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Apasionadísimamente
-EL GRUPO "MANDRAGORA"-
Por Braulio Arenas
Publicado en Revista Aisthesis, N°5, 1970
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Los recuerdos se agolpan físicamente, al parecer, y van sedimentando capas y capas de rocas azoicas sobre nuestra existencia.
¿Cómo intentar entonces, en una mañana cualquiera, treinta años después, cumplir esta tarea de espeleólogo, y atravesar los recuerdos de parte a parte? Sin embargo, lo intentaremos en este ligero informe, a solicitud bondadosa del director de esta revista.
1938, salvo error u omisión, nos deparaba ya todo un pasado de experiencias, las que queríamos asimilar para nuestro propio placer. Experiencias del dadaísmo, con el torbellino de Tzara, Arp, Picabia y Duchamp, y que tan fuertemente se hace sentir en su resurgimiento actual. Más cercano a nosotros, en un trato familiar con Huidobro, el creacionismo nos procuraba el riguroso teorema de una demostración poética, basado en sus propios elementos, al estilo de un Robinson Crusoe, que todo lo tuviera que crear con sus propias manos. Y más cercano aún, el surrealismo con su nuevo mal del siglo, con su nueva crisis de conciencia, traído —por lo menos en su amor— por Rosamel del Valle, hacia 1929.
Fue ahí, en esas grandes líneas cruzadas de la realidad y el pensamiento, del sueño y la vigilia, del amor y de la libertad, donde encontramos el agente ideal que nos vaticinaría el camino. Era éste un camino que nosotros considerábamos intrincado, pero seductor; un camino peligroso, alejado de las grandes rutas comerciales, un camino sin parapetos.
En el claro de bosque del enigma —acostumbrábamos a decir—, en el interior del laberinto. Pronto no estuvimos solos para lanzar los números de "Mandragora", y más tarde los de "Leitmotiv", para participar en algunos actos y en algunas exposiciones, pues Enrique Gómez Correa y Teófilo Cid nos prestaban una asistencia rigurosa. Ellos dos, y junto con ellos Jorge Cáceres, ese relámpago brotado sin necesidad de nubes y de rayos, y Gonzalo Rojas, quien iría a marcar por siempre su vida con el destino de revolución y poesía.
Contemplada ahora desde la distancia, nuestra experiencia sería —por encima de todo— una experiencia vital. Nos entregaríamos a vivir, tratando de llegar lo más lejos posible, hasta el fondo sin fondo de la realidad, allí donde podríamos contemplar a nuestro antojo los objetos en su humanidad más rica y misteriosa.
Cierto que tal zambullida en la realidad comportaba los mayores riesgos, el menor de los cuales sería el de perder de vista los objetivos de una plaza de mercado, los intereses diurnos, la riqueza y el éxito, y esa repugnante glorióla literaria.
Apasionadísimamente, repetíamos también, y no por el número de letras de la palabra, sino porque ella nos comunicaba un refuerzo para nuestro entusiasmo. Nos creíamos libres de pecado, especialmente sin el pecado original de la literatura; creíamos disponer a nuestro antojo del mundo, bien entendido, del mundo alucinante de la poesía.
Acaso —y este reproche pertenecía a Cid— fuimos demasiado poetas; pero, ¡en fin! —añadíamos—, la juventud (la vida entera) no debe poner en la cuenta de sus errores sino aquellos que ha cometido sin pasión.
Apasionadísimamente, en aquel lejano 1938, el claro de bosque, el laberinto, la encrucijada, nos presentaban el más nítido punto exigido por Bretón, aquel donde lo alto y lo bajo dejan de percibirse contradictoriamente.
Más tarde vendrían otras exigencias para el que estas líneas escribe, nuevas exigencias a sumarse en el camino. Si de poesía se trataba, este hombre persistiría en buscar una estructura (no un estructuralismo) para el poema, en vez de una dispersión, una osatura en vez del viento furioso, del torbellino inquietante.
¿Error? Este hombre no lo juzgaba así sino en la medida que su acción no se ejecutara apasionadísimamente. Más tarde aún vendría su propio pueblo a golpear la ventana y a exigir imperiosamente que tal hombre, que tal poeta, si lo fuera, se asomara al exterior, a esa realidad, a esa vida latente, para que fuera él quien intentara darle su contenido manifiesto.
En fin, por último, se trataba de darse un idioma que le permitiera entenderse con sus semejantes.
"La Mandrágora": Teofilo Cid, Enrique Gomez Correa y Braulio Arenas