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Poeta chileno. Entrevista con Alejandro Zambra

Por César Tejeda
Publicado en Revista Este País, México. 7 de septiembre de 2020



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Sobre la reinvención, el ritmo de escritura y las expectativas 

Poeta chileno (Anagrama, 2020) es la quinta novela de Alejandro Zambra y una novela que sus lectores esperábamos con —creo que la palabra exacta es— curiosidad. En primer lugar, porque nos tenía acostumbrados a un ritmo de publicación de novelas más rápido; en segundo lugar, porque no se me ocurre algo más difícil que reinventarse cuando se ha logrado un estilo característico. Ahora, ¿por qué los lectores creemos que los autores deben escribir a un ritmo determinado?, ¿por qué esperamos que se “reinventen” y qué demonios quiere decir “reinventarse”? Una pregunta más: ¿por qué esperamos que publiquen novelas? De pronto, las tres expectativas me parecen absurdas, pero, aunque absurdas, allí estaban, y hoy, cuando han pasado algunos días desde que conversé con Zambra sobre Poeta chileno, lamento no haber hablado con él acerca de ellas. 

Cuando lo conocí, solíamos preguntarnos qué estaba escribiendo el otro y solíamos respondernos que, en realidad, nada específico, “algún ensayo por ahí”, como si para los procesos de escritura fuera determinante cierto número de cuartillas a cuestas: ¿diez?, ¿cuarenta?, quién sabe. A mí me reconfortaba que un escritor como él también estuviera atravesando por un periodo de, digámosle, mutismo. Luego me enteré de que Alejandro había comenzado a escribir —o tal vez retomado— un proyecto, y supongo que, por ello, de manera solidaria hizo aquel tema de conversación a un lado. Yo sólo sabía que él estaba escribiendo a buen ritmo una novela, y de repente la palabra “novela” y el concepto “buen ritmo” me parecieron envidiables, por no decir inalcanzables, y supongo que en ese momento aparecieron en mi cabeza la palabra “reinventarse” y el concepto “ritmo de escritura”, y lo hicieron con una inmensa seriedad, como si la tuvieran.


Sobre los porcentajes autobiográficos

Poco tiempo antes de la entrevista retomé uno de mis textos favoritos de Zambra: “La novela autobiográfica”. Se trata de un escritor que conoce a un filólogo en una cena. El filólogo le dice al escritor que ha leído toda su obra y quiere entrevistarlo. La entrevista ocurre al día siguiente en un tren, y el filólogo abre la charla con dos preguntas, la segunda complemento de la primera: “¿Son tus libros autobiográficos?”. “¿Cuánto de ficción y cuándo de realidad hay en tus libros?”. Al escritor le incomodan las preguntas, pero después siente una especie conmiseración por el filólogo, y esa conmiseración se convierte en empatía, y por ello decide responder con absoluta, matemática, exactitud; sin aparente ironía de por medio, responde: “Mis libros son 32 por ciento autobiográficos”. El filólogo, ya no sabemos si en broma o no, le dice: “Lo sabía, 32 por ciento”.

Se me ocurrió, entonces, empezar la entrevista con una pregunta que fuera broma para romper el hielo, como se dice. La pregunta fue si el porcentaje autobiográfico de Poeta chileno era distinto al de sus libros anteriores, y Alejandro se rio de buena gana. Se me ocurrió entonces que las entrevistas funcionan a veces como andamios autobiográficos de los libros, andamios que definitivamente no necesitan en cuanto libros, pero que al final del día permiten ampliar la conversación de las publicaciones; también recordé que a Alejandro no le gustan las entrevistas, pero le gusta que empiecen porque eso significa que en algún momento van a terminar. Mencioné, para salir del apuro, algo que pienso con frecuencia: que las entrevistas sobre un mismo libro, comparadas entre sí, terminan describiendo libros distintos, como si cada entrevista fuera un desvío en el camino del mismo libro. Aquello, desde luego, no era una pregunta, y por ello Alejandro guardó un breve silencio y mientras tanto yo temí convertirme en Kalamido Crastnh, el filólogo de “La novela autobiográfica”. Claro—me dijo Alejandro— es difícil porque al final del día la literatura en sí es como un desvío en el camino. Aliviado le pregunté, porque resultaba muy natural en ese momento, cómo había sido su desvío en el camino hacia la literatura. 

Todo partió con mi abuela materna, que era la única persona adulta divertida que yo conocía. Ella tenía esta obsesión porque todos sus nietos escribieran, aunque nunca la vi con un libro en las manos. No era una presencia ilustrada, pero sí escribía poemas, cuentos y cantaba todo el día, a cada rato, cualquier excusa era buena para largarse a cantar. Nos decía: “Hay que escribir un diario de vida, hay que escribir poesía”. Mi abuela era una persona muy intensa. Casi toda su familia había muerto en el terremoto de Chillán del año 39, la rescataron a ella de los escombros. Luego viajó a Santiago y conoció al futuro padre de sus hijos, un embarazador compulsivo de mujeres que la abandonó muy pronto. Ella tenía delirios aristocráticos, aunque era una persona muy pobre. Se quedaba a cuidarnos, se instalaba una camita frente a nuestro camarote y mi hermana y yo escuchábamos sus historias hasta muy tarde. Eran historias muy divertidas, pero terminaban mal porque toda la gente que las protagonizaba moría en un terremoto. Eran como tragedias de Shakespeare que sonaban como comedia al inicio. Conforme avanzaba la historia, de pronto mi abuela se largaba a llorar. Nosotros íbamos y la abrazábamos. El objetivo de dormirnos a través de sus historias no funcionaba

Creo que eso fue lo que me hizo sensible, desde chico, a la literatura, sin haber conocido la literatura formal. Me gusta pensar ese tiempo como un primer periodo de literatura oral, que incluía los juegos, los chistes, los trabalenguas. Me interesaban los relatos de los partidos de futbol, los relatos radiales. Incluso la misa, todos los usos del lenguaje que eran distintos a lo que oías en la tele, o en las conversaciones tensas y lacónicas entre los adultos, era un lenguaje muy opaco, pobre, agresivo, cortante, poco interesante, pero cuando las palabras armaban fiesta, a mí me gustaba escucharlas


Una mexicana provocación

Yo tenía planeada una pregunta o, más bien, una provocación; provocación en el buen sentido, un comentario que permitiera que Alejandro hablara de su novela con la mayor libertad posible. Pero esa provocación me pareció, con Zambra al otro lado del monitor, un sinsentido, un comentario chauvinista en el mejor de los casos. De todas maneras, lo dije: Roberto Bolaño, un escritor chileno, escribió  Los detectives salvajes, que es una novela sobre poetas y en gran parte sobre México. Alejandro Zambra, un escritor chileno, escribió  Poeta chileno, que es una novela sobre poetas, en México. Ya sé que es forzar a México en la presencia de estos dos escritores chilenos y sus novelas, pero es algo en lo que pienso con frecuencia.

Tranquilo, alguna vez escribiré sobre México —me dijo Alejandro, con un halo de desconcierto, tratando de evitar que yo perdiera mi entusiasmo a pesar del chauvinismo del comentario—. Las primeras ideas de la novela ya existían antes de venir acá, pero, de pronto, me pareció que esta era la novela que tenía que escribir acá. Qué digo, como si lo hubiera decidido… De pronto fue esta la novela que me resultó. No me vine a México por motivos laborales, simplemente, a la hora de decidirlo, yo era más “portátil”, por así decirlo, que Jazmina. De hecho creo que nunca tuve menos “vida literaria” sea lo que sea la vida literaria— que acá en México. Tengo, por supuesto, mucha “vida real”… La Ciudad de México es una ausencia en el libro, y esa ausencia es la que permite la presencia de Chile: es increíble cómo se revela lo propio cuando lo pierdes, y a nivel lingüístico eso es muy evidente. Pero me interesan las cosas menos obvias que fui descubriendo: usos idiosincráticos de expresiones aparentemente neutras, por ejemplo. Sólo cuando la comunicación experimenta una serie de pequeños fracasos descubres tu manera de hablar. Yo siempre escribí en chileno, pero, en los libros anteriores, el lenguaje tenía un coqueteo con la oralidad permanente. Esta es la primera vez que vivo fuera de Santiago sin ticket de vuelta y eso está muy relacionado con haber perdido ese mundo, cómo habita la ciudad en ti.

En Chile el poeta es un mito, un personaje dado, no tienes idea de la cantidad de novelas donde aparece el personaje-poeta, la novela-sobre-Neruda es casi un subgénero literario. Y también los poetas son presentados “novelescamente”. A la altura de los veinte años sí pienso que esa mitología funcionaba, éramos un poco como esos personajes que pensaban que “la novela es la poesía de los tontos”, como dijo Eduardo Molina, un poeta chileno también mítico, aunque su mito reza que nunca escribió nada… En ese sentido, a mí me sorprende que Poeta chileno sea tan una novela.Tenía gracia escribir un libro que los personajes de mi libro despreciarían.Creo que conocer las aventuras novelescas de algunos poetas como Rosamel del Valle o Enrique Lihn o, unos años después, conocer las novelas deslumbrantes de Bolaño, fueron hitos importantes para que varios de nosotros escribiéramos prosa.  


La historia de Poeta chileno

Creo que fue hasta que leí Poeta chileno cuando me hice consciente, plenamente consciente, de que las novelas que más me gustan son esas que tratan sobre el transcurso del tiempo, o, de manera más específica, de lo que el transcurso del tiempo hace con las personas, porque las vidas, vistas desde la amplitud, suelen resultar —cuando no tristes—conmovedoras, y Poeta chileno es ante todo una novela conmovedora, una novela sobre la vulnerabilidad y su estrecho vínculo con lo emotivo. ¿Qué fue lo que el paso del tiempo hizo, pues, en Alejandro Zambra durante la escritura de Poeta chileno?

Cuando yo publiqué Facsímil, a fines de 2014, quedé mudo. Habitualmente, cuando publicaba un libro, ya estaba en otro, pero en este caso fue distinto. Fue un tiempo difícil en mi vida, y Facsímil, como resultado, fue un libro nihilista y corrosivo.

Suelo tener hábitos de escritura muy estables; escribir es algo que me hace bien. Aunque en el proceso de una novela me ponga ansioso, y tal vez insoportable, me siento bien. Los tres meses que siguieron a Facsímil, en cambio, fueron los primeros en los que pensé que ya no iba a escribir más. Entonces comencé a hacer unos coqueteos con el cine; una investigación visual que para mí resultó crucial, pero a la vez era un juego. Hoy lo pienso como una “realfabetización”, porque nunca fui la especie de narrador que se nutre del cine. En ese tiempo, con dos amigos, Cristián Jiménez y Alicia Scherson, decidimos hacer una película rápida, que de hecho hicimos en la casa de Alicia (Vida de familia). Yo escribí el guión y ellos fueron muy generosos, porque yo no sabía escribir guiones, ni siquiera sabía que se escribían con otro programa, había visto guiones en Courier New y entonces usé esa tipografía y ellos se rieron mucho cuando cacharon que era un Word… El ejercicio me sirvió para desapegarme de la literatura y, paralelamente, escribir.

Después de aquella experiencia hice un cortometraje, que se encontraba más o menos terminado, pero al final del día no pude decidirme por ninguna de sus tres versiones. En cualquier caso, aprendí a editar con programas sencillos y gocé mucho ese proceso, me pareció muy similar a escribir. Comencé a sentir la misma ansiedad que siento cuando estoy a la mitad de un libro, y esa ansiedad me llevó, inevitablemente, de vuelta a los libros. Fue la primera vez que tuve tantos proyectos paralelos: 5 o 6 libros, y avanzaba de poco en todos, entre que no quería y no podía elegir, además pensaba que en algún punto se iban a mezclar. Creo que Jazmina, mi esposa, se aburrió un poco de este “proyectismo” intenso. Comenzó el momento en el que yo me levantaba con el proyecto de comenzar un libro, a las 5 de la tarde estaba muy entusiasmado y a las 7 pensaba que ese proyecto era una mierda, y al día siguiente retomaba el hábito con otro libro, y así estuve como por 6 meses en un estado de intensidad veleidosa, digámoslo así, para que suene más elegante de lo que fue. Pero de pronto comencé a entender más sobre Poeta chileno.

Creo que cuando Jazmina estaba embarazada empezaron las jornadas de una escritura muy gozosa, nunca había escrito así. Primero había sido un escritor de domingos, y después un escritor nocturno, sobre todo durante los cálidos veranos santiaguinos de febrero. Pero Poeta chileno fue el primer libro que escribí en horario diurno y durante muchas horas al día. Me despertaba muy temprano, estaba con el niño un par de horas antes de subir al cuartito de escritura donde estaba cuatro o cinco horas y luego bajaba a comer y el resto del día era pura paternidad. Fui muy plenamente escritor y muy plenamente padre mientras escribía esta novela, fue un tiempo de felicidad y creo que algo de eso acaricia la novela; más allá de lo literario, la relaciono con el deseo de narrar. Escribí en contra de la parálisis de la nostalgia, pero sin anularla. La nostalgia tiene algo muy paralizante, y contra eso iba, pero a la vez quería conservarla al escribir.


La ternura de los personajes

Poeta chileno es una novela escrita alrededor de una serie de ironías; ironías tenues, por llamarlas de alguna manera. Ironías casi inconscientes de su mordacidad. El protagonista, Gonzalo, es un poeta más o menos malogrado, que encontró en la academia un lugar para estar cerca de su pasión, que es la literatura. Gonzalo es casi conocedor de su fracaso como poeta, pero no lo es del todo. Digamos que enfrenta su vocación como si fuera una imposibilidad. 

Gonzalo, en algún momento de su vida, se reencuentra con el amor de su adolescencia, que es Carla. Para entonces Carla ya tiene un hijo de 8 años que se llama Vicente: un niño luminoso que de buena gana acepta a Gonzalo en su vida. Y aquí está la segunda “ironía tenue” de la trama: el protagonista deberá, dadas las circunstancias, llevar a cabo su vocación como padre de soslayo, es decir desde la “padrastría”; de alguna forma, con la paternidad le ocurre lo mismo que con la escritura. 

En un pasaje de la novela, Vicente y Gonzalo se encuentran en un supermercado hablando sobre la existencia del Viejito Pascuero —como llaman en Chile a Papá Noel—. Vicente duda. Gonzalo trata de convencerlo de que sí existe. La cajera los escucha y, para solidarizarse con la causa de Gonzalo, le dice al pequeño Vicente que ella ha visto al Viejito Pascuero haciendo compras en ese mismo supermercado. La cajera, una vez dentro de la conversación, les pregunta si son hermanos, como tratando de desentrañar cuál es el vínculo entre ellos. Gonzalo no sabe qué responder: 

“La pregunta de la cajera seguía en el aire después de veinte segundos, una cantidad insólita de tiempo para la preparación de una respuesta en apariencia tan sencilla. Vicente se dio cuenta de que Gonzalo estaba paralizado. No quería responder, pero sentía la mirada anhelante del niño, sentía la responsabilidad de responder.

—Amigos —dijo finalmente Gonzalo—. Somos amigos. 

La cajera respondió con una sonrisa cautelosa y no preguntó nada más”.

Luego, de camino a casa, en el auto, Gonzalo, avergonzado de su respuesta, o, más bien, avergonzado de no haber empleado la palabra “padrastro”, por más fea que resulte en español, mira a Vicente observar los cables del tendido eléctrico, y siente tristeza por haber provocado en el niño dolor o decepción. Al final del día, Poeta chileno es una novela sobre la ternura.

Le dije a Alejandro que, de acuerdo con mi lectura, la ternura era uno de los temas vinculantes de la novela. Y también le dije que me llamaba la atención la ironía  —volviendo con esa palabra— de que hubiera escrito la novela de un padrastro en sus primeros meses como padre.

Bueno, he sido como esos personajes, sobre todo he sido como Gonzalo y como Vicente, pero siento que estos personajes se fueron alejando de mí. Si no me hubiera dedicado a escribir habría sido como Gonzalo, aunque en ese caso, claro, Gonzalo no existiría… Me gusta lo que dices, me gusta que pienses que es un libro sobre la ternura, tal como La vida privada de los árboles, que es mi otra novela sobre la padrastría. Casi no se puede hablar de estas cosas, en las entrevistas, porque luego aparece uno diciendo, en el titular, “Me interesa la ternura”…

Alejandro, entonces, hizo una pausa para abrir el archivo de la novela en la computadora. Tecleó en el buscador la palabra ternura y me dijo cuántas veces aparecía en Poeta chileno: 2.

Página 315: “Vuelven al living, son la cuatro de la mañana, el dueño de casa figura en el sofá abrazado a la guitarra y roncando como se ronca en los dibujos animados mientras a su lado dos poetas discuten apasionadamente sobre la palabra ‘ternura’”.

Página 375: “Luego da con un poema de Matías Rivas en que un padre atribulado y autocrítico le pide perdón a su hijo, y enseguida pilla otro de Fabio Morábito en que un hombre, con persuasiva ternura, acepta sombríamente que su hijo ya es demasiado grande para jugar al caballito, porque sus pies ya tocan el suelo.


País de poetas

Entre las cosas que tendrán por siempre el sello distintivo de este año se encuentran los libros, que llevarán el 2020 tatuado en el colofón como nosotros lo llevaremos tatuado en la memoria. No sé si sea ingrata la suerte de esos libros, pero la nuestra, en todo caso, es un poco más afortunada gracias a ellos. Vamos a decir, tratando de no forzar las palabras, que hay algo de poético y lo habrá siempre en los libros que nos acompañaron durante el confinamiento. La estrecha, ambigua y determinante compañía de los personajes. Es aquí a donde quería llegar: los personajes estelares de Poeta chileno constituyen los mejores personajes que he leído en mucho tiempo, y lo son desde su aparente naturalidad, desde sus íntimas circunstancias, desde sus irreparables formas de habitar solos en el universo de la novela, acompañándonos, insisto, en el confinamiento, y también en otros tiempos mejores. 

Una de esos personajes estelares es Pru. Una joven periodista de Estados Unidos que, luego de una serie de procesos atribulados, acepta escribir un reportaje sobre Chile. Eso le permite conocer aquel país que es ignoto para ella al mismo tiempo que huye de su dolor. Pru, de forma azarosa, conoce a Vicente, el hijastro de Gonzalo. Vicente, para ese momento, es un muchacho que no está muy seguro de su futuro académico; un futuro, según él, prescindible, una vez que ha decidido entregarse a su destino cabal, es decir la poesía. 

Desde luego,  Poeta chileno  se resiste a describir a Chile como un lugar mitológico habitado de poetas. Sin embargo, el Chile que Pru conoce, a través de Vicente, es el de aquellos personajes mitológicos que se dedican a escribir poesía para bien o para mal. Una especie de cofradía que oscila entre los lazos comunitarios y la disputa por la posteridad. Ocurre, en la ficción de la novela, un nuevo acercamiento a la poesía desde la periferia, desde el extrañamiento, desde lo aparentemente inviable. 

Le pregunté a Alejandro qué opinaba de la expresión “país de poetas” utilizada para describir a Chile. 

Una vez Felipe Cussen  hizo un estudio de la expresión “País de poetas”, y concluyó que existen algo así como 15 países que se denominan de esa forma  —me respondió, entretenido—. En cualquier caso, la poesía es el mayor mito chilenoCualquiera te dirá que en nuestro país existe muy buena poesía, y eso no significa que seamos buenos lectores del género; significa que tenemos a dos premios nobel como mito, y, lo que es muy importante, que los argentinos no tienen a ninguno. Tal vez, lo que sí es distinto en Chile, es que la noción del poeta es la de un librepensador, la de un rebelde; resulta interesante que no sea una figura intelectual.

Cuando hablo de este tema trato de no sonar chauvinista, porque, en el fondo, la poesía chilena es la única literatura que conozco realmente. Creo que el tono antipoético  —desde Nicanor Parra y las generaciones que se fueron entrelazando—  nos brindó una tradición poderosa. Algo que también me parece muy significativo es que la poesía en Chile es un mito de clase media o baja, un mito meritocrático. ¿De dónde salieron Neruda y Mistral? Salvo Huidobro, que era un hijo de la aristocracia  —y que al final se fue contra su clase— todos ellos son figuras de clase baja o a lo sumo clase media, en un país invariablemente injusto donde las oportunidades no abundaban (ni abundan). Yo a los catorce años pensaba que ser poeta era un destino posible, porque las historias de los poetas no eran historias que se relacionaran con lo problemático del mundo. El talento es una especie de magia para un niño, es algo que se tiene o no. Nosotros, como generación, creíamos mucho en el talento, tal vez demasiado. 


Final de novela

Poeta chileno es una de esas inusuales, generosas novelas, que tienen el atributo de enseñar a escribir, o, dicho de manera más precisa, de compartir con el lector los hallazgos de la escritura. Alejandro imparte a veces un taller de talleres literarios; es decir, un taller sobre cómo impartir talleres, y que se llama  Cómo no enseñar a escribir. De ese taller quería hablar para cerrar la entrevista, pero de manera inevitable, acaso congruente, conversamos sobre el final de la novela, que prefiero no revelar al lector, pero que tiene esa extraña cualidad de ser el final más inesperado y consecuente al mismo tiempo. 

Para mí esta novela —dijo Zambra— es puro final, era escribir el pasado que recaía sobre ese final. Incluso muchas veces en las que no sabía qué hacer, me desplazaba hasta el final de la novela y miraba el pasaje presente desde ahí.

Además de una novela sobre la ternura, pienso que  Poeta chileno  es una novela sobre la escritura, pero sobre uno de sus aspectos más ingratos; es decir, la imposibilidad de la escritura. O como una posibilidad de vida que sólo puede vislumbrarse en el horizonte. ¿Qué pasa cuando tu pasión no es lo mejor que tienes a la mano para realizarte?

Se abre el telón. 

 

 

 

 



 

 

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Poeta chileno. Entrevista con Alejandro Zambra
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