Los poetas chilenos son curiosamente más famosos que los narradores
y hay muchos narradores que escriben novelas sobre poetas.
Son como héroes nacionales, figuras legendarias.
Pru, personaje de Poeta chileno
Pareciera que el arte, desde la gestación primera de sus valores, profesa cierta dilección hacia la crónica de las virtudes propias. El creador se ha dejado cautivar por la magnitud de su creación, siendo fascinado por el universo que se aloja al interior de su obra, deslumbrado por la posibilidad expresiva en su palabra, lienzo, mármol. Así, la seducción desplegada por ese amasijo voraz de verso y metáfora que llega con la poesía (lujuria literaria, alquimia de los sentidos) suele rodearse de feligreses devotos, entusiastas.
Todo lector de poemas es, a su vez, poeta: la poesía (¿la vida?) no admite palideces ni tentativas: o te impregnas de su voluntad telúrica o te desentiendes indolente de su vendaval. Amparada en esta definitiva asunción de principios, la novela Poeta chileno se construye en un espacio urbano (¿poética de la modernidad?), desandado sin tregua por sujetos sensoriales, poetantes. Alejandro Zambra se devuelve renovado a la senda de la ficción,[1] fundando en esta pieza una suerte de cosmogonía poética que comprende varias generaciones de chilenos.
Desde el podio escritural de Neruda (a quien «ya nadie lee», según Pato, uno de los personajes de la obra) hasta los ademanes líricos de jóvenes todavía inéditos, todo Chile parece filtrarse a través de esta radiografía multi-autoral, humana. Apoyado en un preciso (¡precioso!) malabarismo de voces, Zambra articula una fiesta de ecos narrativos, plantando palabras de sus protagonistas junto a intervenciones del narrador, verificándose así un desplazamiento que favorece la esporádica intrusión del escritor en la diégesis textual.
Gonzalo es un poeta en cierne. Su rencuentro (erótico, emotivo, familiar) con Carla, novia de la adolescencia, le impone una dinámica desacostumbrada al ritmo de sus días. A la par de esta renovación sentimental, Gonzalo se inicia como padrastro, pues Vicente arribó a la vida de Carla como herencia inesperada de su relación anterior. Sustentada en esta premisa argumental, Poeta chileno explora la concepción tácita de «familia», así como la pertinencia de la consanguinidad en tanto requisito para el afecto. Asimismo, la novela deviene apología para el lazo afectivo, fraguado en la convivencia, hecho de cercanía.
En consonancia inmediata con esta temática, el texto permite un incesante goteo de asuntos complejos, posibilita la puesta en escena de una técnica escritural cuidadosamente concebida. La diversidad de perspectivas y la disposición no lineal del tiempo, costumbres estructurales desde el boom (acaso antes: Quiroga, Borges, Carpentier), implican una fragmentación de la estructura narrativa que dinamiza el pacto entre la obra y su lector. Conducidos por cierto guiño proustiano –el sabor de una magdalena transporta al protagonista de su novela Por el camino de Swann (1913) hasta su infancia, iniciando así un recorrido que abarca buena parte de la vida del personaje–, asistimos a una reincidencia de la rememoración, donde un libro, un lugar o una sensación facilitan el regodeo anecdótico en la nostalgia.
Con la convicción de reivindicar lo menudo, Zambra no duda en desplegar un léxico espontáneo, vernáculo, plagado de chilenismos difícilmente descifrables sin un diccionario. La lengua del barrio, bullente de vida y metamorfosis, se descubre recurso ineludible en la oralidad de los personajes, dotando a la novela de una inequívoca identidad lingüística. Aun así, la estandarización de este registro coloquial no supone una preeminencia del vulgarismo, antes bien funge como desahogo verbal para los poetas de esta historia, impelidos al perfeccionamiento estético de sus versos.
Siguiendo esta línea de ponderación doméstica, el retrato citadino de Santiago de Chile (principal escenario de la obra) resulta de una sobriedad descriptiva que motiva la búsqueda, el hallazgo. Sin profundizar en afanes históricos o arquitectónicos, son mencionadas algunas comunas de Santiago como Las Condes, Maipú y Vitacura, entornos que acogerán las peripecias de la narración. El autor es intérprete de su tiempo y comprende la facilidad que significa el acceso a la información. Consecuente con su «modernidad», Zambra le sugiere al lector la indagación, a la zaga de datos que comple(men)ten las escenas servidas en su texto.
Como colofón para este recorrido sociolingüístico, la novela también alude a sucesos relevantes en la historia reciente de Chile. El terremoto de 2010, siniestro que arrebató más de quinientas vidas; el derrumbe de la mina San José durante ese mismo año; y todo el ambiente (esperanza, desdén, resignación) surgido a raíz de la probable (efectiva) reelección presidencial de Michelle Bachelet, son algunos de los acontecimientos que posibilitan la ubicación temporal de la obra, al tiempo que fortalecen la verosimilitud del texto.
En avenencia con lo propuesto por algunos autores,[2] esta pieza enaltece la cuantía de la cultura popular, insuflándole una significación intelectual más allá de su utilidad primigenia, primordial. La función lúdica de los videojuegos (Gonzalo y Vicente juegan juntos a Super Mario World), así como la intención comercial de las ficciones seriadas (The Sopranos, Friends y Breaking Bad se reiteran como preferencias televisivas de algunos personajes) colindan con su relevancia cultural como vehículos de multitud, arte de nuevo formato.
Poeta chileno, como novela/oficio/gesto artístico de su siglo, instituye paralelismos, establece equivalencias entre la «alta cultura» (representada por la literatura universal –sobre todo chilena– que aquí se referencia) y la cultura de masas, una suerte de Ilustración consumista que puede incluir en su catálogo al cine (Buscando a Nemo), Internet (YouTube, Facebook) o la música (Silvio Rodríguez, Los Tres, Nirvana, Radiohead, R.E.M.). El clímax de esta homologación cultural sobreviene durante el trueque entre las obras completas de Cervantes y una Super Nintendo, único recurso de Gonzalo para obsequiarle dicha consola a Vicente.
Por último, amerita mención diferenciada el propósito metatextual de la pieza, una latencia estética con diferentes grados de manifestación. Varias resultan las ocasiones en que Gonzalo condensa su sensibilidad sobre la hoja, plasmando en versos su voluntad poética. Estos pequeños textos, junto a una carta (belicosa, balsámica, válvula de escape a su impotencia) del propio Gonzalo, algunos libros y poemas de Vicente y la libreta de anotaciones de Pru (muchacha cuasi-turista, estadunidense, interés romántico de Vicente) fundan una nueva dimensión textual, metaliteraria. A manera de una mise en abyme, pero sin la pretensión laberíntica de esta, los personajes de Zambra escriben sus respectivas obras al interior de Poeta chileno, obra matriz, aglutinante.
La poesía existe en la paciencia de su autor. Un poema nace, ha nacido y no deja de hacerlo: nacerá por siempre, mientras su causante se alucine con la perfección, pervivencia, perdición. Poeta chileno puede considerarse una novela «actual», con todo el riesgo que conlleva dicha etiqueta. Su prosa evoca (y vive en/de) la tradición, pero su medio, motivo y meta es la realidad que se produce en su tiempo. Alejandro Zambra ha conseguido su propio cantar de gesta, solo que, por esta vez, el poeta no es bardo sino héroe.
[*] Alejandro Zambra: Poeta chileno, Barcelona, Anagrama, 2020.
[1] Sus últimas incursiones en la ficción (entiéndase narrativa, poesía o teatro) datan de 2014 (la novela Facsímil) y 2016 (la colección de cuentos Fantasía).
[2] Manfred Pfister, quizá, uno de los más representativos. En su texto «¿Cuán postmoderna es la intertextualidad?» (comprendido en el volumen Intertextualität. La teoría de la intertextualidad en Alemania, pról. y sel. de Desiderio Navarro, La Habana, Casa de las Américas, Uneac, 2004, pp. 139-164) dialoga sobre el (des)encuentro de estas dos culturas.
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Alejandro Zambra, mitólogo chileno
Por Senén Alonso Alum
Publicado en Revista Casa de las Américas N°302-303, enero-junio 2021