blogsome.com/category/textos-comentados/kristeva/).

[2] “Novela de la intemperie/novela de la intimidad es una denominación temática que dialoga con el concepto Novela de la orfandad propuesto por Rodrigo Cánovas”, dice Areco en el ensayo citado, y que a su vez,  la “[d]enominación surge de Lumpérica (1983) de Diamela Eltit y de Una novelita lumpen (2002) de Roberto Bolaño.



 

 


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