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Poeta chileno de Alejandro Zambra
Anagrama, 421 págs
Por Elvio E. Gandolfo
Publicado en La Nación, Bs. Aires, Argentina. 24 de octubre de 2020
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En otros tiempos, Chile era, más que ningún otro país latinoamericano, el país de los poetas: podían descubrirse capas enteras de vates de alto nivel a partir de Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Enrique Lihn, y un vastísimo etcétera. Detrás, continuaban la lista decenas de poetas comparativamente menores, pero de calidad y hasta muy influyentes (Jorge Teillier, por ejemplo). La dictadura de Pinochet hizo saltar ese mundo por los aires. Al volver la democracia, seguía habiendo, sin embargo, poetas a granel, como si ser poeta chileno fuera una forma de vivir. El mundo posterior a la dictadura tenía algún sobreviviente notable (como Nicanor Parra, que falleció recientemente pasados de los cien años, o Gonzalo Rojas), pero había una percepción confusa, un poco rígida, de ambiguo límite, con Raúl Zurita con un peso excepcional, performático, que superaba lo poético. Si se era joven, los nuevos poetas escribían uno o dos libros, y después pasaban a la narrativa. Hubo una alucinación transitoria: que la gran poesía sería reemplazada por la narrativa. No ocurrió, a pesar del éxito de Roberto Bolaño, chileno que se estableció en Cataluña, donde hizo su obra.
Alejandro Zambra (Santiago, 1975) publicó un par de libros de poemas. Aprendió y enseñó literatura durante largos años. Además ejerció la crítica con ingenio y audacia en la prensa, entre 2002 y 2010 (recobró parte de ese camino en los ensayos de No leer). Siempre ubicado de manera un poco incómoda ante el hecho literario, logró sortear el dilema con elegancia y talento narrativos, apoyado en un finísimo sentido del humor. Primero con dos novelas cortas, Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007). Más tarde produjo una intermedia, más compleja: Formas de volver a casa (2011). En todas transmitía la experiencia sucesiva de su generación al natural, sin ínfulas. La última implicó un crecimiento innegable.
Poeta chileno, que alcanza las cuatrocientas páginas, es un amplio lugar de llegada. Narra la vida cotidiana de un poeta chileno menor, incluso intermitente, y se lee con una velocidad considerable, impulsada por la intriga de detalles secundarios: un vínculo sexual y después romántico con una mujer, incierto, fallido por momentos; otro, de padrastro antes que paterno: el diálogo sobre el tema entre el hijo que es casi propio y el padre circunstancial se cuenta entre lo mejor de un libro lleno de hallazgos.
La pareja inestable, con una ubicación de la mujer en un plano apenas superior que hoy resulta casi clásica, un felino (Oscuridad) que envejece y enferma, el niño y después adolescente al que le gusta comer comida de gato, alimentan la trama y el paso del tiempo. Un sabio y extenso aparte con una investigadora estadounidense de la poesía chilena amplía el panorama. Se citan nombres y lugares de la vida de los poetas trasandinos, sus angustias, sus temores y deseos.
Zambra escribió el libro fuera de Chile, en México, donde vive desde hace unos años. La libertad de la mirada y la distancia le permiten la ecuanimidad en un terreno resbaloso. Tal vez también por efecto de la residencia en otro país, escribe en un lenguaje lleno de chilenismos. En Poeta chileno, por ejemplo, para describir el acto sexual se usa el verbo "tirar": hay que leer la palabra un par de veces para saber a qué se refiere, pero siempre deja un leve toque intrigante por el término elegido por todo un conjunto nacional de hablantes.
Otro acto difícil bien ejecutado: escribir un poema bueno del padre/padrastro, en medio de varios deliberadamente mediocres. O uno bueno del hijo/hijastro que, de todos los oficios, ha elegido, para su suerte o desgracia, el mismo vicio del padre adoptivo: la poesía. Una larga caminata entre los dos, entendiéndose y equivocándose en pocos metros, cierra este muy buen libro de la literatura latinoamericana. Quedan solos, y juntos, ante las contingencias futuras.