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CUADERNO, ARCHIVO, LIBRO*

Alejandro Zambra
Universidad Diego Portales
alejandro.zambra@udp.cl

Publicado en Revista Chilena de Literatura Nº 83, Abril de 2013



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Palabras clave: escritura, postdictadura.

Key words: writing, postdictatorship

Voy a hablar sobre cuadernos, archivos y libros, sobre lápices, máquinas de escribir y computadores, pero también, de alguna forma, sobre el hecho de estar aquí, tanto tiempo después. Quienes hace veinte años decidimos estudiar literatura en esta Facultad, no teníamos tan claro lo que queríamos. Nuestras mayores pasiones eran leer y escribir, y la idea de que el placer coincidiera con el deber nos parecía maravillosa, pero hay que admitir que, para muchos de nosotros, estudiar literatura era también una manera de no estudiar derecho, de no estudiar periodismo: un modo de no hacer lo que nuestros padres querían que hiciéramos.

Casi todos escribíamos poemas o cuentos o algo que no era necesario, que ni se nos ocurría etiquetar. A la segunda o tercera semana de clases, organizamos un recital que tuvo lugar en este mismo auditorio: pegamos carteles por todo el campus, varios alumnos de los cursos mayores y de otras facultades asistieron, quizás algún profesor también apareció, el lugar estaba lleno, pero al final de la jornada no nos sentíamos felices, porque el público había sido frío y más bien mezquino. Entonces no sabíamos que en las lecturas de poesía y en los congresos literarios el público siempre era así: serio, adusto, secretamente liderado por los fruncidores de ceño, esa especie de tribu urbana dedicada a minar la seguridad de los oradores.

Tampoco sabíamos, pero nos enteramos pronto –en la medida en que corría el rumor sobre lo mal que escribíamos los mechones–, que por el hecho de leer en público nos convertíamos en sospechosos. Querer escribir era un signo de inocencia: ya estaba todo dicho, la historia de la literatura oleada y sacramentada, había que ser muy inocente como para creer que podíamos agregar algo, que podía ser importante lo que intentábamos decir. “Desconfiar de todo/ Desconfiar de todos/ Desconfiar de ellos// Vivir en estado de sospecha”, dice un poema sobre esos años escrito por Roberto Contreras, a quien conocí en marzo de 1994, el primer día de clases: recuerdo que nos acercamos a intercambiar información, porque los dos teníamos el pelo largo y estábamos aterrados por el posible mechoneo.

Incluso si se aceptaba que era legítimo escribir, querer escribir, nuestra generación seguía siendo sospechosa: sobre qué íbamos a hablar nosotros, que habíamos crecido como esos árboles que amarran a un palo de escoba: adormecidos, anestesiados, reprimidos. Teníamos vidas tan distintas, pero estaba eso en común, la infancia en dictadura, y ahora esta súbita supuesta democracia: un tiempo tan complejo, tan gris, con Pinochet aún al mando de las fuerzas armadas y en vías de convertirse en senador vitalicio. Estoy hablando de sospechas y no está de más recordar que en ese tiempo todavía era legal la detención por sospecha.

Quizás era cierto que estábamos dormidos, pero era como cuando descubrimos que estamos soñando e intentamos despertar, pero no podemos; sabemos que con un poco de esfuerzo, como quien encuentra impulso en el fondo para salir a flote, podríamos despertar, pero no lo conseguimos. Ser jóvenes, ya está dicho, no era en este caso una ventaja, o al menos no lo sentíamos así, porque además estaba esa otra sospecha que siempre persigue a los estudiantes de literatura, a los lectores jóvenes, una sospecha por lo demás razonable: que no habíamos leído lo suficiente.

Así las cosas, había que jugar el juego, aceptar el desafío, y algunos lo hicimos, porque en los años siguientes hubo un montón de cátedras memorables en que intentamos probar que leíamos mucho y bien, que podíamos caerle a los profesores con preguntas insólitas y oportunas. Estoy seguro de que nunca he vuelto a discutir sobre libros con la pasión y la soterrada alegría de esos años. Y aunque realmente leíamos mucho, fingíamos que lo habíamos leído todo, que navegábamos con inverosímil soltura en la copiosa bibliografía, porque ya no queríamos soportar ese descrédito, esa sospecha, de nuevo, cada vez que hablábamos o intentábamos hablar de literatura.

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Años después escribí un libro sobre unos estudiantes de literatura que fingían haber leído a Proust y los imaginé aquí, en esta Facultad, de forma intuitiva, quiero decir: no me movía el propósito de representar algo en concreto, ni de transmitir ningún mensaje, más bien deseaba, mientras escribía, indagar en algunas imágenes, jugar, constituir o insinuar una presencia, y también homenajear a algunos autores que me habían movido el piso, autores tan distintos entre sí como son Juan Emar y José Santos González Vera, Yasunari Kawabata y Macedonio Fernández, María Luisa Bombal y Felisberto Hernández. También quería, supongo ahora, habitar o construir una distancia, cubrir la melancolía con una pátina ligera, casi imperceptible, de humor, de ironía.

Promediando ese texto aparece Gazmuri, un narrador que ha vuelto del exilio y que ha escrito una saga novelística sobre la historia del Chile reciente. El hombre necesita que alguien transcriba su última novela, manuscrita en unos cuadernos Colón, dado que su mujer, quien solía hacer ese trabajo, ya no quiere hacerlo. El candidato es Julio, que ha leído con atención las novelas de Gazmuri, a quien admira. En la entrevista hablan sobre la novela y también sobre la escritura, pues el viejo le pregunta a Julio si es escritor, si escribe a mano, y termina descalificándolo, o menospreciándolo. Los jóvenes no conocen la pulsión que sucede cuando se escribe a mano, le dice. Le habla de un ruido, de un equilibrio raro entre el codo, el lápiz y la mano.

Gazmuri era la tradición, la experiencia, la legitimidad: el que había vivido, el que había escrito. Y a Julio le tocaba ser el secretario, el transcriptor, en el mejor de los casos el comentarista. De un lado estaba el escritor viejo que, cumpliendo con algún protocolo, termina su carrera como la mayoría de sus colegas, exitosos o no, es decir pontificando contra el presente, y deslizando la posibilidad de haber sido el último, es decir, llevándose, como quien dice, la literatura a la tumba, para que nadie más escriba. Del otro lado estaba el desafío de los escritores jóvenes, de los aprendices, como Julio, como nosotros: encontrarse con el peso de las palabras, reconquistar su necesidad, buscar incesantemente, incluso cuando ellas, las palabras, se han vuelto todavía más transitorias, más perecederas, más borrables que nunca.

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Las sospechas perviven, solo varían de signo o de énfasis. Las generaciones actuales, por ejemplo, crecieron leyendo y escribiendo en la pantalla, y lo más fácil es apelar a eso para descalificarlas: se dice que no poseen la experiencia del libro, lo que los convertiría en lectores de segundo o tercer grado, porque manejan una idea distinta de la lectura, porque para ellos la literatura es sinónimo de texto más que de libro. Me interesan más posiciones como la de Roger Chartier, quien pone en perspectiva histórica los cambios y advierte que no deberíamos desdeñar las nuevas formas de escribir y de leer provocadas por la revolución digital.

Comparto el temor ante la presunta desaparición de los libros, pero también suscribo el fervor ante el efecto democratizador de los libros electrónicos. No podría ser de otro modo, porque, como casi todos los de mi generación, crecí leyendo fotocopias: en la primera versión de mi biblioteca había algunos libros, pero los mayores tesoros eran los anillados de Clarice Lispector, de Emmanuel Bove, de Roland Barthes o de Mauricio Wacquez. Y las fotocopias de La nueva novela, de Juan Luis Martínez, de Proyecto de obras completas, de Rodrigo Lira, o de cualquier libro de Enrique Lihn nos parecían más valiosas que una primera edición de Neruda.

Otra cosa que sucedía en esa primera mitad de los noventa era la masificación de los computadores, a la que en cierto modo nos resistíamos: no éramos, como se dice ahora, nativos digitales, también en ese aspecto fuimos transición. La mayoría todavía entregaba los trabajos mecanografiados y a veces manuscritos. Nos costaba imaginar que los poemas y cuentos pudieran escribirse directamente en el computador. Quizás entendíamos que esos textos largos y llenos de borrones, pergeñados en el cuaderno o en la croquera, eran el poema; que esas manchas de vino o de ceniza también eran parte del poema. Pasarlo al computador, pasarlo en limpio, era someterlo a una pérdida importante, a un adelgazamiento: era aceptar que el poema estaba terminado, que había muerto.

Crecimos aguantando las interminables sesiones de caligrafía, llenando con paciencia las cinco o diez planas que nos daban de tarea: fuimos los últimos o los penúltimos que ejercitamos de verdad la mano, porque para nosotros escribir alcanzó a ser plenamente, solamente, escribir a mano. Educados, al fin y al cabo, a la antigua, en algún momento de la infancia creímos que ser buen alumno era tener buena letra y buena memoria: muchas clases consistían únicamente en profesores dictando materias que quizás ni ellos mismos comprendían. No digo que eso haya dejado de ocurrir. Me temo que a pesar de reformas y contrarreformas educacionales, todavía hoy, en numerosos colegios de Chile, el profesor dicta, los alumnos escriben y nadie entiende nada: las palabras pasan y nadie las disfruta, nadie las vive. Y si un alumno interrumpe es solo para pedir, con la mano dolorida, “espere, profe, espere”.

Lo que con seguridad ha cambiado es la letra, y eso es evidente cuando nos toca corregir pruebas: predominan unos verdaderos jeroglíficos, signos temblorosos, intrincados, ininteligibles. No es una queja, en todo caso, al contrario: yo mismo me identifico con esos garabatos, pues nunca conseguí la letra sofisticada, fluida y trabajada que abunda en mi generación y mucho más en las de nuestros padres y abuelos. Aunque nunca dejé de escribir a mano, mi letra no mejoró. Probablemente todas mis cartas terminaban con esta advertencia: perdona la letra.

En sus novelas El discurso vacío y La novela luminosa, el uruguayo Mario Levrero aborda estos asuntos de manera lúcida e inusual. El discurso vacío atestigua el momento en que, por falta de ejercicio, empezamos a desconocer nuestra propia plana. La anécdota debería ser célebre: ya que no podía cambiar la vida, el protagonista intenta cambiar la letra, por lo que se dedica a rellenar cuadernos procurando “reformar” su prosa manuscrita. Esta, como él dice, “autoterapia grafológica”, no obedece, en apariencia, a un desafío literario: no pretende concretar el “libro sobre nada” que quería Flaubert, ni vindicar el método surrealista, sino indagar en la relación entre letra y personalidad: “Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología”, dice, y enseguida precisa, cómicamente, su razonamiento: “Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo” (34).

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A pesar del bullying, seguimos escribiendo. Estoy exagerando, por supuesto, porque algunos espacios había, espacios valiosísimos como el polifónico taller de poesía Códices, que dirigía Andrés Morales, donde conocí a algunos amigos que me acompañan hasta ahora. Entonces la única forma de dar a conocer nuestros escritos era aún la forma impresa, y como es natural soñábamos con publicar libros: pronto lo hicimos, en ediciones que financiábamos pidiendo plata a los amigos, tirajes pequeños que pasaban de mano en mano.

En ese tiempo había en el cuerpo C de El Mercurio una sección llamada “Libros recibidos”, en que simplemente se constataba la existencia de una obra, nada más: autor, título, editorial, número de páginas. En la mayoría de los casos eso era el punto más alto en la historia de la difusión de esos libros. Digo esto porque la generación siguiente a la nuestra ya tuvo blogs y fotologs y páginas webs donde colgar los poemas, los manifiestos y contramanifiestos, las estratégicas reseñas, las listas de filias y fobias, las peleas y las calurosas reconciliaciones que animan la vida de toda generación literaria.

Nosotros llegamos tarde a eso, no lo entendíamos bien: nuestras peleas eran feroces, éramos tanto o más alcohólicos que el promedio poético chileno, pero no alardeábamos. Comparados con los más jóvenes, éramos más tímidos, más tartamudos y quizás también más orgullosos, porque nos parecía irritante la idea de promovernos, de mostrarnos, de apelar discursivamente a la juventud, o de acosar a los rockstars de la poesía chilena pidiéndoles los invariables prólogos, las consabidas cartas de recomendación.

Y seguíamos creyendo en el papel y buscando ahí una posible y esquiva legitimidad. Seguíamos, por así decirlo, leyendo los diarios, tardamos en darnos cuenta de que la prensa había dejado de tener la importancia tremenda que había tenido hasta entonces. Y aún escribíamos a mano, en cuadernos, epigonal, silenciosamente. Y odiábamos los computadores.

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No, no los odiábamos, yo menos que nadie:

Soy hijo de un informático y de una digitadora, por lo que puedo decir, sin temor a equivocarme, que le debo la vida a los computadores. Si me resistía era porque para mí representaban lo establecido, lo dado, lo obligatorio: lo contrario a la escritura. Y sin embargo también, en otro sentido, intentaba entender los programas, y queriéndolo o no siempre terminaba apoyando las causas con labores de diseño o transcripción. En aquella lectura de 1994 fui yo el encargado de diseñar los carteles en un rudimentario Page Maker y algunos años después diagramé, para La Calabaza del Diablo, la editorial que intentaba formar mi compañero de curso Marcelo Montecinos, la primera novela de otro compañero y amigo, Jaime Pinos.

Las veces que fui al trabajo de mi padre él me mostraba los inmensos computadores del área de Sistemas esperando, de mi parte, una reacción maravillada, y yo fingía interés, pero apenas podía me iba a jugar a la recepción con las máquinas de escribir que allí había, una eléctrica que me parecía milagrosa, y una Olivetti convencional, que también me gustaba y que conocía bien, porque en mi casa había una similar, que mi madre conservaba. Podría decir, entonces, haciendo un poco de trampa, que mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir.

La máquina era un objeto aurático, complejo pero explicable, descifrable, querible. El artificio evidente del papel calco, el tipex, gesto minucioso al aplicar el corrector: me gustaba adivinar los errores, buscarlos en la superficie del papel, en una hoja que se daba por buena, pero que contenía esas vacilaciones que a la postre le daban, al papel, una cierta humanidad.

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“Our writing tools are also working on our thoughts”, decía Nietzsche, que con la adopción de la máquina, en el último tramo de su vida, cambió “los argumentos por aforismos, los pensamientos por juegos de palabras, la retórica por el estilo telegráfico” (Kittler 203). Desde Tom Sawyer –la primera novela escrita a máquina en la historia de la literatura–, pasando por los trabajos de poetas como e. e. cummings y bpNichol (entre tantísimos otros) y el consabido final vintage, las máquinas de escribir modificaron la producción literaria profundamente y en diversos sentidos, a veces contradictorios, personales o circunstanciales. La rapidez, por ejemplo: a fines de los años cincuenta, José Donoso era todavía muy lento tipeando, pero justamente por eso, cuando creía que un texto requería una velocidad distinta, escribía directo en la máquina. Mucho más rápido era Jack Kerouac, según la famosa frase de Truman Capote: “That’s not writing, that’s typing”.

Todavía hay, por cierto, escritores que se niegan a pasarse al computador, como Cormac McCarthy, Don DeLillo o Javier Marías. En “La historia de mi máquina de escribir”, Paul Auster declara su amor a una antigua Olympia portátil, y la guerra ni siquiera a los computadores, sino a las máquinas de escribir eléctricas, debido al “continuo zumbido del motor, el discordante soniquete de las piezas, la cambiante frecuencia de la corriente alterna vibrando en los dedos” (15).

En la quinta parte de 2666, el escritor Benno von Archimboldi arrienda una máquina para transcribir sus primeras novelas, pero cuando se queda sin dinero decide pedirle un anticipo al señor Bubis, su editor. Asombrado de que el narrador no tenga una máquina de escribir, Bubis le envía una de regalo y con ella avanza Archimboldi a lo largo de libros y viajes: “A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban”, dice el narrador, “pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros”. Cuando aparecieron los computadores portátiles, sin embargo, Archimboldi sí compra uno y el destino de aquella mítica Olivetti en la que había escrito sus primeros libros es más o menos el de todas las máquinas: “¡Se acercó al desfiladero y la arrojó entre las rocas”, anota Bolaño (1064).

Algo distinto sucede en Moo Pak, de Gabriel Josipovici, en la que el escritor Jack Toledano habla contra los computadores. Cuando sus amigos le advierten que con los procesadores de texto podría jugar con las frases, él responde que no quiere jugar con las palabras, que por eso dejó de escribir a mano: “En la época en que escribía a mano… podía pasarme el día jugando con una frase o hasta con un párrafo, poniéndolos del derecho y del revés, y cuando finalmente lograba que sonara como quería, el día tocaba a su fin y yo estaba rendido”. Con una máquina de escribir, en cambio, “uno tiene que avanzar, tiene que seguir tecleando, y eso fue mi salvación” (13).

Como dice el personaje de Josipovici, en más de un sentido escribir en computador se asemeja bastante a escribir a mano. La escritura a máquina es considerada, sin embargo –acaso por efecto del mito, por la imagen romántica promovida en las películas–, más genuina, más auténtica que la escritura en computador.

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Publicada en 2005, un año después de la muerte de Mario Levrero, La novela luminosa es una obra extraña desde su origen. El autor empezó a escribirla en 1984, a los 44 años, en vísperas de una operación a la vesícula. Debido al miedo que le provoca entrar a pabellón, precipita la novela hasta el séptimo capítulo. La operación es un éxito, pero de vuelta a casa el autor comprueba que la novela es un fracaso: Levrero quema dos de los siete capítulos y el libro queda inconcluso, en calidad de proyecto imposible.

Dieciséis años más tarde, sin embargo, la Fundación Guggenheim aprueba el proyecto y el autor es becado para dedicarse por entero a la escritura. Es, ahora, agosto de 2000, y el escritor avanza como buenamente puede: poco, nada. Y es que no consigue regresar, no logra legitimar la vieja idea: “La inspiración que necesito para esta novela no es cualquier inspiración”, dice, “sino una inspiración determinada, ligada a sucedidos que yacen en mi memoria y que debo revivir, forzosamente, para que esta continuación de la novela sea una verdadera continuación y no un simulacro. No quiero usar mi oficio. No quiero imitarme a mí mismo. No quiero retomar la novela ahí donde la dejé hace dieciséis años y continuarla como si no hubiera pasado nada. Yo he cambiado”. El fragmento recién citado figura en el “Diario de la beca” (99), un archivo que el autor comienza en calidad de estímulo para la escritura, pero que muy pronto cobra un obligado vuelo propio. Casi la totalidad de la novela será el registro de la imposibilidad de escribirla.

En el “Diario de la beca”, Levrero enumera sus distracciones, que son muchas, todas muy atendibles: leer o releer antiguas novelas policiales, emprender tímidos paseos en compañía de una mujer que ha dejado de amarlo, o comprar un sillón verdaderamente cómodo. Sin duda es más fácil comprar un sillón que escribir la novela, pero a Levrero le cuesta un mundo decidirse entre un modelo celeste-grisáceo (ideal para dormir) y un atractivo bergère (ideal para leer), y termina comprando los dos. Luego, enfrentado al insoportable calor de Montevideo, Levrero comprende que le será difícil dormir o leer o escribir sin aire acondicionado.

Del mismo modo que El discurso vacío apunta a la difícil plenitud de lo manuscrito, La novela luminosa asume la bastardía del texto-tecla, pues el computador se transforma, con ventaja, en uno de los personajes principales. Levrero anota incluso sus discusiones con el corrector ortográfico –que admite la palabra “coño” pero no la palabra “pene”, y que cuando el autor escribe “Joyce” sugiere cambiarlo por “José”–, es un consumado jugador de solitarios y sabe lo suficiente de Visual Basic como para quedarse hasta las nueve de la mañana ideando un programa que le avise que es hora de tomar el antidepresivo. A veces escribe a mano simplemente para castigarse por el abuso del computador; otras veces acepta su adicción y la disfruta. El momento más feliz del libro se da cuando el narrador anota, eufórico: “¡¡¡¡¡¡Arreglé el Word 2000!!!!!!”.

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La edición uruguaya de La novela luminosa suma quinientas y tantas páginas: las cuatrocientas del “Diario de la beca” (incorporadas en calidad de gigantesco prólogo) más las escasas carillas escritas en 1984 y un notable capítulo-cuento titulado “Primera comunión”, único resultado “real” del bendito año Guggenheim. Figura, además, un breve epílogo en que Levrero manifiesta sus dudas respecto a la naturaleza del libro: “Me hubiera gustado que el diario de la beca pudiera leerse como una novela; tenía la vaga esperanza de que todas las líneas argumentales abiertas tuvieran alguna forma de remate. Desde luego, no fue así, y este libro, en su conjunto, es una muestra o un museo de historias inconclusas” (537). Pero enseguida –contraviniendo su propia sentencia– el autor da cuenta de la evolución de algunas de esas líneas. Persisten, en aparente dispersión, algunas acciones o incidentes cuya reaparición dota al proyecto de una cierta unidad. Si bien prevalece el carácter inconcluso que señala Levrero, las líneas argumentales sí se cierran.

Es lo que apunta Ignacio Echevarría en un ensayo centrado en la dimensión mística de La novela luminosa. Por ejemplo, Levrero dedica varios fragmentos a la descripción del cadáver de una paloma en la azotea vecina; la recurrencia de esta imagen –la observación meticulosa del narrador, que relata las mínimas variaciones que experimenta la escena– va cobrando, con el paso de los días y de las páginas, un innegable valor alegórico. El diario de la beca se cierra con una mención al estado actual del cadáver, cuya permanencia equivale, para Echevarría, a la permanencia del Espíritu, “de su huella, incluso ahí donde parece haber sido aniquilado” (94). Observar el cadáver es persistir en lo inerte y vivificarlo, así como escribir es esperar una iluminación que demora y nunca llega.

El personaje extraña una unidad a la que ya no es posible acceder por las vías tradicionales (¿alguna vez lo fue?). El tapiz ya está roto y es absurdo impostar o improvisar las junturas. El montaje implica, decía Walter Benjamin, una renuncia, una pérdida: prologar una escuálida novela, por ejemplo, con centenares de páginas que testimonian su imposibilidad. No es la exaltación lúdica del Museo de la Novela de la Eterna. El humor de Levrero es distinto, extraño, pues el trabajo de las bromas es acompañar y en cierto modo legalizar lo trágico.

Levrero –autor o personaje– no deja de indagar en la (nueva) materialidad de la escritura: nunca se acostumbra al computador, pero tampoco lo desdeña, del mismo modo que no conseguía, en El discurso vacío, reformar su prosa manuscrita. En una entrevista con Álvaro Matus, Levrero dice que su novela La ciudad es un plagio a Kafka. “Leía a Kafka de noche y escribía de día, tratando de parecerme. Creía que era la forma de escribir. Me salió mal, pero mi intención no se nota tanto. Yo quería hacer algo así como traducir a Kafka al español” (96). Todavía en La novela luminosa abundan observaciones que recuerdan momentos del diario de Kafka, pero un Kafka que escribe en el Word 2000 (y lo arregla).

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A mediados de 1999 compré (o más bien saqué, porque fue en muchísimas cuotas), uno de esos computadores inmensos que corrían con Windows 95, y yo no sé si ese invierno fue tan terrible como lo recuerdo o si yo no estaba suficientemente aperado, pero el caso es que tomé la costumbre de temperarme las manos en la CPU, y hasta un día la metí en mi cama y dormí varias noches abrazado a ella. Me gusta esa imagen: un objeto que entonces parecía muy sofisticado terminaba sirviendo a un propósito tan básico como el abrigo. Años después incluía esa anécdota en Recuerdos de un computador personal, un relato que escribí con la idea de mostrar a los computadores como objetos de época, como adelantos superados. Era un modo elíptico, también, de hablar sobre las generaciones literarias, pues por entonces todavía algunos escritores insistían en el computador como emblema de lo nuevo: pensé que tenía gracia demostrar o al menos mostrar la obsolescencia de esas máquinas (y de esos discursos).

No creo que una función de la literatura sea imaginar el iPhone 18, pero sería absurdo comportarse como si los periódicos cambios tecnológicos experimentados en los últimos treinta años no hubieran alterado nuestra experiencia del mundo, nuestra vida cotidiana, y nuestra forma de escribir.

¿Cambiaron las novelas cuando empezamos a escribirlas en computador? Claro que sí, pero habría que ver de qué manera. Se dice que antes era más difícil escribir un libro, pero eso es entender la escritura como una actividad física, como si la novela fuera mejor mientras más calorías hubiera perdido el autor al escribirla... Es como cuando los críticos no se atreven a reseñar negativamente un libro porque tiene muchas páginas y ha debido suponer un gran esfuerzo escribirlas. También se dice que ahora es más fácil o más frecuente empezar escribiendo el final o cualquier frase de en medio, pero la verdad es que ningún novelista estuvo nunca obligado a empezar por el primer párrafo del libro.

¿Habría tardado menos Flaubert cortando y pegando como condenado, maravillado con esos comandos que permiten buscar y reemplazar, detectar cacofonías y toda clase de recurrencias, en busca de la perfección? Quién sabe. Es innegable, por otra parte, que los procesadores de textos sistematizaron la lógica del montaje. Algunos escritores piensan que la manera de ser o parecer modernos (o post modernos o post post modernos) es adoptar, en sus escritos, estructuras propias de los blogs, o de los chats. Pero hasta en los textos más conservadores se adivina el montaje: incluso si se niega toda fragmentariedad, incluso si, como hace Jonathan Franzen, se imita el paradigma clásico, el texto le debe más a la estética de las vanguardias históricas que al modelo del realismo decimonónico. Hoy más que nunca el escritor es alguien que construye sentido juntando pedazos. Cortando, pegando y borrando.

Por mi parte, pienso que hay un hecho central: debido a los computadores, el texto es cada vez menos definitivo. Una frase es hoy, más que nunca, algo que puede ser borrado. Y es tal la proliferación de frases que la nuestra debe gustarnos mucho para permanecer. Al escribir me valgo de varios procedimientos y aunque el texto proyecte –ojalá– una cierta unicidad, la multiplicidad de su origen es decisiva: la frase ha debido pasar por varias pruebas para certificar su derecho a existir, para demostrar que vale la pena agregar algo a la palabrería imperante. Escribo muchísimo a mano y después en computador, pero a veces paso a mano lo que escribo en la pantalla. Agrando y achico la letra, cambio la tipografía, el interlineado y hasta el espacio entre los caracteres, como quien intenta reconocer un mismo rostro en diferentes disfraces. Y leo en voz alta, todo el tiempo: grabo y escucho los textos, porque me parece que una frase debe pasar también por esa prueba.

Soy lentísimo, me demoro una enormidad en dar por buena una frase, soy casi incapaz de dar por terminado un texto. Y me cuesta imaginar otra forma de escribir, una forma pura, por así decirlo. Y cuando recibo el libro impreso, cuando me llega por correo, la felicidad de recibirlo rivaliza con una especie de duelo: pienso, con el libro en las manos, tontamente, melancólicamente, que no podré escribirlo nunca más.

 

 

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BIBLIOGRAFÍA

- Auster, Paul y Messer, Sam. La historia de mi máquina de escribir. Barcelona: Anagrama, 2002.
- Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Anagrama, 2004.
- Contreras, Roberto. Siberia. Santiago: Lanzallamas libros, 2007.
- Echevarría, Ignacio. “Mario Levrero y los pájaros”. En Revista Udp No. 5, Julio 2007. Pp. 92-94.
- Josipovici, Gabriel. Moo Pak. Barcelona: Cómplices, 2012.
- Kittler, Friedrich. Gramophone, Film, Typewriter. California: Stanford University Press, 1999.
- Levrero, Mario. El discurso vacío. Buenos Aires: Interzona, 2006.
- Levrero, Mario. La novela luminosa. Montevideo: Alfaguara, 2005.
- Matus, Álvaro. “El laberinto de la personalidad”. En Revista Udp No. 5 (Julio 2007): 95-98.

 

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* Conferencia leída el 18 de marzo de 2013, en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, en el marco de la inauguración del año académico organizada por el Departamento de Literatura.


 

 

 

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