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Zambra, melancolia (una impresión)

Por Raúl Rodríguez Freire

Publicado en revista Hispamérica , Año 43, N°. 128 (Agosto 2014)



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"Y emerge y triunfa una palabra a esta altura inevitable: melancolía".
Mis documentos


En pleno invierno de 2011, y contra todo pronóstico (ambiental y gubernamental), el movimiento estudiantil chileno demostraba una vez más su fuerza recorriendo masivamente las calles de Santiago. La movilización fue bautizada como la marcha de los cien mil paraguas, dado que ni el frío ni la lluvia impidieron que miles de estudiantes dejaran las aulas para gritar y cantar al aire libre a favor de una educación pública. De aquel nublado y a la vez bellísimo día guardo la impresión de haber visto a Alejandro Zambra (1975) caminando entre los escolares; caminaba solo, sin paraguas, aceptando resignadamente las empapantes gotas. Aunque tal vez no estaba solo, quizá incluso llevaba paraguas, pero así lo recuerdo o así lo imaginé, y me pareció una imagen triste, la misma, por cierto, que encontramos no solo en las fotografías que acompañan las solapas de sus últimos libros (mirándonos tras un tazón), sino también impresa en su escritura..., la imagen de un joven y melancólico escritor que comenzó arrancándole horas al trabajo flexibilizado para dedicarse a eso que todavía llamamos literatura.

Su primera publicación es Bahía Inútil, un pequeño libro que recoge poemas escritos entre 1996 y 1998, y donde Zambra pregunta por los colores del llanto y afirma que "para partir será necesario perder el miedo a navegar y a olvidar",[1] precisamente lo que no hace en sus novelas, olvidar, pues éstas generan la impresión de estar construidas a partir de una memoria que trabaja por inventarse un lugar, por reencontrar su propio espacio, una memoria perdida entre un pasado marcado por la violencia y un futuro domesticado por ella.

Zambra es ante todo un lector y el lugar que hoy tiene en la escena literaria radica en ello, pues su particularidad, así como la relevancia de su escritura, logran el debido reconocimiento gracias a la forma en que sabe apropiarse de lo que lee para inscribir luego, en medio de lo que lee, su propia obra. Él mismo lo señala en su libro de ensayos: "A mí me gusta leer. Puede parecer raro decir esto, pero ya no estoy tan seguro de que a los escritores les guste leer."[2] De manera que Zambra es un escritor lector o un lector escritor que sabe hacer suyo lo que lee y de ello nos damos cuenta cuando lo que lee se transforma en escritura, no de manera simple ni llana, sino escribiendo precisamente ese libro que no ha leído: "Se escribe para leer lo que queremos leer [...] se escribe sólo cuando esos otros no han escrito el libro que queríamos leer" (p. 145). Nuestro autor reconoce, sin embargo, que es más placentero leer a otros, y lo relevante aquí, por ahora, es cuando Zambra escribe sobre aquellos escritores cuyas obras ha leído, pues nos entrega, por ejemplo, la impresión de un Adolfo Couve o la de un Julio Ramón Ribeyro "azambrados", a lo Zambra.

Se trata de escritores que, como él, han pasado de la poesía a la narrativa o han mezclado los géneros; se trata de escritores melancólicos o que en algún momento han sido habitados por la melancolía, y coincide con que sus argonautas son o fueron, también, poetas. Se trata también de autores que se acercaron a la novela desde la poesía, nombres como los de Gonzalo Millán, Franz Kafka, Roberto Bolaño, César Pavese, J. M. Coetzee, Josefina Vincens, entre otros. De manera que Zambra escribe sobre otros, aunque pensando en sí mismo o más que pensando en sí mismo, buscándose a sí mismo, indagando sobre quién es el que lee y quién es el que escribe. Al hacerlo, nos entrega a su Ribeyro, a su Bolaño, escritores que lee posiblemente buscando un futuro o una promesa que de antemano sabe que no arribará, no todavía, de la misma manera que —tengo la impresión— sabe o intuye que en ese porvenir que se suspende indefinidamente se juega la comprensión de nuestro futuro y nuestro presente, ese que ha decidido impugnar con la medianía de sus personajes, hijos, como él, de la dictadura.

Sus tres novelas ya publicadas, más su reciente libro de relatos, dan cuenta de un país que ha dejado como herencia un presente melancólico, un presente, empero, que hay que aprender a reconocer como tal, dado que la herencia, repensada de acuerdo a Derrida, "no es nunca algo dado, es siempre una tarea".[3] De ahí que su escritura comparta un espacio literario habitado también por proyectos de literatura que no hacen justicia a —ni tampoco les interesa— ese pasado.

En Mis documentos, publicado a finales de 2013,[4] se recogen once relatos a través de los cuales es dable percibir una mirada que intenta dar cuenta de la dificultad, cuando no de la imposibilidad, que tiene lo común para emerger en el Chile del siglo XXI, pérdida esta que es, también, la de un espacio que permita transmitir la propia experiencia de lo común y su cultura. Quizá donde con mayor intensidad se percibe tal acontecimiento es en los relatos que ficcionalizan la relación de un padre con su hijo ("Verdadero o falso", "Camilo" y "Recuerdos de un computador personal"). En estos relatos de Zambra, la paternidad es una imposibilidad y cuando se da, como en "Hacer memoria", asume la condición de una constante violación, de manera que no tener un padre representa una gran suerte. La ironía de Zambra se da con un relato titulado "Vida de familia", pues lo que no hay, precisamente, es una familia. De manera que Mis documentos es el relato de un quiebre, el quiebre de lo común, evento al que la posdictadura, llamada democracia, alimentó.

Arriesgando una hipótesis, se podría señalar que la mirada en los relatos se articula de manera directa (y magistral) con sus tres libros anteriores, pues como veremos luego, en ellos también encontramos este quiebre. Sin embargo, estos relatos, quizá por la iteración de la dificultad que encuentra la emergencia de lo común, permiten aun más claramente comprender que la poética de Zambra guarda una pulsión determinada al dar cuenta de una imposibilidad política que tiene sus raíces en la dictadura. Por ello es que tengo la impresión de que sus libros son un solo libro, que escribe y reescribe no el paroxismo ensalzador de la intimidad, de la individualidad neoliberal, como hace gran parte de la ficción contemporánea (narrativa y, sobre todo visual), sino la catástrofe de la experiencia comunitaria.

Si hemos de leer los libros de Zambra como un solo libro, se podría decir que Bonsái trata de alguien, un estudiante, que ingresa, formalmente, a la literatura. La vida privada de los árboles es y no es ese estudiante, ahora convertido en un profesor part-time, que enseña literatura y que sobrevive gracias a ella. Formas de volver a casa nos habla de un narrador que maneja su oficio y lo pone al centro de su obra, como Lispector en La hora de la estrella, aunque su oficio es ya anacrónico, condición bajo la cual, sin embargo, impugna su tiempo. En cuanto a Mis documentos, es la escritura de la imposibilidad de una experiencia que las otras novelas también intentaban narrar. Que estos títulos se lean como uno solo no debe llevamos a pensar en una escritura lineal, pues se pueden leer en cualquier orden que el efecto será el mismo, al ser la melancolía la lucidez que les atraviesa e ilumina el tiempo perdido.

Bonsái (2006), su primera obra narrativa, produjo un fuerte remesón en la pequeña e ingrata provincia literaria de Chile. Bonsái es, como señala el narrador, "una historia liviana que se pone pesada".[5] es la historia de Julio y Emilia, dos estudiantes de literatura que en su segundo año de universidad, una noche de estudio que terminó en baile y alcohol, el azar les obligó a compartir una cama. Fue un accidente, no así la segunda vez. De ahí en adelante inician una relación intensa, alimentada (y destruida) por el sexo y la lectura, pero también por la "complacencia de los que se creen mejores, más puros que el resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama el resto" (pp. 25-6).

Como se ve, es la historia sencilla de dos chicos engrupidos que deciden leer cada noche antes de "follar", no de hacer el amor, pues, según Emilia, todavía son "demasiado jóvenes para hacer el amor" (p. 15). Así es como llegan a Proust, al que ambos dicen haber leído en su segundo encuentro amoroso, y al que en verdad ninguno ha leído; sin embargo, "regresan" a los siete tomos de En busca del tiempo perdido como si fuera un antídoto que pudiera paliar el inminente desenlace al que los había arrojado "Tantalia", aquel relato de Macedonio Fernández donde la "reeducación de la sentimentalidad" de "Él" y "Ella" depende del cuidado de una plantita, pero su trágico desenlace prefigura la separación de Julio y Emilia. Como se nos indica en el mismisimo comienzo de Bonsái, "al final ella muere y él se queda solo... Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura" (p. 13). De manera que Bonsái, como "Tantalia", es una poética de la literatura, un texto metaliterario cuyo centro es la literatura misma, un centro que se narra a partir de las vidas de dos jóvenes comunes y corrientes que estudian o estudiaron letras y que quedan solos.

En cuanto a La vida privada de los árboles (2007), es la historia de Julián, que deberla llamarse Julio, pero un error en el registro civil (un error, quizá, de impresión), o de su encargado más bien, produjo una variación en el nombre que habían escogido sus padres (¿el autor?). Este narrador es el mismo narrador de Bonsái. Julián está casado con Verónica, quien a su vez está divorciada de Roberto, y con quien tiene una hija llamada Daniela, a la que Julián mismo cuida, como si fuera su propia hija durante una larga noche en la que su madre inexplicablemente no regresa. De manera que "La vida privada de los árboles" es "una serie de historias que ha inventado [Julián] para hacerla dormir".[6]

Se trata de una noche larga en la que el tiempo no transcurre desapercibidamente, pues el retraso de Verónica se cierne como un recuerdo inquietante que le impide a Julián fijar el pensamiento, todavía más si se considera que Verónica le sentenció, en medio de una noche de sexo y alcohol, que si llegase a morir, que si llegase a faltar, Daniela debe quedarse con su madre o con él, pero nunca con Fernando, así que "el libro", tanto el del narrador como el del personaje, "sigue hasta que ella vuelva o hasta que Julián esté seguro de que ya no va a regresar" (p. 38). Entre medio conocemos sus recuerdos o algunos de sus recuerdos, y sus sueños, particularmente aquellos en que ve a su hijastra crecer y leer, ya adulta, la novela que escribe en los ratos que puede. En esos sueños Verónica no aparece, pues, de alguna manera, Julián tiene la impresión de que al amanecer su vida será distinta, su futuro, y el de Daniela, será otro. Y así fue. Un argumento muy sencillo que, no obstante, le permite a su autor dirigir una mirada crítica a las condiciones de posibilidad de la literatura hoy, a la vez que le otorga un carácter ominoso a la "desaparición" de Verónica.

Julián "es profesor de literatura en cuatro universidades de Santiago. Hubiera querido ceñirse a una especialidad, pero la ley de la oferta y la demanda lo ha obligado a ser versátil: hace clases de literatura norteamericana y de literatura hispanoamericana y hasta de poesía italiana, a pesar de que no habla italiano" (p. 26). Así que cuando está en apuros económicos o simplemente necesita más dinero para pagar el arriendo de su casa, se verá obligado "a pedir más clases" (p. 35), es decir, necesitará hacer todavía más cursos. De manera que Julián (como Zambra en algún momento) "es profesor, y escritor de domingo" (p. 27), escribe o solo tiene tiempo para escribir aquel día, y lo hace de la misma manera que otros dedican su descanso para beber o maestrear. No está demás señalar que "el resultado es pobre: una escuálida resma de cuarenta y siete hojas que él se empeña en considerar una novela" (pp. 27-8), un eco irónico que Zambra dirige a quienes no vieron con buenos ojos la aparición de Bonsái, publicada como novela aunque no pocos le restaran tal inscripción.

Por otra parte, La vida privada también inscribe el recuerdo de un pasado reciente en el que las desapariciones no eran extrañas, sino más bien parte de la cotidianidad, aunque no para la del narrador, que proviene de una familia donde la muerte dictatorial no se llevó a nadie. Julián recuerda particularmente una tarde de sus años universitarios, una tarde que pasó junto a sus compañeros "intercambiando relatos familiares donde la muerte aparecia con apremiante insistencia. De todos los presentes, Julián era el único que provenía de una familia sin muertos, y esta constatación lo llenó de una extraña amargura" (p. 67).

Esa amargura se transformará con Formas de volver a casa en benjaminiana melancolía, aquella bilis que protesta contra el malestar del mundo, plegando, como decía Montaigne, risa y lágrimas. Esta obra imprime, así, la sonrisa inquieta de un niño y la tristeza de aquel que mira su infancia. Aquí se dirige una mirada crítica a la complicidad silenciosa de esa inmensa minoría que hizo poco o nada por luchar contra la dictadura y la violación a los derechos humanos, un silencio que perdura hasta el presente del narrador, un personaje secundario, como secundarios eran los niños que crecieron en los años '80, alegremente ignorantes de la infamia que les rodeaba.

De ahí que la Historia de aquel funesto tiempo sea y siga siendo la novela de los padres: "Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndonos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón".[7] Formas de volver a casa es el libro que Zambra deseaba leer, pero que otros no habían escrito; es la literatura de los hijos, la novela de los personajes secundarios, los de entonces y los de hoy, pues de manera intercalada, cuatro capítulos nos narran el recuerdo de una infancia dictatorial y los pormenores de un narrador que 25 años más tarde intenta escribir sobre esa misma infancia.

La primera parte de esta novela es la historia de esos chicos que jugaban a ser grandes, no en el centro de los acontecimientos, sino en "un rincón perdido al oeste de Santiago" (p. 19), un lugar donde "los adultos jugaban a ignorar el peligro. Jugaban a pensar que el descontento era cosa de pobres y el poder asunto de ricos, y nadie era pobre ni rico, al menos no todavía, en esas calles, entonces" (p. 23). En otras palabras, Zambra explora aquí la medianía con que familias comunes y corrientes, viviendo en barrios completamente carentes de brillo, como la del narrador mismo, enfrentaron una época que marcó la historia del país. Se trata de historias mínimas, alejadas radicalmente de toda epicidad, historias a lo bonsái, si se quiere, trabajadas mediante un lenguaje liso y acabado que entronca con la simplicidad existencial que se narra.

"Estamos bien", así se titula la última parte de Formas de volver a casa. El narrador y Eme han recobrado o han comenzado a recobrar el diálogo. Eme ha vuelto a leer, aunque sola, la novela que leemos de manera entrecortada, una novela que se ensaya, pero ella guarda silencio, retarda el comentario de su lectura, posiblemente porque intuye que cuando lo haga comenzará la distancia definitiva entre ellos. Y así, una noche que se sumaba a muchas otras sin escritura, "empezó el terremoto" (p. 162). Preocupado, el narrador caminó hasta su casa, y le bastó oírla para saber que Eme estaba bien, solo eso quería saber, así que se regresó. En Maipú, su familia también estaba bien. Quería partir de inmediato, pero solo logró comunicarse con su madre antes de las nueve de la mañana, pero ella le "pidió que no fuera a verlos", pues "era muy peligroso el traslado" (p. 164).

Formas de volver a casa imprime gran parte de sus inquietudes, a la vez que nos enseña su estrategia escritural, su estética. Los capítulos titulados "La literatura de los padres" y "Estamos bien" muestran sus reflexiones, malestares, dudas, sus ensayos. Pero, de otra manera, aquí también se descubren experiencias personales que el autor pone a jugar en su escritura, ficcionalizando así su propia biografía. Eso quiere decir que la relación determinante que establece la ficción no es con un yo y sus efectos, sino con su ficcionalización. Zambra, en consecuencia, hace de la memoria uno de los principales recursos de su trabajo, pero no con el fin de recuperar un pasado, sino de comprenderlo, de comprender, en el caso de Formas de volver a casa, el o los modos en que familias simples, padres y madres de niños como el que él alguna vez fue, enfrentaron un acontecimiento como la dictadura. Coindice que este libro se escribe en el momento en que la derecha estaba disputando la presidencia del país: "Sé que Sebastián Piñera ganará la primera vuelta y estoy seguro que ganará también la segunda. Me parece horrible. Ya se ve que perdimos la memoria. Entregaremos plácida, cándidamente el país a Piñera y al Opus Dei y a los legionarios de Cristo" (p. 156). Pero esa memoria que se extravía no es la principal preocupación de nuestro autor, sino aquella que permite tal extravío, una memoria para la cual el olvido es la mejor estrategia que tiene para insertarse cómodamente en un país que promete hacer de cada ciudadano un gran emprendedor, como el mismísimo Piñera.

En la tercera parte de la novela, luego de reflexionar sobre una cita de Tim O'Brien respecto de la memoria que un amigo le dio a conocer, el narrador cita el comienzo de Léxico familiar, aquella novela donde Natalia Ginzburg repasa la lengua común de su familia. En realidad, cita una nota de la autora, algo así como un aviso de utilidad pública que les permitirá a los lectores comprender el proceder. Vale la pena leer la cita de Zambra: "Pienso en el comienzo bellísimo de Léxico familiar [...]: 'Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. Nada es ficticio. Siempre que, debido a mi costumbre de novelista, inventaba algo, me sentía obligada a destruirlo'. Habría que ser capaz de eso. O de quedarse callado simplemente" (p. 151). Zambra, sin embargo, no destruye; perfecciona su memoria, no para reproducirla sino para ajustarla a las necesidades de su ficción. De ahí el uso directo y sin florituras de su escritura, pues mientras más tallada esté una frase, más directa y segura será la imagen del recuerdo que nos quiere transmitir.

Así, por ejemplo, en un texto que ya había publicado como ensayo y que posteriormente, fechado en 2009, abre No leer, Zambra señala que leyó Madame Bovary cuando tenía 12 o 13 años. Este ensayo, apenas modificado, fue insertado en la segunda parte de Formas de volver a casa, y la edad aparece corregida. Ello me lleva a pensar en un bellísimo ensayo titulado "Hacia la imagen de Proust", donde Benjamin describe el lugar que el autor de En busca del tiempo perdido, central a Bonsái por cierto, el otorga a la memoria: "Es sabido que Proust no describe en su obra una vida según ella fue, sino una vida como la recuerda el que la ha vivido. Pero esto aún es impreciso, demasiado tosco. Pues lo más importante para el autor que recuerda no es lo que ha vivido, sino el proceso mismo en que su recuerdo se teje".[8]

Algunos de los pasajes más memorables de la obra de Proust responden a su niñez, lo mismo que un famoso ensayo que dedicó a la lectura, y que inicia precisamente recordando que no tuvo días más plenos que aquellos que pasó junto a sus libros preferidos. Como Proust, Zambra ha hecho de la infancia uno de los principales territorios de su escritura y sabe, como aquel, que hay lecturas que marcan "los lugares y los días en que las hemos realizado". Esta asombrosa huella mnémica puede dar lugar a un acontecimiento infinito, pues como señaló Benjamin, mientras una vivencia se encuentra limitada por sus propias condiciones, el recuerdo que se vuelve evento "es una clave de todo lo sucedido antes y después de él".[9]

Son múltiples los recuerdos de infancia que Zambra intercala en su escritura... lo hace en sus novelas, y lo hace también en sus relatos, como lo es ese bello escrito sobre el Instituto Nacional, que forma parte de Mis documentos. Aunque también lo hace en sus ensayos, sobre todo en esos que, como hemos visto, disemina fragmentariamente en sus novelas. Es más, en uno de ellos se señala que Enrique "Lihn definió la infancia como un 'tiempo al servicio de los fantasmas"', cuestión que le permite afirmar al autor de La pieza oscura que la infancia constituye "un lugar donde poner imágenes que, vistas desde el presente, conforman una especie de arraigo".[10] Tal arraigo no es sino el tiempo transformado en espacio, una de las estrategias con que el pensamiento melancólico figura cuadros, sostiene sus recuerdos y articula la lectura con la escritura, produciendo imágenes que luego se traspasarán a nuestras particulares memorias. Quizás de esta operación es que surge aquella otra con la que Zambra ha sido reconocido, aquella que define cabalmente su comprensión de la escritura: "[P]ienso que escribir es sacar y no agregar. Escritor es el que borra. Es un poco lo que observa Julio Ramón Ribeyro en este bello fragmento de La tentación del fracaso: 'Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración'. Cortar, podar: encontrar una forma que ya estaba ahí. Por eso me gusta tanto este verso de Gonzalo Millán: 'El dolor se talla y se detalla".[11]

Considerando lo hasta aquí escrito es que me gustaría reescribir ese verso de Millán, con la intención de definir todavía más la escritura de Zambra, para entonces decir: "La melancolía se talla y se detalla". Esta es la impresión que se tiene de los libros de Zambra, donde la infancia y el signo de Saturno (en el sentido de convertir lo antiguo en nuevo) se cruzan para entregarnos pequeños textos que en conjunto constituyen una gran obra, cruce que el mismo Zambra ha reconocido al señalar que "hay una melancolía base con ese lugar fuera de la historia que es la infancia".


 

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Notas

[1] Bahía Inútil, poesía 1996-1998, Santiago, Ediciones Stratis, 1998. p. 27.
[2] No leer, Santiago, Universidad Diego Portales, 2010, p. 145.
[3] Jacques Derrida, Espectros de Marx, J. M. Alarcón y C. de Peretti, trads., Madrid, Trotta, 1995, p. 67.
[4] Mis documentos, Barcelona, Anagrama, 2013.
[5] Bonsái, Barcelona, Anagrama, 2006, p. 25.
[6] La vida privada de los árboles. Barcelona, Anagrama, 2007. p. 13.
[7] Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama, 2011, p. 56.
[8] Walter Benjamin, "Hacia una imagen de Proust", A. Brotons Muñoz, trad., en Obras, Madrid, Abada, 2007, Libro IINol. I.. p. 318.
[9] Ibid.
[10] No leer, pp. 31-2.
[11] Ibid. p. 21.

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Raúl Rodríguez Freire. San Carlos, Chile, 1979. Doctor en Literatura por la Universidad de Chile. Es Profesor Asociado de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha publicado la compilación La (re)vuelta de los Estudios Subalternos: una cartografía a (des)tiempo (2011; 2013) y co-editado Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias (2012). También publicó una edición crítica dedicada a la obra de Roberto Bolaño, "Fuera de quicio". Bolaño en el tiempo de sus espectros (2012). Tradujo y editó, junto a Mary Luz Estupiñán, Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago (2012). Actualmente prepara junto a Clara Parra el volumen Crítica literaria y teoría cultural en América Latina. Para una antología del siglo XX, a publicarse por Ediciones Universitarias de Valparaíso.

El presente texto forma parte del proyecto "Del género humano al capital humano: una arqueología de las humanidades en Chile", financiado por Fondecyt-Chile (N° 3130597).



 

 

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Zambra, melancolia (una impresión)
Por Raúl Rodríguez Freire
Publicado en revista Hispamérica , Año 43, N°. 128 (Agosto 2014)