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Dos cuentos

Por Bruno Acosta Pastore



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¡CUÁNTOS MALES SE AHORRARÍAN!

Julio era el único portero de la cuadra, y eso lo hacía sentir solitario. Más teniendo en cuenta que el suyo era un edificio tranquilo: seis pisos con un solo apartamento cada uno. Y más teniendo en cuenta –me perdonarán la repetición- que en la mayoría vivían parejas de ancianos o, en el peor de los casos, viudos. Más viudas que viudos, por cierto.

¡A qué increíbles disquisiciones puede llegar una persona sesgada por su situación particular! Cualquiera que leyera los pensamientos de Julio, sus deseos más arraigados, concluiría que era un loco: quería con fervor que se mudaran al edificio personas más joviales; o, como otra opción, que demolieran la provecta y abandonada casa de al lado, y construyeran un edificio, con portero. ¡Oh! ¡Y Julio pasaba sus solitarias tardes preguntándose qué sería preferible! Al final, fiel a su espíritu humanista, decidió que era mejor que destruyeran la casa, y no que falleciera uno de los viudos: naturalmente, la única razón por la que vendrían gentes nuevas sería por la desocupación de una unidad; y, a decir verdad, ninguno de los viejitos tenía voluntad de irse. Eran ancianos lozanos, podían perfectamente vivir solos.

¡Qué desahogo sería charlar en la vereda con otro portero! Julio esperaba con ansiedad el momento. Habían pasado tres años desde que comenzara a trabajar en el edificio, y ocho meses desde que eligiera la opción de la demolición (era muy calculador y todo lo que consideraba importante lo fijaba en su memoria), cuando apareció un enorme cartel, con enormes fotos y letras, adelantando que se demolería la casa y se construiría un edificio. ¡Bah! Julio se alegró muchísimo. Pero… siempre hay un pero: el edificio tendría solo tres pisos. ¿Se contrataría portero?

Se hizo Julio esa pregunta durante los diez meses de construcción, y uno no puede sino entristecerse ante tan desgraciada situación. ¡Al fin se había hecho su sueño realidad y lejos de tranquilizarse, se puso más tieso! Pasaba días enteros entre elucubraciones desgastantes: era algo casi obsesivo. Aunque, aclárese, era una obsesión tierna, la del amor: lo único que quería era una compañía agradable, no quería más…

En el runrún, se figuró preguntarle a alguno de los obreros si el edificio tendría portero. ¡Bah! ¡De eso les hablaba! ¿Qué pensarían ante tan desconcertante pregunta? Quizá reaccionaran violentos, quizá se burlaran. ¿Por qué sabrían ellos? ¿Qué interés podía tener? ¡Es eso, señores, lo que les decía! Los pensamientos de uno pueden parecer tan racionales…  mas para otros, ser delirantes y estúpidos. ¡Pero hagámoslo, señores! ¡Comprendamos las cavilaciones de Julio! ¡Son deseos tan castos, tan puros! ¡Solo quiere un amigo!

Al fin, el edificio quedó culminado. Primero fueron hombres de traje, revisaron el lugar, llenaron papeles, etcétera. Luego, de cuando en cuando, aparecían gentes variopintas, probablemente subordinados de inmobiliarias y promitentes compradores, quienes visitaban el edificio. Había que esperar a que se poblara…

En tanto, las tardes de Julio pasaban idénticas: dos o tres veces abría la puerta a algún veterano, o a algún hijo o nieto; pero no más: dos o tres veces. El resto, mirando la nada, escuchando la radio, ojeando una revista (en ese momento, el celular no existía: quizá por eso deseaba Julio una compañía real).

Y un día, por fin, llegó. ¡Habría portero, sí! A esa altura, ya había movimiento en el edificio, se habían perfeccionado operaciones de compraventa y de alquiler. Apareció un hombre gordito y petisón. ¡El portero! Julio prorrumpió en alegría. ¡Por fin tendría alguien con quien hablar en la vereda! ¡Por fin tendría con quien relacionarse! ¡Ni jardinero tenía su edificio! ¡Imagínense! Se apresuró a presentar... Cuando llegó a la puerta, el gordito lo miró taciturno. A regañadientes, le abrió. “¿Qué querés?”, lanzó bravío.  Julio comprendió todo. “Nada, nada.” Y volvió plañidero…

¡Es eso, señores, lo que he tratado de enseñarles torpemente! ¡Cuán ardientemente desea uno algo y los demás no lo entienden! ¡Cuán difícil es ponerse en el lugar del otro! Quizá el gordito, con el tiempo, comprenda la situación de Julio. Pero va a ser tarde: el mal ya estará hecho. Julio renunció a su trabajo. ¡Cuán necesaria es la empatía! ¡Cuántos males se ahorrarían!


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CUESTIONES PRINCIPESCAS

 El flaco se sentaba cruzando las piernas, a lo hombre gentil. Puerilmente pensaba que cruzar las piernas era afeminado: lo seguí pensando, hasta que lo conocí. Derrochaba elegancia, cuasi soberbia. Suficiencia, confianza: “autoestima”, le dicen los letrados. Leía el diario de pe a pa, salvo la zafia sección de espectáculos. Tomaba su café, en pocillo. Yo lo miraba.

Comentaban que era un trastornado: loco lindo, decía yo. Una vez que terminaba, llamaba al mozo, el veterano José, con un chiflido. -“¡Ni sé chiflar, cuánto me falta!”-, pensaba. Por supuesto, con este menester no perdía la forma.

Tendría setenta, setenta y cinco años el flaco. Me cuenta Mario, el dueño del café, que hace más o menos tres décadas que concurre todos los martes y jueves a la misma hora, temprano en la mañana. Se sienta, pide un café, lee el diario. A la media hora termina y se va.

De parsimoniosos modales, de delicadas maneras. No deja de ser viril: más de una vez se peleó con uno. Que el café está frío, que largue de una vez el diario. Tiene su carácter el flaco. -“Ni pa’ putear tutea”-, se ríe José.

De traje viste, engominado para atrás, como antaño. Alza el pocillo con el menique estiradito, de cotelé. Da a entender que nunca perdió un partido.

El flaco es un personaje inmemorial del Café Matriz, el típico a quien la mitad de los clientes saluda. Yo mismo lo saludaba, desde que Mario me lo presentó, hará dos, dos años y medio.  No obstante, al tener pingüe diferencia de edad (yo andaba por la treintena), nunca me animé a charlarlo. Y eso que el flaco era accesible, a pesar de toda su magnificencia. De vez en cuando se quedaba un rato más, intercambiando opiniones con las gentes: hablaba de fútbol, de política, de religión. Pero nunca tuve el brío.

En temas políticos y religiosos, sobre todo, el flaco era un perito. Hace poco la cuestión fue la democracia. Era por demás conocido que votaba anulado, apostrofaba al sistema: -“no gobiernan esos títeres, gobiernan los de arriba: el usurero, el plutócrata”- Yo, que tenía mis lecturas, compartía plenamente.

“Aristóteles escribió que la finalidad de las leyes y de los gobiernos es el interés general (aunque a mí me gusta más la expresión ‘bien común’, menos secular); cuando dicha finalidad es violentada, y se satisfacen intereses particulares, las leyes y los gobiernos degeneran.”

“Siguiéndolo, propiamente estamos en una oligarquía: aquella en la que gobiernan unos pocos, los ricos, con el objeto de satisfacer sus requerimientos.”

“Las elecciones y los gobernantes son máscaras que ocultan las verdaderas jerarquías.”

“Le ofrecen a los ciudadanos derechos purulentos, ególatras, que no harán sino anestesiarlos y alienarlos, mientras que las elites se reparten el botín, les chupan la sangre cual parásitos que son.”

 El flaco daba cátedra y el resto, a lo sumo, interrogaba. Era un autodidacta, al estilo del intelectual de café.

Al rato, Gastón, otro asiduo, preguntó si la democracia le parecía bellaca, sin más. ¡Bah! Ya estaba terminando mi cortado y la conversación (o la exposición, mejor dicho) recién comenzaba.

“Mire, creo que el sistema actual es intrínsecamente malo, sí. Figúrese sus raíces protestantes y liberales: de allí no puede salir nada bueno. Pero, que el pueblo intervenga en las decisiones de poder no me parece malicioso, al contrario: si hubo una época cuando el llano tomaba las riendas fue la Edad Media; y, para un católico, ésta debe ser referencial.”

Argumento notable, maquiné. Gastón también pareció conforme. Mientras, las gentes desayunaban, leían, salían y entraban: eran solo cuatro o cinco en la mesa del flaco, más Mario que cuando podía se acercaba y yo que, cual una estatua, escuchaba sus elucubraciones –con menos disimulo del que me hubiera gustado-

Por las mañanas, el Café Matriz era un embeleso. Se trataba del único café de Montevideo que se preciaba de tal, ora por la calidad del servicio, ora por la arquitectura y la presentación del lugar. Estaba erigido en una casa antigua excelentemente conservada; conformaban las paredes maderas de calidad, decoradas con diarios y artefactos de época. La atmósfera matinal, descansada y tibia, acompañaba a la perfección.

 Al tiempo que terminaba definitivamente mi aperitivo, el flaco despotricaba contra los bancos:

 “¿No ve que ahora insisten con el dinero electrónico? Es un gran negociado. Hasta las universidades se alían con ellos. Un banco español, si no me equivoco, arregló con un par de facultades privadas. Obligan a los alumnos a sacar tarjetas. Es nefando.”

 “Yo no uso los bancos salvo ‘por necesidad’, como decía Martín Fierro. Hay veces que uno no tiene otra opción que pagar allí sus cuentas.”

 Eran esas –cavilé- cuestiones principescas (no de príncipes, sino de principios) que siempre están al borde del capricho. Quizás fuesen el punto débil de mi querido flaco… ¿No sería, en el fondo, un caprichoso?

 Entonces, súbitamente, empujado por una ráfaga de gallardía, me paré y le tiré:

 - “Flaco, no me digas que tampoco tomás Coca Cola”-

 El flaco, que sabía que lo estaba escuchando, me miró saturnino, y chuscamente largó:

- “Mire… tampoco soy imbécil”.


 

 

 

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Dos cuentos.
Por Bruno Acosta Pastore
(Montevideo, Uruguay)