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Que vuelva Cortázar

Por Alejandro Zambra


 



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A veces pienso que lo único que hicimos durante el colegio fue leer a Julio Cortázar. Recuerdo haber dado pruebas sobre "La noche boca arriba" en segundo, tercero y cuarto medio, y son innumerables las veces que leímos "Axolotl" y "Continuidad de los parques", dos relatos breves que los profesores creían ideales para rellenar la hora y media de clases. No es una queja, pues éramos felices leyendo a Cortázar: recitábamos con automática alegría las propiedades del género fantástico y repetíamos en coro que para Cortázar el cuento debía ganar por nocaut y la novela por puntos y que había un lector macho y un lector hembra y todo eso.

En los cuentos de Cortázar se formó el gusto de mi generación y ni siquiera el roneo de las pruebas coeficiente dos le quitó a su literatura ese aire de permanente actualidad. Recuerdo que a los dieciséis años convencí a mi papá de que me diera los seis mil pesos que costaba Rayuela explicándole que el libro era "varios libros pero sobre todo dos libros", por lo que comprarlo era como comprar dos novelas a tres mil pesos e incluso cuatro a mil quinientos pesos cada una. Recuerdo también al empleado de la librería Atenea que, cuando yo buscaba La vuelta al día en ochenta mundos, me aclaró con paciencia, muchas veces, que el libro se llamaba La vuelta al mundo en ochenta días y que el autor era Julio Verne y no Julio Cortázar.

Luego, en la universidad, Cortázar era el único escritor indiscutible. Por los prados de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile circulaban decenas de Oliveiras y Magas, mientras algunos profesores se esforzaban por adoptar en sus clases la distancia especulativa de Morelli. Casi todas las escenas de seducción comenzaban, penosamente, con el capítulo 7 de Rayuela ("Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca..."), que en esa época era considerado un texto estupendo, y había tanta gente hablando en gíglico (amalalando el noema, como quien dice) que era difícil darse a entender en español.

Nunca me gustaron los cuentos de Historias de cronopios y de famas o Un tal Lucas: en el aliento corto de esas prosas juguetonas faltaba, para mí, humor verdadero. Pero no creo que sea debatible, en cambio, la grandeza de relatos como "Casa tomada", "Queremos tanto a Glenda", "El perseguidor" y otros veinte o treinta cuentos de Cortázar. Rayuela, en tanto, sigue siendo una novela asombrosa, aunque es cierto que a veces nos asombramos de que nos haya asombrado, porque hay muchos pasajes que hoy suenan antiguos y efectistas. Pero también persisten en la novela momentos muy bellos.

En un ensayo reciente, el escritor argentino Fabián Casas recuerda su primera lectura de Rayuela ("todo era críptico, prometedor, maravilloso") y su posterior decepción ("el libro me empezó a parecer ingenuo, esnob e insoportable"). Es la experiencia de mi generación: más temprano que tarde acabamos matando al padre, a pesar de que era un padre liberador y bastante permisivo. Y resulta que ahora lo echamos de menos, como dice Casas, al final de su ensayo, en un feliz arranque sentimental: "Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siemprejóvenes, cultos, generosos, bocones".

Yo estoy de acuerdo: que vuelva Cortázar. Es misterioso el mecanismo por el cual un escritor admirado se convierte, de pronto, en una leyenda desechable. Pero las modas literarias casi nunca se sostienen en lecturas o relecturas reales. Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria, nos arrepentimos de haberlo negado tres veces. Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar.

Febrero, 2009



 



 

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