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Cómo renovar el discurso engañoso
"Mis Documentos" de Alejandro Zambra

Por Wilfredo H. Corral
En cuadernos hispanoamericanos. Octubre de 2014

 



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Alejandro Zambra comenzó su carrera literaria a finales de los años noventa como poeta, mientras se ganaba la vida a muy temprana edad con la enseñanza y el periodismo. En rápida sucesión publicó Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011), trilogía que mezcla el habla de la bildungsroman con la práctica que algunos críticos de la hibridez genérica prefieren resucitar con el término nada posmoderno (fue acuñado en 1906) “autobiograficción”. La magnífica acogida de aquellas novelas, cuyo ciclo parece cumplido, ha sido inmediata, con consenso respecto a su maestría, una versión fílmica de Bonsái, y abundancia de reconocimientos nacionales e internacionales, traducciones, entrevistas e invitaciones. Con igual celeridad se publicó parte de su no-ficción en No leer: crónicas y ensayos sobre literatura (2010), que en 2012 vio una segunda edición, el mismo año en que su novela de 2011 fue traducida al francés con el revelador título de Personnages secondaires.

Todas sus novelas han sido publicadas en inglés y reseñadas con entusiasmo en el ámbito angloamericano; y en 2015 su libro más reciente, Mis documentos (Barcelona, Anagrama, 2014, 207 pp.), será publicado en inglés. Menciono lo anterior por el efecto bumerán que suele tener la traducción a esa lengua, y por lo que significa para la “nueva literatura mundial” que todavía se define por aquélla. Zambra en verdad no necesita presentación en nuestra lengua, y resumo su desarrollo porque es fácil para la crítica reciente creer que la temática del chileno oscila entre melancolía, nostalgia y obsolescencia benjaminiana. Una lectura “desteorizada”, o sea la que hacen los lectores para quienes Zambra o la literatura de su tipo no es un fetiche, muestra que el autor en verdad está revisando su amplio repertorio, lo refina exhaustivamente, y así mantiene su monumentalidad, como la literatura de los maestros (italianos y chilenos como Adolfo Couve en buena parte) que son citados o mencionados en su novelística y su ficción, a pesar de ellos y de sí mismo. Ese proceder culmina, por lo pronto, en su libro más reciente, los relatos recogidos en Mis documentos, cuya hibridez permitió leer esos textos o parte de ellos anteriormente como cuentos, crítica, ensayos, periodismo u opinión política, una práctica ya evidente en los numerosos cruces genéricos y alusivos de sus tres novelas y la no ficción de No leer.

Mientras escribe persistente y lucidamente sobre la plusvalía de la poesía, no sin paradoja el autor chileno produce la prosa corta más lograda y reconocible de su generación (los nacidos en los setenta), de la cual es el pararrayos y frecuentemente protector. Prosa, no narrativa o no ficción; porque el desafío y fruición de leer aquélla son como los de leer ésta, no por talantes genéricos sino porque se perfeccionan por encima de las habituales bogas relacionadas a la hibridez. En Mis documentos, convergen la inmutabilidad, instinto poético y sagacidad de Zambra, subvirtiendo la familiaridad de ciertas tramas, evitando caer en lo acogedor o formulaico, y a la vez aumentando la complejidad y pertenencia de un género que ha recuperado su hegemonía en las letras iberoamericanas.

Cada prosa teoriza sobre sí, se convierte en catalizador, descarga o éxtasis para temas difíciles de categorizar: aprendizaje y magisterio, atavismos, interludios recordados de la autobiograficción mencionada (pero elevada a metaficción), colegios, compulsiones, fútbol, mundo globalizado, rechazo de lo funcional, secretos o vicios menores, sexo, y sobre todo la “literatura de los mayores”, sea de los padres, abuelos (según Bolaño) o maestros (no se sabe si a ellos les gusta la “literatura de los menores”). Esos temas pasan por el filtro de que para ambas generaciones la profesionalización de la literatura no garantiza el éxito del escritor serio en vez del declaradamente popular. Así, la propuesta “Es una adivinanza, envuelta en un misterio, dentro de un enigma; pero tal vez hay una clave” de Winston Churchill describe el fluir de estos once relatos. En ellos una clave general es el oído de Zambra para el habla cotidiana regional o intelectual, con palabrotas que puntualmente compensan por los artilugios de las tramas.

Otra clave es su capacidad para crear drama de la inhabilidad para ser genuino con otros, y frecuentemente con uno mismo, como en “Yo fumaba muy bien”. Este, el más largo de la tercera sección dedicada a desencuentros y destiempos familiares, es menos representativo, por remodelaciones que no resuelven el desplazamiento genérico o el encarecimiento de elipsis y erudición alusiva, supeditados en otros relatos. En “El hombre más chileno del mundo”, el segundo de esa sección, como en “Camilo”, segundo de los cinco de la primera sección, los protagonistas son chilenos exiliados o de viaje en un mundo extranjero que no les ofrece un manual de usuario. En “Camilo” —publicado recientemente en The New Yorker— una antigua querella futbolística entre el padre del narrador y el de Camilo se convierte en un tenue ajuste de cuentas con el exilio y el pasado. En “El hombre más chileno del mundo”, la sobrevivencia en el extranjero por medio de la resignación humorística termina en la desolación que deambula por Mis documentos. Pero no reina el patetismo.

Así, el hilarante (respecto a diferencias generacionales) “Instituto Nacional”, primer relato del par de la segunda sección, se compone de cuatro mini relatos autosuficientes sobre la experiencia estudiantil en un prestigioso colegio (real), cuya exclusividad se mantiene con profesores déspotas y estudiantes que no están tan enchufados al presente ni son tan inconformistas como se creería. Que parezca una academia militar y los estudiantes una “comunidad de base” no es óbice para que las añoranzas, el “hacerse hombre”, la literatura como terapia y el despertar sexual sean presentados conmovedora y verosímilmente. Si ese proceder ya estaba presente en las novelas, ahora la historia, el tiempo y la literatura han hecho que el discurso que producen, engañoso de por sí, sea elevado a otro poder.

Igualmente, ante personajes femeninos cuyos anhelos y decepciones son retratados con gran precisión emotiva, no hay la neutralización de la masculinidad por medio de sensibilidades intimidantes que se balancea en las novelas, sino la liberación de energías primarias, sin corrección política o regresiones psicológicas, como en “Hacer memoria” (“me acuerdo” recurre en varios relatos), último de los cuatro de la tercera sección. Como en otros relatos, en este Zambra desata estratégicamente detalles empáticos que complican la hostilidad de la memoria y sus avatares. La construcción de las narraciones revela así un respeto meticuloso hacia su arquitectura, rehusando severamente que el moralizar supere el instinto literario.

Desde el oportuno título que causa cisma o empatía entre autor y lectores, hasta la sutil evolución política de cada relato, la presencia del mundo digital milenario —y cómo su propagación ha resultado paradójicamente en una falta de perspectiva colectiva y preferencia del arte de vender sobre las humanidades— es inescapable, igual al vaivén entre un nuevo existencialismo y ansiedad como solución a las neurosis generacionales. En el relato homónimo el narrador dice “yo era un niño al que le gustaban las palabras”, y luego de sufrir sacudidas musicales, familiares y religiosas levemente políticas, y sobre todo literariamente autoficticias, el narrador asevera “Mi padre era un computador, mi madre una máquina de escribir. Yo era un cuaderno vacío y ahora soy un libro”, cuya última oración alude a una novela de la mexicana Josefina Vicens admirada por el Zambra real. Pero “lo real” no es tan real en Zambra como para postular que relatos como “Gracias” se basan estrechamente en sus experiencias. El autor ha dicho que su segunda novela, La vida privada de los árboles, es la más autobiográfica, pero no tenemos ni debemos creerle, y estos relatos ayudan a tomar sus salidas con un grano de sal.

El suyo no es un zarandeo determinante o ególatra, sino parte del idealismo práctico de una generación. El igualmente estupendo y quizás más “autobiografícticio” del libro, “Larga distancia”, sobre un centro de llamadas, expone convincentemente la angustia literaria milenaria y el pluriempleo, a pesar del cual el narrador-profesor puede afirmar “si algo había sido constante en mi vida era el amor a algunas historias, a algunas frases, a una cuantas palabras”. Sobresalen el idealismo y optimismo, incluso cuando este relato, como otros, está atravesado de ansiedad sexual, de alienación, de la familia, el futuro, el hacerse viejo, el humor tierno y sutil, la madurez. Si esos temas han sido sus “mandamientos” hasta hora, también se puede pensar en que ya le han dado todo lo que él esperaba o quería. Es un lugar común crítico sostener que a un escritor le encantan las palabras. Zambra lo sabe, y por eso busca vocablos “muertos” asociados con la melancolía y la nostalgia, clichés crudos y banalidades que esperan ser taponados o enmarcados. Y entonces los renueva con su ironía, alterando las fábricas del conocimiento, embragando cambios en los énfasis interpretativos, y ese es uno de sus legados.

Mientras esta colección progresa se hace distópica y menos experimental, mostrando que Zambra es doblemente agudo, como cartógrafo intelectual de la metrópoli neoliberal, digamos, y como testimonio perfecto de la literatura de los hijos de la derrota del progresismo empedernido que no entiende las tácticas de los nuevos para rehacer la esfera pública. Así, en “Verdadero o falso”, entre gatos, raros vecinos catalanes y el hijo que le toca cuidar, el protagonista Daniel ofende a todos, y borracho, descubre que ha faltado al trabajo y que “no ha visto en todo el día el correo electrónico”, pero opta por masturbarse, no trabajar. La ubicación predominante de los relatos es el Chile pos Pinochet remplazado por una sociedad niñera. Pero las idiosincrasias y restricciones contemporáneas no matan de hambre al escritor sino que lo nutren, y la literatura y el lenguaje se convierten en medios para dominar sus alrededores.

Estos relatos captan espléndidamente la relación de un escritor, ¿Zambra?, con su prosa, particularmente por hacer que conecte con el público sin perforar el meollo del narcisismo de sus personajes. La paradoja mencionada arriba tiene que ver con la percepción de que su dedicación a las formas cortas le justifica como “minimalista”. Mis documentos desmiente esa apreciación, no solo por ser su archivo más extenso hasta hoy, sino porque su calibrada artesanía, con una engañosa voz generalmente en primera persona, se arma con esquemas que se intensifican, que sigilosamente alteran sus votos estéticos reconocidos; y cuando se cree haber transitado pacíficamente con sus narradores y “realidad”, resulta que uno se encuentra en un campo minado en que la literatura chilena es mucho más grande que Bolaño, un héroe de Zambra.



 



 

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