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Alejandro Zambra, autor de Facsímil, habla de sus frustrados intentos como profesor escolar

Por Javier Rodríguez Álvarez
La Segunda. Viernes, 12 de diciembre de 2014


 



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A fines de noviembre, el autor de Bonsái y Mis documentos lanzó Facsímil. Un libro raro, indefinible, que ocupa la estructura de la Prueba de Aptitud Verbal dada por el autor en 1993 –donde sacó 779 puntos– y crea, a través de las distintas secciones de la prueba, un relato con diversos niveles de lectura. Zambra, quien hace clases desde hace doce años en la UDP, aprovecha la oportunidad para hablar de sus frustrados intentos como profesor escolar, su paso por el Instituto Nacional y de las lecturas obligatorias.

Alejandro Zambra (39), tenía 22 años. Había egresado recién de Letras de la Universidad de Chile y se enteró de que había una vacante para hacer clases de castellano en un colegio de Curicó, donde postuló y quedó. Duró un mes. Treinta días que hoy recuerda como un martirio. “Nunca logré hacer una clase, me tiraban papeles en la cara todo el día. 45 pendejos riéndose de mí”.
 
De los 45 alumnos de tercero medio, sólo una, la matea, lo tomaba en cuenta. Zambra les había encargado que leyeran La Metamorfosis, de Kafka. “Les pregunté si lo habían leído, ya que tenían prueba el miércoles y yo estaba dispuesto a hacer la más sangrienta del mundo. Era mi única forma de venganza. Todos dijeron no, lo que esperaba. Menos ella”. El asunto es que no le había gustado. ¿Un tipo que amanecía convertido en bicho? Asqueroso. “Muy tonto, le dije: ¿nunca te has sentido como un bicho? ¿Que nadie de tu familia te pesca y que eres un estorbo? Y ella, la que más atención ponía, se puso a llorar”, recuerda riendo el autor de Formas de volver a casa.
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Ahí Zambra entendió que el bicho era él. Comprendió, también, la posición de poder que tiene el profesor. Más adelante, además de hacer clases en un preuniversitario y en un centro de formación técnica, pasó por otros dos colegios: uno en Vitacura, donde llegaban los alumnos echados de colegios de alto rendimiento académico, y otro en Matta. “Horribles”, asegura.
 
En ninguno duró más de dos meses.
 
¿Por qué eran tan horribles?
— El de Vitacura fue el más difícil. Y eso que eran como siete personas por sala. La clase consistía en que los alumnos no salieran nunca. Era un gendarme. Pero eran unos pobres niños tapados en Ritalin, arrogantes, como les habían enseñado a ser.

¿Qué era lo más complicado de hacer clases en colegios?
— Hacerse cargo de la disciplina. Soy muy malo para eso. Tiendo a lo horizontal, y la única forma de verticalidad que conozco es apelando a la autoridad intelectual. Cosa que siempre me ha parecido pesada y condescendiente. El desafío intelectual, en el que me crié en el Instituto Nacional, me cansó.

¿La cultura del debate?
— Claro, eso es muy institutano. Eran los primeros años de la vuelta a la democracia y pasamos de una onda muy autoritaria a esta otra forma del autoritarismo, con el valor de la argumentación. Entonces si uno sabía hablar –y nosotros sabíamos hablar– podía criticar cualquier cosa. También era un colegio donde si el profesor no se imponía a través de su estatura intelectual, no duraba una clase. En Curicó era distinto.

¿Por qué?
— Un alumno una vez me dijo: “A usted le fue mal, si por algo es profesor. ¿Cree que nosotros queremos ser profesores?”. Ahí está la base de todo, en ese desprecio. Porque en Chile se entiende que son gente que tomó una última opción, que no le dio para más.

¿Y consideras que es así o que es un prejuicio?
— Un prejuicio. Para mí ser profesor es uno de los trabajos más exigentes del mundo. Es algo que se aprende haciendo. Más allá de lo que estudiaste. Y, claro, yo no lo defiendo en abstracto. Creo que hay profesores muy malos, otros muy buenos. Pero sí es algo donde la experiencia tiene un lugar. Yo en estas clases no tenía ninguna experiencia, y pensaba que mis ideas por sí mismas iban a generar algún interés. Pero no sabía cómo interactuar con un grupo. Y creo que también estaba en contra de la estructura autoritaria de los colegios. El profesor como sujeto que lo sabe todo es una imagen súper intimidante para los estudiantes. Y el que quiere empatizar a toda costa con sus alumnos, es un demagogo. Es difícil dar con el punto. Yo era muy chico y no sabía cómo hacerlo.


Castradores intelectuales

¿Qué te produce el concepto de lecturas obligatorias?
— Antipatía. Lo mismo la división etaria de las lecturas. Es absurdo porque toda la gente a la que le gusta leer, traicionó esos compartimentos. La única opción para que los niños lean, es que al profesor le guste mucho la literatura. Que nunca dé a leer un libro que no le parezca sensacional. Que en vez de dar una opción, de cinco. Eso implica averiguar, tomar alguna decisión.

¿Te sientes más cómodo como alumno o profesor?
— Ya no me puedo hacer esa pregunta. Sí creo que disfruto mucho de hacer clases. Pero ha sido una búsqueda de sentido permanente. De cómo hacer, qué buscar, cómo evaluar, y eso es súper intenso. Cuando hago clases me cuesta estar haciendo otra cosa a la vez. Me concentro mucho en eso. Juego mucho, también. Tiene una dimensión de actuación. Me gusta lo que pasa en una sala.

¿El buen profesor necesariamente tiene que ser odiado o es al revés?
— Nunca sentí nada parecido al odio por un profesor que haya admirado. Sí he odiado a algunos profesores, castradores intelectuales. Y es muy delicado todo, porque cada persona es distinta. De repente un profesor te desafía y tú actúas a la altura. Entonces ahí hay un proceso intelectual. Pero también el mismo profesor lo hace con otro y ese otro siente que no puede aceptar el reto y se descorazona. Es un equilibrio muy difícil de sostener.

¿A eso va ligado lo de que en el Nacional, más que los eduquen, los entrenen, como se menciona en Facsímil?
— Creo que sería muy arrogante proyectarlo, porque no sé cómo está el colegio ahora. Pero, claro. Incluso con ese discurso. No es una metáfora. Desde séptimo dábamos pruebas con alternativas, se nos hablaba de la prueba, era el gran momento de gloria del colegio.

En uno de los textos del mismo libro un personaje dice: “Gracias a la copia salimos un poco del individualismo y empezamos a convertirnos en una comunidad. Es triste decirlo de esta manera, pero copiar nos volvió solidarios”. ¿Dejas copiar a tus alumnos?
— Nosotros en el Instituto Nacional copiábamos mucho. Aprender a hacerlo bien era casi como cursar una asignatura aparte. Pero yo no los dejo, aunque nunca he hecho evaluaciones en las que copiar tenga mucho sentido.

¿Reivindicas copiar en las pruebas de alternativas?
— No podría. Esto de que aprender consista en adivinar… Pienso que todo debería estar más orientado a la discusión y al diálogo. A desarrollar pensamiento, a equivocarse. La ilusión de la respuesta única hace daño.



 



 

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