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la apelación sentimental
Una mirada posible sobre el proyecto del escritor chileno Alejandro Zambra

Por Juan Terranova
http://www.revistacrisis.com.ar/notas/la-apelacion-sentimental




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A Zambra me lo presentó Maximiliano Tomás en el contexto, amable, de un encuentro de escritores organizado por la Ciudad de Buenos Aires a principios del 2012. Estábamos en un restaurante de San Telmo. Distraído, Zambra me dio la mano mirando para otro lado. Eran las tres de la tarde y tenía olor a vino. Lo primero que me llamó la atención fue su pelo. Para un autor tan sintético y prolijo esa notoria falta de higiene me asombró. Alguna vez yo había reconocido su ingenio para ironizar al sindicato de poetas chilenos. Pero también había intentado que me interesara La vida privada de los árboles y, pese a su delgadez, esa tercera persona y esa insistencia en el realismo de nombres propios –Julián, Daniela, Verónica, Fernando– me resultaron áridas. Bonsái tampoco me había gustado. La idea de lo pequeño terminaba redundando en historias anodinas de pololos insatisfechos, microbiografías que se perdían sin más, como se deshacen las hojas mundanas que caen de los árboles, lejos de la prestigiosa botánica japonesa. Ambos libros me parecieron literatura para gente constipada que pretendía hacer pasar sus fobias por refinamiento estético. Vale decir que Zambra no hizo un papel destacado en el encuentro porteño. De hecho, esa fue la única vez que lo vi. Recuerdo que me divertí con Wilmer Urrelo y me gustó conocer a Yuri Herrera. Pero Zambra en la Buenos Aires del 2012 fue poco más que un fantasma. No cometo una indiscreción si señalo que todos los que participamos del evento escribimos sobre la ciudad y cedimos nuestros textos para formar un volumen colectivo, menos Zambra que negó su intervención con el pretexto de que no se le había avisado esa exigencia antes de viajar. 

Que un autor publique libros breves es algo que se agradece, más aún si los libros son malos. No sé si es el caso de Zambra a quien considerar un “mal escritor” se me antoja un exceso. En el 2011 apareció Formas de volver a casa, que abre con un epígrafe de Walter Benjamin. Para nada mal escrito pero desabrido y sobre todo previsible, en la contratapa leemos: “Formas de volver a casa habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura...”. (Si las dictaduras latinoamericanas no hubiesen existido, ¿cuántos escritores se habrían quedado sin ideas, sin material, sin existencia?). Mis documentos, un libro de relatos ágil y entretenido del 2013, sigue esa metodología. Ahora bien, también tiene frases como “mientras cuchareábamos la cassata” o “La adolescencia era verdadera. La democracia no.” Condenar a un escritor por algunas frases pomposas o cacofónicas, sin embargo, me parece un error. En Zambra hay antes una búsqueda de la ternura inteligente, una apelación compulsiva a nuestro lado sensible que sí exhibe una limitación. La honestidad, lo sabemos, es una técnica. Y por momentos, Zambra se conforma con montar una escenografía de infancia, curas, adolescencia y pinochetismo que debe –sí o sí– emocionarnos a riesgo de hacernos caer en la categoría de personas frías o desídicas si no lo hacemos. Facsímil, aparecido este año, lleva el abuso de esa apelación sentimental a un punto de no retorno. “La estructura de este libro se basa en la Prueba de Aptitud Verbal, en su modalidad vigente hasta 1994, que incluía noventa ejercicios de selección múltiple, distribuidos en cinco secciones” leemos en la breve nota introductoria. Bien: Facsímil presenta una parodia de los exámenes tipo multiple choice de ingreso a la universidad chilena. Pero ¿cuál es la gracia? Por ejemplo, todas las opciones son iguales, o según cuál se elija, se forma una frase idiota de Pinochet. En otra zona del libro, los cuestionarios van torciendo la lectura del relato ofrecido. Así, Facsímil puede ser leído como un experimento con pasajes de poesía remanida y una poco estimulante prosa ad hoc. Y si forma y contenido no sorprenden, al final comprendemos que se trata del mismo costumbrismo de sus otros libros formalizado aquí en un ejercicio de denuncia: la dictadura aparece como fetiche fácil, su ataque, como producto de un consenso. Sin embargo, hay momentos en que la dictadura no está y entonces surge la melancolía del perdedor quejándose de su vida lo cual evidenciaría que para Zambra, Pinochet o la transición democrática y sus problemas constituyen una excusa para ejercer de depresivo. Entre tanta pereza hay algunos relatos no del todo extraviados. Si el lector se acerca al libro, son el 60 y el 64. Los números pertenecen al test y también al autor. Finalmente, podríamos concluir que Zambra intenta ser amargo porque piensa que su amargura le dará seriedad a sus historias, sin lograr ni lo uno ni lo otro, y por eso Facsímil parece su peor libro. Lo cual ya es decir mucho. 

Hay, no lo niego, factores ajenos al texto que enturbian mi lectura. En Buenos Aires se estila usar lo chileno sin excesos, como marca de pertenenca, como distinción de cosmopolitismo. Por lo general esto sucede porque los argentinos que logran cruzar la cordillera caen en el embudo de una clase media acomodada en un país formateado por una dictadura que castigó con precisión a la clase trabajadora y, a partir de ahí, se regodean en la fantasía de una Argentina sin peronismo. Luego, si en Buenos Aires se reverenció a un autor tan lateral y modesto como Mario Bellatin, bien se puede celebrar a Zambra. Quizás la ubicua editorial Anagrama y la península ibérica, o incluso el extenso y accidentado campo intelectual latinoamericano, necesitan tener un escritor chileno joven. 

Como porteño, yo no me entero de esa necesidad. Pero tampoco la condeno. Sí me gustaría señalar que Chile es tierra de grandes pervertidos políticos, de imposturas crueles, de experimentos sexuales que anudan posiciones que se repelen. Y de todo eso hay poco y nada en Zambra. Para el caso, Rafael Gumuncio es más interesante. Veáse su potente artículo Buenos Aires como una ofensa, síganse sus peleas con ecologistas y progresistas correctos, y permítaseme arriesgar que su cuenta de Twitter, la de Gumuncio, es harto mejor que toda la obrita de Zambra. 

Chile tiene un Claudio Arrau, un Raúl Ruiz, tiene a uno de los últimos hegelianos serios en Carlos Pérez Soto, tiene la vida alucinada de un Miguel Serrano, tiene un Manuel Lacunza, tiene la belleza trágica, inteligente y agresiva de una Camila Vallejo, tiene a un Augusto D’Halmar, a un Carlos Droguett, a una editorial asombrosa como la Diego Portales y sí a una superestrella literaria como Roberto Bolaño. Alejandro Zambra pertenece a la otra línea chilena, a la más coyuntural, la tradición del Nobel, la línea de los premios, la zona internacional y wanna be. Ahí forman fila Pedro Lemebel, Gabriela Mistral, Neruda y su larga estela de poetas de mierda, y en esa zona reconocemos a Bachelet y a Piñera, la soberbia ineficiente de un Alberto Fuguet, pero también la silueta de los mineros atascados, publicitados y recuperados. Es una línea viva, la línea de los que todavía celebran canciones como “¿Por qué no se van?” de Los Prisioneros. Alejandro Zambra pertenece a ese corte, el de los chilenos que se hicieron famosos por un acotado talento y por estar en el lugar exacto en el momento indicado para transformarse, de una forma muchas veces ripiosa, en representantes de esa minucia imprescindible que es la chilenidad. 

Entiendo que nuestra histriónica rivalidad con Chile es un residuo incómodo de la políticas coloniales auspiciadas por el viejo Imperio Británico, un fragmento duro de geopolítica en el cual los chilenos apostaron a hacerse odiar y lo lograron. Nada impide que Argentina y Chile sean países amigos salvo algún negociejo, la arrogancia de los chilenos y la atronadora ignorancia de los argentinos. ¿Ignorancia? Más allá del turismo, no sabemos nada de Chile, de su cultura y su arte. Y en eso somos, los argentinos, peores que ellos. 

Termino. Como habitante de la llanura envidio algo muy puntual de Chile. No envidio su corrupto y siniestro sistema educativo, su represivo orden aspiracional, y, desde ya, ¿quién podría envidiar eso?, su nacionalismo de oferta. Ni siquiera envidio su contacto directo con el Océano Pacífico ni sus famosos mariscos, ni su disciplina vital, ni muchos de sus libros, que merecen ser leídos. No. Lo que envidio de Chile son sus bosques. Envidio esas pequeñas selvas oscuras y frías que tanto contrastan con las selvas tropicales del imaginario postal latinoamericano. El día que los argentinos descifremos esos bosques, que los visitemos y los valoremos, ese día habremos saltado definitivamente por arriba de la cordillera para celebrar no un reencuentro sino un feliz segundo abrazo. No veo que Alejandro Zambra favorezca en nada esa fiesta. Poco más puedo agregar a la lectura de sus libros.



 



 

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