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Alejandro Zambra, el relevo chileno
Francisco Peregil
http://cultura.elpais.com/cultura/
4 de Mayo 2012
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El profesor chileno Alejandro Zambra vivió su boom literario hace seis años, a los 30, con la novela Bonsai. Ahora lo invitan a las ferias internacionales del libro como la de Buenos Aires y lo traducen hasta al japonés. Pero no pretende renunciar a la docencia. “La escritura tiene que estar libre de obligaciones. Si te tienes que demorar 10 años en un libro… ¡adelante!, eso es lo que hay que hacer. Yo tardé cinco años en escribir los 40 folios de Bonsái”. En España se acaba de publicar No leer (Alpha Decay), una colección de artículos y ensayos sobre literatura que llegará a Argentina en julio. En el libro escribe, entre otros, sobre Borges, Roberto Bolaño, Cesare Pavese, Sándor Máray. Trata de responder a la “típica pregunta” de ¿qué piensas sobre la literatura latinoamericana? y explica cómo fue el proceso de creación de sus anteriores obras. Pero su artículo preferido es Elogio de la fotocopia, algo que no se entendería igual sin tener presente la realidad de la industria editorial en Chile.
“Muchas grandes obras que fueron importantes para mí las leí en fotocopia. Los libros en Chile son objetos de lujo, carísimos. Parecen diseñados como para que la gente no lea. Las fotocopias me recuerdan los tiempos que uno le pasaba sus poemas a la amiga que estabas conociendo y hacías como un libro, o cuando un amigo fotocopiaba Guerra y paz, de 30 en 30 páginas. Por eso me interesan los e-books. Si finalmente puedes pagar mucho menos por un libro, ¿por qué no? El libro es solo un producto, lo importante es el texto. Y a la vez soy hiperfetichista de los libros. Me interesan todos los formatos. También me gustan mucho los audiobooks, porque creo que un buen texto debiera uno poder escucharlo en voz alta. La prosa tiene que tener ritmo. Y ese ritmo tiene que sorprenderte, provocar efectos específicos. No hay que olvidar que así era la literatura. La costumbre de leer en silencio es relativamente nueva. En las ventas del Quijote se lee una novela para que varios la escuchen”.
A Zambra le hicieron una oferta para llevar sus tres novelas —Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa— al audiobook. Y puso como condición que lo leyera un chileno o un latinoamericano, no un español. “En la novela hay algunas reflexiones sobre el lenguaje. Y me parecía muy falso eso leído por un español, porque era una forma de hablar totalmente distinta. Me dijeron que no había problema, que iba a ser un español estándar. Pero luego me mandaron un ejemplo de lo que ellos consideraban un español estándar y era puro español. Iba a sonar muy rara mi prosa en ese acento”.
A sus estudiantes suele repetirles que no busquen un mensaje claro en las obras, que si la literatura entrega ese mensaje de forma nítida, probablemente no se encuentren ante un buen libro. Sin embargo, la realidad es otra cosa. Zambra cree que la sociedad chilena, a través de las protestas estudiantiles del año pasado, entregaron al Gobierno el mensaje inequívoco de que el país no puede seguir con la misma política educativa que “atornilló” la dictadura de Augusto Pinochet. “El año pasado se vivió una sensación de comunidad como nunca antes se había visto. Era la sociedad entera la que salía a la calle. Fue un despertar que nunca había sido tan radical, tan masivo. Yo estudié en el Instituto Nacional, que es el único colegio público con un proceso de selección muy exigente. Fui el año pasado acompañando a un periodista extranjero y me impresionó ver cómo esos chicos, apoyados por sus padres, estaban dispuestos a repetir de curso llevados por ideales muy nobles. Creo que ese tipo de solidaridad le hace muy bien a Chile. Muchos niños decidieron repetir curso. No es una decisión menor en la vida de una persona. Pero no creo que este año estén dispuestos a repetir también. Finalmente, no se consiguió casi nada. Y por eso, ahora se está volviendo a hablar de protestas. Espero que las autoridades estén a la altura. Es difícil, porque Chile está totalmente amarrado. Ese es el estado de cosas que la dictadura atornilló en Chile con la educación. Y la Concertación —la coalición de Gobiernos de centro y de izquierda— se atrevió a soñar poco”.
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'No leer'
Alejandro Zambra
Alpha Decay
A lo largo de las crónicas y breves ensayos literarios que componen este volumen, Alejandro Zambra hilvana, acaso sin proponérselo, una singular teoría de la lectura. Ya sea en el comentario sobrio y refinado de un determinado libro, o en las digresiones biográficas nacidas de los apuntes sobre tal o cual autor -desde Parra, Levrero y Pavese hasta Millán, Ribeyro y Tanizaki, pasando por Bolaño, Natalia Ginzburg y Puig-, el hecho mismo de leer ocupa el centro de estas páginas, en las cuales el estilete vehemente y bienhumorado contra los lugares comunes y las imposturas se alternan con la celebración intimista y sosegada de haber leído algo verdadero.
El título del libro es un generoso engaño que alude al momento en que Zambra dejó de ejercer la crítica literaria semanal y comenzó a experimentar, como él mismo dice, el placer de no leer ciertos libros, lo que le permitió abrazar otras lecturas, más reposadas pero también impetuosas, de obras menos habituales en la agenda periodística.
Como en sus novelas y poemas, Alejandro Zambra despliega aquí un estilo que hace de la ambigüedad, la contención y la vacilación valores irremplazables, ofreciendo, antes que una fatua última palabra, la sugerencia de que algunos libros nos incumben de manera sustancial, y, a la vez, dibujando una suerte de autorretrato en espejo convexo: la imagen de un escritor -y lector- ejemplar, rodeado por su biblioteca llena de espectros y afectos.
LECTURAS OBLIGATORIAS
Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castellano se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, Madame, Bovary, Gustave, Flaubert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan largas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfrentar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.
Como en el poema de Parra, los profesores nos volvían locos con preguntas que no iban al caso. Pero al poco tiempo ya conocíamos sus trucos o teníamos trucos propios. En todas las pruebas, por ejemplo, había un ítem de identificación de personajes, que incluía puros personajes secundarios: mientras más secundario fuera el personaje era mayor la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación y también con la alegría de cultivar un puntaje seguro.
Había cierta belleza en el gesto, pues entonces éramos
justamente eso, personajes secundarios, centenares
de niños que cruzaban la ciudad equilibrando apenas
las mochilas de mezclilla. Los vecinos del barrio
tomaban el peso y hacían siempre la misma broma: parece
que llevaras piedras en la mochila. El centro de
Santiago nos recibía con bombas lacrimógenas, pero
no llevábamos piedras sino ladrillos de Baldor o de Villee
o de Flaubert.
Madame Bovary era una de las pocas novelas que
había en mi casa, así que esa misma noche comencé
a leerla, siguiendo el método de urgencia que me había
enseñado mi padre: leer las dos primeras páginas
y enseguida las dos últimas, y sólo entonces, sólo después
de saber el comienzo y el final de la novela, seguir
leyendo de corrido. Si no alcanzas a terminar, al
menos ya sabes quién es el asesino, decía mi padre,
que al parecer solamente había leído libros en que había
un asesino.
La verdad es que no avancé mucho más en la lectura.
Me gustaba leer, pero la prosa de Flaubert simplemente
me hacía cabecear. Por suerte encontré, el día
anterior a la prueba, una copia de la película en un videoclub
de Maipú. Mi mamá intentó oponerse a que la
viera, pues pensaba que no era adecuada para mi edad,
y yo también pensaba o más bien esperaba eso, pues
Madame Bovary me sonaba a porno, todo lo francés
me sonaba a porno. La película era, en este sentido,
decepcionante, pero la vi dos veces y llené las hojas de
oficio por lado y lado. Me saqué un rojo, sin embargo,
de manera que durante bastante tiempo asocié Madame
Bovary a ese rojo y al nombre del director de la película,
que la profesora escribió entre signos de exclamación
junto a la mala nota: ¡Vincente Minnelli!
Nunca volví a confiar en las versiones cinematográficas
y desde entonces creo que el cine miente y
la literatura no (pero no tengo cómo demostrar eso,
por supuesto). Leí la novela de Flaubert mucho tiempo
después y suelo releerla más o menos a la altura de
la primera gripe del año. No es misterioso el cambio
de gustos, pues cosas similares suceden en la vida de
cualquier lector. Pero es un milagro que hayamos sobrevivido
a esos profesores, que hicieron todo lo posible
para demostrarnos que leer era la cosa más aburrida
del mundo.
Mayo, 2009
Fotografía: Mabel Maldonado