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Un libro para la tierra
"Mi libro enterrado", de Mauro Libertella. Mansalva, 2013
Por Alejandro Zambra
http://www.revistaenie.clarin.com/
11 de Junio de 2013
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"Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo”, dice Mauro Libertella al comienzo de Mi libro enterrado, y la imagen sobrevuela la lectura: cada tanto recordamos que el hijo escribe en la misma habitación donde su padre murió, donde su padre escribió. Para la literatura argentina, hasta aquí, Libertella es Héctor y no Mauro, pero lo digo desde fuera, porque no soy argentino y leí a Libertella hace poco. La verdad, no sé si lo leí antes o después de su muerte: como no usan el pretérito compuesto, como en las biografías ponen “publicó” y no “ha publicado”, siempre pienso que los escritores argentinos están muertos. Y como sé que siempre pienso eso, enseguida pienso también lo contrario: que están vivos.
Familia de escritores
En alguna medida la escritura siempre cumple una función terapéutica, pero en estos casos, naturalmente, esa dimensión es más visible. “Por momentos todavía siento que el apellido no me pertenece”, dice el autor, más adelante: “Me veo a veces como un extranjero, un usurpador en esas diez letras latinas”. Recuerdo ese poema en que Wislawa Szymborska habla con gracia sobre –o contra– las familias de escritores: “Mi hermana no escribe versos/ Lo sacó de mi madre, que no escribía versos/ y de mi padre, que tampoco escribía versos”. Hijo de Héctor Libertella y de una poeta brillante como es Tamara Kamenszain, Mauro estuvo expuesto desde siempre a la posibilidad de la escritura. Los que crecimos en casas sin libros tendemos a idealizar a las familias literarias. Pero qué difícil debe ser continuar a los padres de esta manera en que incluso contradecirlos es aceptarlos.
Su padre le preparaba una montaña de hojas con borradores, y Mauro se tiraba ahí, a jugar mientras su padre escribía: “Los restos de tu literatura, esos materiales descartados y todavía calientes que tirabas al piso y que iban formando una pirámide de la reescritura, eran mi parque de diversiones privado”, apunta, con emoción serena y quebradiza. Se ve que a Mauro no le interesa exhibir su dolor. Lo muestra pero no lo demuestra. Este es un libro sobrio y muy bello, que no podría entenderse como ajuste de cuentas ni como un panegírico. El padre queda como alguien más bien errático, que arrastra el problema cierto del alcoholismo (él diría “melalcoholismo”), pero siempre cómplice y generoso. Los lectores de Libertella padre advertirán que Mi libro enterrado dialoga, a veces de forma directa, con La arquitectura del fantasma, la autobiografía publicada días después de su muerte, pero quienes desconozcan la obra del padre también podrían disfrutar en plenitud de este libro, que invita a releer a Héctor y a aguardar los libros futuros de Mauro.
El riego constante
“Etimológicamente, Libertella quiere decir libro para la tierra”, solía recordar el padre: “ese es el libro que riego todos los días”. Al parecer Mauro quería titular así, “un libro para la tierra”, pero también es bueno el título final, lleno de sentidos. La clase de título que de entrada no convence pero que se embellece mientras avanza la lectura. Y la clase de libro que un autor escribe varias veces, a lo largo de toda la vida, de cien distintas maneras. No sería justo terminar esta reseña sin hablar de honestidad, aunque ya nadie sepa lo que quiere decir esa palabra. Al momento de describir lo que hay en este libro, también brillan estas otras palabras, en necesario desorden, plenas, inevitables: nobleza y amor.