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Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra
Por
Irène Contardo Schmeisser
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Existe, en la teoría que estudia la didáctica de la escritura, un concepto para designar la verborrea sin organización; se llama decir el conocimiento, o prosa del escritor. Esto es, decir todo lo que venga a la cabeza acerca del tema que se está preguntando, sin jerarquizar la información. Espero no llegar a eso en este artículo, pero advierto que durante la lectura de Formas de volver a casa, a mi cabeza venían varias interpretaciones posibles y acaso hasta guiños intertextuales. Muchas cosas llamaron mi atención, por lo que es posible que en un momento aborde demasiadas aristas de la novela. No obstante, intentaré ordenar las ideas lo más claramente posible y priorizar en su profundización.
Formas de volver a casa está dividida en cuatro capítulos: Personajes secundarios, La literatura de los padres, La literatura de los hijos y Estamos bien, en orden. La primera y la tercera parte son relatadas por un narrador, podríamos decir, doblemente ficticio, ya que en la segunda y la cuarta parte se nos presenta la voz del autor de estas narraciones. Es decir, tenemos a un narrador-autor, y un narrador-personaje dentro de la novela escrita, cuyo proceso de producción se refleja en el transcurso de La literatura de los padres y Estamos bien. En estos apartados podemos asistir, además, a las experiencias y recuerdos del autor y cómo éstas se filtran en su creación literaria.
Ambos narradores buscarán jugar un papel en el presente intentando recuperar el pasado, próximo o distante, por medio de personajes de antaño: el autor lo hará con su ex esposa (Eme) y sus padres, y el narrador (intra)intradiegético con una amiga-amor de infancia (Claudia) con la que se reencuentra y con la que guarda una historia inconclusa de cabos sueltos y, por lo tanto, algo de misterio que obsesivamente querrá resolver.
Lo primero que se me vino a la mente, y creo que no será una innovación interpretativa, es la cualidad de novela de generación. Los narradores de Zambra representan aquí a una generación perfectamente enmarcable en el tiempo y el contexto. Son los niños de la dictadura, los que crecieron en ella hasta su adolescencia. La necesidad que mueve el relato es, al menos en parte, contar la historia de esta generación que se vio desplazada de las prioridades del mundo de los adultos por una urgencia mayor: la dictadura.
Opazo (2009) describe a los personajes y narradores de la narrativa posdictatorial como seres que se niegan a vivir el presente de forma libre, atados al dolor y la perspectiva del horror que impuso la dictadura: “el hombre gris: figura (narrador o personaje) que en cada uno de los relatos citados resiste los cambios del presente (e.g. globalización, transición a la democracia) a través de la evocación melancólica de la vida cívica de esa ciudad que gobernaron los caudillos frentepopulistas y que inmortalizaron los novelistas sociales.” (93).
Si bien ambos narradores intentan reconstruir su pasado en base al recuerdo – la memoria arraigada en una persona del pasado intentando dar sentido a su presente –, en la novela no se alcanza a conformar la figura del hombre gris que describe Opazo, pues es un sujeto que se ubica, tal como lo enuncia en la novela, desde el papel de personaje secundario en la historia dictatorial chilena. Si bien se ubica desde las líneas férreas (93), no es con la nostalgia de un pasado histórico (Frente y Unidad Popular) sino con la nostalgia de la inocencia de la niñez.
El problema que se suscita aquí, para los personajes (autor-narrador, personaje-narrador y Claudia) es cómo configurarse desde el papel protagónico si durante todo su período de formación sólo supieron ser secundarios. La historia los ha aplastado. En otros términos, yendo a la novela dentro de la novela: el referente histórico es de tal peso y magnitud que no permite que el sujeto pueda narrar su propia historia, pueda hilar su propia identidad y termina buscándola en otros. Por qué, porque él carece de esa historia, la oficial: su familia de clase media permaneció al margen de los conflictos de la dictadura, en cambio Claudia tuvo un familiar (primero tío, luego padre) perseguido y ella misma vivió la clandestinidad. Busca, entonces, crear una identidad desde la identidad de otros. Por su lado, la Claudia adulta decide que debe tomar su vida en sus manos y parte a Estados Unidos buscando una originalidad en su existencia, una que no se explique por la identidad de sus padres.
Sin embargo, la necesidad de Claudia de comenzar una vida propia, original y auténtica, libre del pasado, no logra tampoco erigirse como una configuración real o completa como sujeto. Finalmente nos damos cuenta que no quiere una vida de protagonista. Añora su papel secundario, quiere una vida de paseos por el parque (Zambra 140). Esto de no estar enamorada de nadie – lejos de querer aquí hacer una interpretación tradicionalista del amor – significa también un fracaso, otro trauma de los hijos de la dictadura (Amaro 110). Lo mismo sucede con el personaje-narrador, él tampoco logra establecerse emocionalmente, no tiene tampoco seguridad de su vida laboral – tampoco quiero aquí hacer una apología del trabajo de oficina con horario fijo –, siente inseguridad en torno a su oficio de escritor. Ambos, autor-narrador y personaje-narrador, buscan sujetos (mujeres, amantes del pasado) que los vuelvan a configurar como sujetos identitarios.
Existe un personaje que nos muestra otra posibilidad, también fracasada: Ximena, la hermana mayor de Claudia. El enfrentamiento entre ambas se explica porque, a pesar de ser hijas, no pertenecen a la misma generación, Ximena tiene memoria y conciencia del dolor durante la dictadura, no sólo después. Ella, probablemente, no se siente un personaje secundario. Por eso su complicidad con su padre, por eso su enojo con su madre y, especialmente, por eso su rencor hacia Claudia, rencor quizás a su inocencia, a la posibilidad de vivir con su pasado pero a la vez tener la posibilidad de dejarlo atrás y construir su propia vida. Claudia misma lo entiende así:
No sé en qué momento, hace años, agrega Claudia, Ximena construyó esa versión en la que yo era la hermana mala que quería quitarle todo. Y tal vez es ya muy tarde para hacer las paces. Porque algo de razón tiene Ximena. Se quedó porque quiso quedarse. Pero se quedó, dice Claudia. De alguna forma mi papá tuvo que elegir a cuál de sus hijas joderle la vida. Y la eligió a ella. Y yo me salvé.
Le pregunto si en verdad está llena de culpa.
No siento culpa, responde. Pero siento esa falta de culpa como si fuera culpa. (111-112)
No pertenecer a la historia protagónica se vive, por Claudia y también por el narrador (los narradores) como una carencia que se quiere llenar.
Por otro lado, una relación, se me ocurre, podría establecerse con El palacio de la risa de Germán Marín. Claramente hay diferencias abismantes, pero existe un par de marcas que no puedo dejar pasar. En ambas novelas el narrador se siente un poco ajeno – quizás hasta avergonzado e incluso celoso – a la realidad del dolor de la dictadura: uno pasó los diecisiete años en el exilio, el otro tuvo una familia de tipo “apolítica” (si tal cosa existe). Ambos se sienten pequeños ante la realidad que los contextualiza, se volvieron secundarios. Los dos entonces buscan construir su identidad en base a experiencias de otros, ambos buscan a una mujer que los haga pertenecer a esta historia con mayúscula que los dejó fuera y, al final, ambos fracasan en su intento.
Sin embargo, los personajes de Zambra, sí son sujetos que buscan constantemente respuestas y salidas “modernas”, resistiendo la fragmentariedad de la posmodernidad. Quieren ser sujetos, quieren ser protagonistas. Claramente, esto no logra cumplirse y lo vemos reflejado en situaciones como sus fracasos amorosos (de ambos) y la misma fragmentariedad del objeto textual – capítulos rápidos, breves, escritos que parecen más bien notas, etcétera –.
El sueño moderno de ambos personajes, es el de pertenecer al mundo de los padres, formar una pareja eterna, un matrimonio, que auto/co signifique una identidad, que perdure en el tiempo. Pero esto ya no es una realidad en la generación actual. Quizás por esto mismo el autor-narrador es esto, un escritor. En el acto de la escritura de su novela – ésa en específico –, busca significar su vida, realizar un tipo de sanación. Pienso, por ejemplo, en el acto psicomágico de construir un objeto que logre reconciliarse con el pasado. Sin embargo, constantemente se cae a pedazos: el autor no logra aceptar a sus padres y en su ficción los transforma para que sean como él quiere: juzgables. Su relación con Eme llega a su fin, pues en realidad era una mera agonía prolongada. Su personaje no alcanza a relacionarse realmente con Claudia, y con nadie, y ella termina por ir a buscar una vida que pase desapercibida.
Ahora bien, y para finalizar, que no se logre hallar una salida moderna, no significa que no se pueda seguir buscándola. Quizás por eso la novela comienza y termina con un terremoto (el del ’85 y el de 2011), para poder darle una unidad que la fragmentariedad del texto le ha quitado. La escritura de una novela de generación postdictatorial es una forma también de buscar identidad. Las formas de volver a casa, los caminos de recuperación del pasado personal, de la reconstrucción de una historia íntima (familiar o amorosa), puede interpretarse también como la búsqueda metafórica de la casa-nación, de cómo volver o pertenecer a la nación/casa.
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Bibliografía
- Amaro, Lorena. “Formas de salir de casa, o cómo escapar del Ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente”. Literatura y lingüística 29 (2014): 109-129.
- Opazo, Cristián. “Anatomía de los hombres grises: rescrituras de la novela social en el Chile de la postdictadura”. Acta literaria 38 (primer semestre de 2009): 91-109.
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Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama, 2011.