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Bibliotecas

Por Alejandro Zambra
La Tercera, 27 de mayo de 2012




 

 

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Conocí la biblioteca de mi amigo hace cinco años y fue decepcionante, porque me pareció que estaba llena de libros malos. Por entonces hablábamos casi solamente de libros, y nuestros diálogos tenían ese encanto de lo tentativo, de lo incompleto. No era necesario ir demasiado lejos para entendernos: él decía que un libro era bueno o que era aburrido y seguro que había ahí toda una declaración de principios, pero no elaborábamos los juicios, simplemente disfrutábamos la complicidad. 

Aquella tarde, en su casa, me sentí incómodo. Pensaba encontrar, en las estanterías, libros que yo también amaba, o los desconocidos nombres de unos escritores sorprendentes y, en cambio, me topé con puros autores que conocía y que me interesaban poco. No inspeccioné la biblioteca realmente, en todo caso, porque eso siempre me ha parecido de mala educación. Es cierto, el hecho de que los libros estén en el living nos autoriza a mirarlos y, sin embargo, pienso que las primeras veces es mejor mirar de reojo, con prudencia, sin abusos de confianza. Le llevaba de regalo a mi amigo mi segunda novela, que acababa de aparecer, y estuve todo el tiempo atormentado ante la posibilidad de que quedara en mala compañía, pero permaneció sobre la mesa, como corresponde con las novedades. 

Dos semanas después me invitó de nuevo y esta vez me mostró una pieza muy pequeña en el patio, que era el estudio donde él se encerraba a leer y a escribir. Calculé que en las repisas había unos 60 libros, que por supuesto eran los que a mi amigo le importaban. Me sentí orgulloso de ver mis escasas novelas y hasta mi antiguo libro de poesía colmando la letra zeta (porque a mi amigo, no entiendo por qué, no le gustaban ni Raúl Zurita ni Stefan Zweig) y luego descubrí que en otros rincones de la casa había libros, y que de todos esos puntos el peor, literariamente hablando, era el living.

Se supone que lo que pones en el living te representa, le dije luego, y su respuesta fue maravillosamente vaga: ahhhh. Pero después entendí que había pensado largamente en el asunto. Le desagradaba la costumbre de poner los libros en el living, pero no tenía más espacio disponible, y después de ensayar varias opciones había llegado a esa, que entre otros méritos tenía el de favorecer los préstamos, porque no tenía problemas en prestar esos libros. Los demás, los que estaban en su pequeño estudio o en su cuarto, no quería compartirlos con nadie. 

Mi amigo todavía sigue con ese sistema, que con el tiempo se ha vuelto bastante más complejo: a tono con los cambios en los gustos o en el humor de su propietario, un título puede pasar del estudio a la pieza, y luego de la pieza al living y, finalmente, de ahí a la calle, porque cada tanto se deshace de un montón de libros. Lo que me parece más extraño es que discrimina, incluso, en el interior de una misma obra, por lo que las novelas de alguien pueden estar en el estudio, sus poemas en el dormitorio y los ensayos en el living. Aclaro que la división no es por género literario, como prueba el hecho, por lo demás razonable, de que haya novelas de César Aira distribuidas por toda la casa. 

Así las cosas, cuando voy a ver a mi amigo me invade el fatalismo y pienso que he perdido terreno, que mis días en el estudio están contados. Al descubrir que sigo solitario en la letra zeta me invade una felicidad grande, que sin embargo dura poco, porque entonces viene el miedo de que todo sea una farsa, y la verdad es que imagino perfectamente a mi amigo cambiando apresurado mis libros de lugar cada vez que toco el timbre.



 

 

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La Tercera, 27 de mayo de 2012