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El acento

Alejandro Zambra
Publicado en https://estepais.com/ 2 de octubre de 2020


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Había menos taxistas de lo habitual disputándose a los pasajeros recién llegados, pero de todos modos eran muchos. Hice lo que hago siempre: pasar de largo hasta tocar base junto al cenicero, solamente después de fumar regresé a la turba de taxistas. Se me acercaron dos casi iguales, asumí que eran padre e hijo: ambos tenían los ojos pequeños y húmedos, la piel morena y rojiza surcada por arrugas que en el presunto hijo eran incipientes y en su eventual padre decididas, numerosas, minuciosas. Lo mismo pasaba con las barrigas cerveceras —una tímida, la otra prominente—. Pensé que el hijo treintañero engordaría de la misma manera que su padre de cincuenta y tantos, quien en todo caso parecía, en la foto que le colgaba del cuello, un hombre inobjetablemente flaco.

“El presidente dijo que estamos en guerra”, me dijo el posible padre cuando intenté regatear, algo que nunca he sabido hacer, y luego agregó, en el tono de quien exalta su propia odisea: “para salir a trabajar en estos días hay que ser valiente y la valentía tiene un precio”. Le pregunté si al menos podía elegir con cuál de los dos hacer el viaje y ambos asintieron con displicencia. Lo dije por joder, no esperaba una respuesta positiva —me tocaba elegir entre dos generaciones, ninguna exactamente la mía: calculé que el taxista viejo me contaría una versión derechista de esos días cruciales en la historia de mi país, y que su probable hijo sería menos derechista pero igual de reaccionario, como suponemos que son todos los taxistas de todas las edades en Santiago—. Parece que me demoré mucho, porque de pronto ellos mismos decidieron que me fuera con el taxista–hijo.

—¿Y usted también piensa que estamos en guerra? —le pregunté cuando emprendíamos el viaje.

—No sé, nunca estuve en una guerra. Es más como un terremoto, se siente como un terremoto. Ustedes también tuvieron un terremoto por allá hace poco, ¿no?

Así como yo había asumido que el taxista era de derecha y trabajaba con su padre, él asumió que yo era mexicano, tal vez porque sabía que venía de México, o porque los mexicanos y los chilenos nos parecemos, o porque después de tres años mi acento sonaba menos chileno o más mexicano. En realidad no sé cómo sonaba, supongo que mi acento comenzaba a parecerse al de mi hijo (“yo tengo dos países”, aclaraba él mismo por entonces, en su naciente y nítido —y mexicanísimo— español).

El taxista se lanzó a explicarme la situación del país detalladamente, así que me apegué al rol de extranjero. Me contó todo, desde las primeras evasiones masivas de los estudiantes en el metro a la rebelión de millones de personas en las calles pegándole a sus ollas y sartenes, y gritando mil consignas distintas pero movidos por un mismo sentimiento de indignación. Me explicó que la protesta había conducido al saqueo y el saqueo a la sangrienta represión policial y militar. Su versión no era de derecha, para nada, pero tampoco de izquierda. Parecía que simplemente relataba los hechos. A veces sonaba entusiasta, como si describiera una fiesta memorable o un extraordinario partido de fútbol, pero luego cambiaba de ritmo y sintonizaba un tono triste, reflexivo, balbuceante.

Supongo que todos quienes llevamos unos años lejos de la patria vacilamos entre la sensación de entender todo lo que pasa en nuestro país y la de no entender nada. La sensación de entenderlo todo es útil, esperanzadora, altiva y falsa, mientras que la sensación de no entender nada nos devuelve la humildad pero encubre deserción, soledad y un pudor antiguo, estéril. Durante los días posteriores al estallido, el deseo de explicar y el deseo de entender convertían mi cabeza en un hervidero de palabras crudas. El metro incendiado, la ciudad saqueada, todos mis amigos protestando en la calle, la torpeza y la indolencia de un presidente que sorprendía incluso a quienes nunca esperamos nada de él, la indignante apelación a una guerra, la fallida intimidación, la violencia simbólica y la violencia concreta, descarada e incesante del Estado, el toque de queda, la gente grabando videos para defenderse, los balines disparados a los ojos de los manifestantes; los nuevos ciegos, los nuevos torturados, abusados y humillados, los nuevos muertos, y la convicción de que el futuro consistiría en conocer sus nombres, sus historias, en recordarlos una y otra vez.

—Quiero ir a Chile —le había dicho a mi esposa, cuando nuestro hijo acababa de dormirse.

—¿Cuándo? —me preguntó.

—Mañana —le contesté, como si planeara un viaje corto a una ciudad cercana y no un carísimo viaje de ocho horas en avión.

—Tienes que ir, llevas varios días en Chile —me respondió de inmediato, en un tono dulce, razonable, triste.

Antes de comprar los pasajes leí “La ciudad”, el poema más famoso de Kavafis, que me sé de memoria, pero preferí buscar el libro y leer el poema en silencio, porque recordarlo se parecía demasiado a pensar y recitarlo de memoria, invocarlo en voz alta, era demasiado parecido a rezar: “Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares/ La ciudad te seguirá. Rondarás por las mismas/ calles. Y en los mismos barrios te harás viejo/ Y en las mismas casas encanecerás”.

La noche en que llegué a Santiago era la tercera sin toque de queda pero la carretera estaba vacía, como si fueran las cuatro de la mañana y no las nueve de la noche. El taxi iba tan rápido como el soliloquio del taxista, que ya no necesitaba de mis preguntas para soltar detalles y opiniones: “El pueblo perdió el miedo”, repetía, de manera cada vez más alegre y vehemente,  como si en realidad hablara solo y de pronto descubriera que le gustaba su propia voz: el sonido, la música, el ritmo. Hablaba, como todos los chilenos, del presidente comiendo pizzas en un restorán del barrio alto mientras los militares mataban gente. Y también hablaba de sus propias deudas, con cifras, con detalles, lo que es muy raro en Chile, los chilenos somos reacios a hablar de dinero.

A un costado de la carretera dos carabineros intentaban apagar con sus bototos los últimos fuegos de un neumático quemado. Se veían tan torpes, eran como boy scouts en su primer campamento, como adolescentes pudorosos aprendiendo a bailar. “Pacos culiaos”, dijo el taxista, y enseguida, inesperadamente, guardó silencio, como rumiando un pensamiento incomunicable. Sonaba a un volumen muy bajo “Get Lucky”, la canción de Daft Punk, que el taxista tarareó dos segundos antes de sintonizar las noticias, que escuchó como comentándolas, como traduciéndolas, como respondiéndolas. El locutor hablaba de un incendio en Santa Rosa con la Alameda. El taxista me dijo que hacía dos semanas, días antes del estallido, había almorzado en el McDonald’s que acababa de quemarse.

—Se van a enojar los gringos.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Porque les quemaron el McDonald’s.

—¿Y usted cree que todos los McDonald’s son de los gringos?

—No sé —me respondió.

—No creo que los gringos estén muy preocupados de lo que pase en Chile. Parece que están igual de jodidos, por culpa de Trump.

—Ah, verdad que ustedes odian a Trump.

—Lo odiamos y nos odia, pinche culero baboso —improvisé.

Pensé en mi amiga Megan, que vive en Chile hace seis años. “Es todo tan desolador”, me había dicho por teléfono, al día siguiente al estallido, “que me siento en casa, me siento en los Estados Unidos”.

Tuve ganas de traicionar mi extranjería para contarle al taxista que la esquina de Santa Rosa con la Alameda era una de mis favoritas de Santiago; que alguna tarde, a los doce años, cuando ese McDonald’s aún no existía, me senté en las escaleras del frontis de la Biblioteca Nacional y pensé que era el lugar perfecto para mirar la multitud que iba en dirección al cerro Santa Lucía y casi nunca chocaba con el gentío que emergía del metro y se perdía hacia el Paseo Ahumada. Seguí yendo desde entonces, toda la vida, a sentarme en esos escalones, a ocupar mi lugar junto a gente que fumaba como yo pero además esperaba a alguien, porque yo no esperaba a nadie, simplemente me gustaba sentarme ahí junto a los fumadores que esperaban a alguien, casi siempre flanqueado por algún quiltro sumido en una siesta perpetua. Pegué la frente a la ventana del auto mientras me imaginaba en las escaleras de la Biblioteca Nacional esa misma noche, en ese mismo instante, mirando el incendio en la vereda de  enfrente.

Salimos de la carretera y por fin pude ver la ciudad completamente rayada, como un libro abierto, polifónico, agresivo, milagrosamente legible. Como un libro del cual cada cual hubiera subrayado un pasaje distinto. Eran casi las diez de la noche, aún había gente en las calles protestando.

—Esto no va a parar hasta que tengamos una nueva constitución— me dijo el taxista de pronto, en un tono desenfatizado, como deportivo, difícil de describir. Quizás: el tono de quien sabe que su opinión es mayoritaria y siente que es casi innecesario manifestarla. Quizás: el tono de quien repite algo que ha escuchado cientos de veces; el tono de quien descubre que una frase ajena acaba de convertirse en una frase propia, una frase que en adelante va a repetir hasta olvidar que no era suya, hasta desear que los demás también repitan su frase y se la apropien.

—¿Por qué?

—Es que es una dictadura vieja —me dijo.

—¿La dictadura o la constitución? —le pregunté, saboreando el lapsus.

—Eso, la constitución. Es que la constitución es de la dictadura, la dictadura de Pinochet. ¿Cómo es la constitución en México? —me preguntó.

—Buena, muy buena —le dije, y alcancé a sentirme culpable de no saber absolutamente nada sobre la constitución mexicana.

—Qué bien —me dijo—. Hay gente que habla mal de México. La otra vez llevé a un mexicano que me dijo que México era una pesadilla, pero también dicen que es maravilloso. Son bien buenos para la fiesta, parece.

—México es maravilloso y horrible —le dije, apostando a que no me pediría una explicación. No lo hizo.

—Esto no va a parar hasta que tengamos una nueva constitución —volvió a decir, textualmente.

Le pregunté entonces, intentando quitarle a mi voz toda huella de paternalismo, cómo debería ser esa nueva constitución.

—No tengo idea —me respondió—, qué sé yo, me da lo mismo, no soy yo el que tiene que escribirla.

—Pero, ¿cómo cree que debería ser?

—Yo quiero lo que quiere todo el mundo. Llegar a viejo y sentir que soy feliz. Tener muchos parques, muchas plazas. Y no muchas deudas. Y que mi mamá se pueda enfermar. O sea, no quiero que se enferme, pero si se enferma no quiero que estemos como los huevones tratando de conseguir millones de pesos.

—¿Y usted cree que una nueva Constitución va a solucionarlo todo, por arte de magia?

—No pues, tonto no soy, pero de algo servirá. Será como un paso adelante en la dirección correcta.

—Y usted, ¿salió a protestar, también?

—Claro que sí, pero con la bocina, los taxistas protestamos con la bocina.

—La noche del estallido, ¿su padre también andaba en la calle?

—Mi viejo murió hace catorce años —me dijo.

—Perdón —le dije mientras imaginaba al taxista contando sombríamente los años, del uno al catorce—. Es que pensé que el otro taxista, su compañero, era su padre.

—¿Don Cristián? ¿Mi papá? ¡Esa sí que está buena! ¡Es mi jefe, no más!

—Los encontré parecidos —le dije—. Igual, en México hay gente que al papá le dice mi jefe, de cariño —agregué, a manera de disculpa.

—Mi viejo no era taxista, no sabía ni manejar. Igual, con esto de los milicos en la calle, me he acordado harto en él.

—¿Y qué cree que hubiera pensado de todo esto?

—Nada. Mi viejo no pensaba nunca nada. Andaba siempre borracho. Nunca estaba en la casa.

Sentí que la conversación necesitaba unos minutos de silencio, pero en vez de quedarme callado le pregunté al taxista si tenía hijos. No tengo idea por qué le pregunté eso, de pronto quise saberlo, nada más.

—¿Y usted cree que están las cosas como para andar teniendo hijos? —me dijo.

Faltaba una cuadra para llegar a mi destino, tal vez por eso no me preguntó de vuelta si tenía hijos, aunque es más probable que no le interesara saberlo. Pensé: puedo fingir que no soy chileno, pero me resulta completamente imposible fingir que no tengo un hijo. Pensé en lo sagrado, en mi idea de lo sagrado, en los metros o en los kilómetros de felicidad que cada cual necesita. Pensé, con la alegría del reencuentro inminente, en mis padres y en mi hermana y en esos amigos que desde hace muchos años incluyo en la palabra  familia. Pensé en Fidel, mi tío taxista, que no habla con nadie, no le gusta hablar con los pasajeros. Pensé en el futuro, en esa nueva constitución, en la terquedad o en la idiotez o en la arrogancia de los gobernantes. Pensé en mi esposa y en mi hijo. Pensé en una tarde, en un diner  de Crown Heights, en que decidíamos si vivir en Santiago o en Ciudad de México y yo estaba completamente seguro, por un millón de motivos, de que debíamos radicarnos en México, pero de puro payaso eché una moneda al aire, como si una decisión como esa pudiera ser dejada al azar, y la moneda cayó en cara lo que significaba que viviríamos en Santiago; pensé en cómo sería todo si le hubiéramos hecho caso a esa moneda. 

—Usted no suena tan mexicano —me dijo.

Iba a responderle algo ingenioso o que al menos fuera ingenioso para mí, pero me dio lata seguir fingiendo o quizás simplemente me alegró su comentario.

—Soy chileno —le dije.

—Pero tampoco hablas como chileno —me respondió, tuteándome por primera vez, mientras me ayudaba con la maleta.

Estuve a punto de responderle que desde chico me decían que no hablaba como chileno, simplemente porque hablaba más lento; quería defenderme, y a la vez se me hacía estúpido defenderme.

—Vivo hace tres años en México, tal vez estoy perdiendo el acento —le dije.

—No, si igual hablas como chileno —me dijo.

—Gracias —le respondí.

—¿Por qué?

—Porque me gusta hablar como chileno. Me tendió la mano y yo le di además un abrazo tímido, la mitad de un abrazo, que él recibió con extrañeza pero sin dejar de sonreír.



 

 

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