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Institutanos

Por Alejandro Zambra
Publicado en La Tercera PM, 21 de Junio de 2019



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No creo que los colegios tengan que cambiarle la vida a nadie, pero el Instituto Nacional nos cambió la vida, o nos proporcionó una vida que no teníamos. No seríamos lo que somos si no hubiéramos estudiado en el Instituto Nacional. Y nos costó años entender y admitir lo que esa frase encubría: que quizás, si no hubiéramos estudiado allí, seríamos mejores.

Era el colegio ideal para quienes queríamos hacernos los huérfanos: olvidar a nuestros padres y confiar en esa rara ilusión de autonomía que nos ofrecía el Instituto Nacional. Los primeros años habían sido duros, marciales, violentos: ningún profesor nos pegó, pero con algunos aprendimos que las palabras podían herir y dejar huellas. Había también unos pocos profesores geniales, valientes, sabios, divertidos, y quizás queríamos parecernos a ellos, pero no tanto, porque no queríamos ser profesores, queríamos llegar más lejos que ellos. Admirábamos a algunos profesores pero nosotros queríamos ganar plata.

Luego, a la altura de primero medio, cuando éramos los mayores de la jornada de la tarde, habíamos dejado de ser mateos y de repetir las opiniones y los prejuicios de nuestros padres, porque teníamos o creíamos tener opiniones propias. Habíamos aprendido, en el camino y a la fuerza, a discutir las reglas, a socavar la autoridad de los malos profesores, que ya no nos humillaban y que incluso nos temían, pero no porque fuéramos a lanzarles una molotov sino porque intentábamos dejarlos en ridículo y que se fueran para siempre del colegio. Y a veces lo conseguíamos.

Hablar pestes del colegio (“escupo al Instituto”, cantábamos en la parte del himno que dice “pues cupo al Instituto”), era nuestra forma de alabarlo, de confirmar la consistencia de su proyecto. Esos profesores malos y esos pocos profesores buenos nos habían enseñado a hablar. Entonces no sabíamos que luego tendríamos que aprender a hablar de nuevo. Nos gustaba “El baile de los que sobran”, siempre nos gustó esa canción, la escuchamos y guitarreamos un millón de veces, pero tardamos varios años en apropiarnos de la letra y en largarnos a llorar después de cantarla. Nos creímos los cuentos sobre el futuro y cuando descubrimos la farsa tuvimos que inventar otros cuentos un poco más reales, un poco menos cobardes.

Mi plural es falso, como todos los plurales. Había compañeros que pedían permiso hasta para toser y otros que, de la noche a la mañana, se sumieron en un silencio impenetrable y que pensaban que los que hablábamos en clases y dábamos forma y realidad a la retórica institutana, éramos unos imbéciles obsecuentes, funcionales al sistema. Y sabíamos que quizás tenían razón. Las pocas veces que soltaban alguna frase, los escuchábamos temblando y su desprecio nos hería pero ni tanto, porque teníamos cuero de chancho.

Confiábamos, finalmente, en una ilusión de democracia, pero no la del país, sino la nuestra. Y nuestro lenguaje radical, nuestra facilidad de palabra, nos permitía ser menos radicales. Éramos puntudos y soberbios, claro. Parlamentábamos sobre asuntos tan importantes como postergar una prueba. Y si no lo conseguíamos, copiábamos con los sistemas más sofisticados del mundo, que igual demostraban nuestra creatividad, nuestra inteligencia.

Ahí ya no había divisiones. Ahí estábamos todos en la misma, copiando. Nos daba igual, porque a esas alturas ya habíamos elegido algo que realmente nos importaba y queríamos dominar. Una sola cosa, no éramos para nada renacentistas: las matemáticas, el fútbol, el ajedrez, la música, la literatura, el resentimiento, lo que fuera, pero una sola cosa, no había tiempo para más.

Mi plural es falso, pero ni tanto. A fines de los ochenta el Instituto Nacional ya no era un colegio tan diverso socialmente: llegábamos ahí sobre todo niños de Maipú, de Renca, de San Miguel, de La Florida, de Puente Alto, y había algunos cuicos infiltrados, que en realidad eran hijos de ex alumnos, probablemente de ex alumnos que habían logrado infiltrarse en el cuiquerío. El colegio contaba una historia que no tenía nada que ver con nosotros, porque la nuestra no era la clase media de Ricardo Lagos. Buena parte de nuestros padres no eran profesionales y soñaban con que nosotros lo fuéramos. Y se quedaban tranquilos, nuestros padres, lo que es otro modo de decir que nos dejaban solos: nos veían rellenando facsímiles desde séptimo básico y eso les daba confianza, porque estudiábamos desde cachorros para la famosa prueba de mierda que odiábamos pero igual queríamos que nos fuera bien, igual queríamos ser puntajes nacionales.

En fin. Escribo esto porque vivo lejos y quizás estoy mal informado, porque en los poquititos medios de comunicación que quedan en Chile solamente leo que los estudiantes del Instituto Nacional son una manga de desadaptados violentistas, y porque veo en YouTube a los pacos metidos en el colegio deteniendo a un niño que se puso la capucha (del colegio) tal vez porque tenía frío y a otro que cometió el delito de ir al baño tal vez porque quería mear.

Imagino a una comunidad dividida y desencantada, que ya no cree en el discurso del colegio. Imagino a esos niños discutiendo a gritos, desesperados y también medio acostumbrados al clima de sospecha, con los teléfonos listos para hacer fotos y videos. Supongo que sus discusiones suenan demasiado adultas, y que también discuten con sus padres, ahora obligados a tomar posiciones, quizás arrepentidos de abandonarlos diariamente en ese país en miniatura donde parece que, como decía Nicanor Parra, la única ley que se respeta es la ley de la selva. Las autoridades dicen que la solución es pedirles a los estudiantes que se conviertan en soplones, en sapos. Dicen que hay que detectar –les encanta esta metáfora– la manzana podrida y empezar de nuevo. “Los estudiantes van a la universidad a estudiar, no a pensar”, decía Pinochet, y lo que proponen las autoridades no está tan lejos de esa estúpida consigna.

Si la educación en Chile llegara a ser –no voy a poner comillas– gratuita y de calidad, colegios como el Instituto Nacional no deberían existir. Eso lo sabían, por supuesto, los dirigentes del Instituto en el 2011, y esa especie de consciencia autodestructiva era hermosa porque era solidaria. Pero la educación pública chilena está lejos de esa meta, ni siquiera a medio camino; es todo demasiado frágil, porque de repente vuelve Piñera y arranca varias páginas del libro que unos cuantos diputados osados y valientes llevaban años escribiendo.

Lo primero que hizo la derecha al retomar el poder fue lanzar una contundente molotov llamada Aula segura, y por supuesto hubo quienes le hicieron el juego y replicaron al tiro con sus bombas caseras. Cada nueva molotov sólo contribuye a afianzar la idea, ya instalada en la opinión pública, de que el Instituto Nacional debe poco menos que desaparecer. Si mañana anunciaran el cierre definitivo del colegio, la mayoría aplaudiría la medida de pie y el tema es tan complejo y resbaloso que hasta los políticos más sensatos tardarían unas cuantas horas en ponerse de acuerdo con sus asesores sobre lo que deben decir.

No creo que los colegios deban ser como el Instituto Nacional pero tampoco creo que los países deban ser como Chile. No vivo en Chile pero si viviera en Chile no pondría a mi hijo en el Instituto Nacional. No creo en ese tipo de educación. Pero ellos tampoco: los nuevos, los de ahora, los miles de niños a quienes estigmatizan y tratan como delincuentes, han dicho en todos los tonos – el miércoles pasado, sin ir más lejos, en una intervención contundente en el Congreso–, que están cansados de un sistema solamente orientado al rendimiento y a la PSU, un sistema que genera frustración, perpetúa las injusticias e inculca el miedo; quieren otro colegio, un colegio por supuesto mixto y verdaderamente autocrítico, que combata de frente el individualismo y el exitismo y el machismo y todas las formas de estupidez. Y tienen derecho a pedirlo y nosotros la obligación de escucharlos. A todos: a los que hablan con un montón de frases subordinadas y un envidiable vocabulario y también a los que permanecen en silencio pero que hablarían si fuéramos capaces de transmitirles la mínima esperanza de que realmente vamos a escucharlos.



 

 

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