Los lectores de la piedra Vestigios luminosos, de Gustaf Sobin. Traducción y prólogo de Marcelo Pellegrini
Editorial Universidad Valparaíso, 2023, 200 páginas
Por Benjamín Carrasco
Publicado en Papel Literario, de El Nacional, Venezuela, 30 de abril 2023
Vestigios luminosos (UV, 2023) es la primera recopilación de ensayos traducidos al español de Gustaf Sobin (1935-2005), el poeta norteamericano que, siguiendo los pasos de René Char, llegó a instalarse al sur de Francia, en la zona de Vaucluse, región de la Provenza. Lugar que, además de otorgarle “refugio espiritual”, le inspiró, junto a la geografía y los aires del mediterráneo, una manera particular de observar y de tratar la escritura. La cuidada selección y traducción de Marcelo Pellegrini trasluce fielmente su tratamiento de la palabra a lo largo de diecinueve ensayos que exploran distintos elementos de la geografía, arquitectura e iconografía de la Provenza, a través de una mirada arqueológica, antropológica y, por sobre todo, poética. Se suma a la selección una entrevista realizada por Leonard Schwartz, la cual revela las directrices fundamentales del pensamiento de Sobin: el volver atrás, mirar abajo, escarbar hacia la ausencia, operar con la “dimensión alucinatoria” que corrobora la existencia de nuestra especie.
A través de la “Luz”, la “Sombra” y el “Aura” —los tres ejes medulares del conjunto— aprendemos, gracias a la capacidad perceptiva de los ensayos, que cada trozo de escombro tuvo en su momento un comienzo técnico o simbólico singular. Que antes de caer presa de la erosión y de ser arrebatados de su unidad por el pedernal de los años, los vestigios guardaron en su interior el murmullo de su hazaña y su misterio originales. Esta atención particular de Sobin sobre temas por los cuales quizás nadie antes se había detenido, llega a ser compartida gracias a su método de lectura —esto es, un camino— que responde en gran medida a esa búsqueda elemental del sentido que se esconde bajo los terrenos y hondonadas, tras la ocupación de una menuda comunidad provenzal o bien de los artefactos milenarios. El camino “es sólo yendo hacia atrás, leyendo hacia abajo” (40). Sólo de esta manera, la imbricación entre geografía e historia logra “profundidad filosófica”, “reflexión poética”. Gustaf Sobin consigue tomar por la palabra aquello que ha logrado escapar a la memoria, de lo que ha quedado únicamente testimonio de una narración escindida, en forma de ruinas, vestigios: esas columnas, acueductos, metales mordidos por el tiempo. Son “reliquias”, al fin y al cabo, que se han diseminado en nuestra lengua, en nuestros rituales, en los objetos no carentes de trivialidad.
Sobin se detiene en momentos particulares del paisaje provenzal, pero no se detiene allí. En el ejercicio de recorrer el Ródano, tras los pasos de Aníbal, recorre a su vez todos los ríos; con los restos del acueducto romano logra dar con todas las vertientes de las mirabilia aquarum habidas. La pluma de Sobin cautiva por su enorme sentido del asombro y la curiosidad, por cómo aparece el rumbo de la aventura, el trabajo de campo y la salida a terreno en una prosa que hace de esas experiencias in situ parte misma del conocimiento. Al leer estas investigaciones se observa en ello la capacidad de conectar al hombre con la Naturaleza, de encontrar en la arquitectura y en la iconografía antiguas y medievales, en los artefactos ancestrales, un saber elemental: “Contra la pobreza cultural de nuestro propio tiempo, siento que parece adecuado viajar hacia lo que está debajo. Examinar el vestigio. Explorar los aposentos subterráneos de una ciudad antigua como si constituyeran algún profundo, ricamente dotado nivel de conciencia humana” (114). Este es el logro de una prosa que, no otorgándole todas las concesiones a la ciencia, logra captar con rigurosidad documentada la revelación del paisaje: el mensaje, el hablar de la naturaleza, el paso del ser humano por los caminos de la historia. Se podría decir que este es un libro de una arqueología o antropología aficionadas. Pero, ciertamente, sólo la afición, es decir, lo que compromete la afectación intelectual, permite que las licencias ensayísticas irradien más provecho y evocación. Este es, antes que todo, un viaje de la mirada y de la interrogación por ese mundo redescubierto.
Sobin no se reserva reproche alguno ante la decadencia de lo antiguo y la profanación de sus vestigios. No oculta su actitud recriminatoria hacia la pobreza cultural de nuestro propio tiempo, hacia la desvirtuación que acomete el hombre en búsqueda de un cambio indiscriminado, que riega sobre el mundo las consecuencias de su propio desarraigo. En la suma de ausencias y desapariciones, tanto materiales como icónicas, que describe Sobin, se atestigua la decadencia de lo humano —al decir de Konrad Lorenz. Su detallada y documentada visión del pasado, no obstante, nunca es lo suficientemente concluyente como para dar veredictos, ni como para dar por sentado los hechos. Es más, Gustaf Sobin se encarga de respetar las fisuras, esas verdaderas aperturas que se rehúsan a clausurar los capítulos de la historia. Antes bien, en sus ensayos compartimos una visión que aboga por reconstruir sus partes a través de la especulación, por hacer de los hallazgos un encuentro con las raíces, aquellas que una vez perdidas reaparecen como una completa necesidad.
Si bien Gustaf Sobin replica el prejuicio sobre la Edad Media, es decir, la mal llamada Edad Oscura, su operación arqueológica no deja de hallar las luces que emanan desde el pasado —un tanto polar a Johann Huizinga—, tal si el destello de unas “lágrimas azules” en Sainte-Marthe echaran por la borda esa recriminación histórica y señalaran, de algún modo enigmático, que el oscurecimiento del pasado es propio del olvido y del devenir del hombre, destello que no podría iluminar de otra manera si no fuera por su secreta paciencia, aquella que emplaza los vestigios en aras de un próximo explorador y poeta que especule con ellos. Como tal, Sobin nunca deja de experimentar lo simbólico a través de sus descubrimientos, una lectura de la totalidad mediante lo velado, como el lapislázuli desvanecido en el fresco de una parroquia medieval evidencia que “fueron los cielos los que se disiparon primero” (150), o que la resonancia balsámica de una campana es «calor y cobijo del extranjero», «baño del corazón humano».
Los antiguos exploradores —como también lo hizo Gustaf Sobin— sabían que toda aventura era también una aventura del lenguaje, que en cada una de ellas era la narración la que añadía la medida del ser humano a las grandes experiencias y hallazgos: la indomabilidad de un océano, el misterio de un guijarro, la fugacidad de todo esfuerzo. De la misma forma, mirar hacia el pasado sin una palabra que buscara en su interior, que se escabullera por los pasadizos y recovecos de la memoria humana —antes con estériles tablas de datos y minuciosas rotulaciones— no sólo volvería los vestigios, testimonios del pensamiento y la obra humana, más inertes e impalpables; no sólo nos parecerían más distantes, de hecho, sino también ajenos. Sea tal vez este el destino que ha venido corriendo la ciencia y, probablemente, también la historia y la literatura han cedido su dominio a una lengua opaca y terminológica, una que tiende a eliminar la impresión y la añoranza, la invención y la fidelidad. Esta es la mirada que descubre Gustaf Sobin para sus lectores, una que vuelve su rostro hacia el ser humano para señalarle sus fundamentos:
“[…] Una especie solitaria por naturaleza, hecha incluso más solitaria hoy en día por la pérdida de una visión comúnmente compartida —de cualquier referente aceptado de manera colectiva—, vagamos por galerías, túmulos de archivos y vestigios arqueológicos, con la esperanza de descubrir, en cualquier momento dado, la llave, el diminuto, metálico destello en medio de nuestras propias sombras. Llamémoslo, si se quiere, el aliento en el corazón mismo de nuestro propio espejo vacío” (27).
“El aura inaudible de las campanas”
Gustaf Sobin
Ubicado en el corazón mismo del Luberon, junto a un abandonado paso
montañoso, el priorato de Saint-Symphorien puede ser visto desde una extraordinaria distancia gracias a su alto, delgado campanario color beige.
De hecho, este campanario sorprende
al visitante, hoy en día, como innecesariamente alargado, imponiéndose
desde su torrecilla de cuatro niveles sobre los bosques que lo rodean.
¿Cuál era la necesidad, nos preguntamos, de tan alta e hipertrofiada estructura? Solo al leer los documentos apropiados nos daremos cuenta
de que las campanas de Saint-Symphorien no solo marcaban las horas,
tanto canónicas como siderales, sino
que tenían —como sucedía usualmente con las campanas por toda la cristiandad— funciones no cronológicas.
En Saint-Symphorien, por ejemplo,
eran conocidas por guiar a los viajeros —atrapados en densa niebla o en
ventiscas invernales en el distante
paso montañoso— hacia el refugio del
monasterium mismo. A lo lejos, las
campanas literalmente doblaban los
caminos de los viajeros hacia el calor
y el cobijo del santuario[1]
A las campanas de las iglesias, de
hecho, se les ha otorgado desde hace
mucho una amplia gama de poderes,
ya sean prácticos o místicos, que van
mucho más allá de su misión rutinaria. En su forma de enormes vasijas
de hierro fundido, emergieron primero en las campiñas de Italia central
y rápidamente proliferaron en los siglos VIII y IX. A partir del pontificado
de Juan XIII (circa 960) en adelante
comenzarían a recibir nada menos
que la generosa bendición de la ceremonia bautismal, a menudo de manos del mismísimo papa. Cada campana, envuelta en un alba —un lienzo
eclesiástico de cuerpo entero hecho
de lino blanco—, era sumergida en agua bendita, y luego, después de secarse, recibía la unción —siete veces
por fuera, cuatro veces por dentro— con los aceites prescritos. Para concluir la ceremonia, un turiferario llenaba el fanal con humo de incienso,
otorgándole de esa manera las propensiones ascensionales de la oración y la súplica.
Una vez colgadas en sus respectivas espadañas, las campanas no solo
marcaban el tiempo y, desde los matinales a los vesperales, llamaban a los
fieles, sino que también —dotadas de
fuerzas sobrenaturales— purificaban
el espíritu y espantaban a los demonios. Porque la Iglesia, en su continua
lucha contra la brujería y la superstición, confirió a las campanas poderes para el exorcismo. Ante la creencia, por ejemplo, de que los truenos y
las granizadas eran provocados por
brujas, que incluso la más diminuta
piedra de granizo tenía pelo de bruja
incrustado, las campanas eran tocadas para espantar tales maldiciones[2].
De hecho, bien entrado el siglo XX y
todavía en la memoria de sus viejos
habitantes, las campanas de las iglesias continuaban sonando para tales
propósitos. Es más, en ciertas regiones remotas de los Alpes de Alta Provenza, aquello todavía sucede.
El tañido de las campanas poseía
también la fama de proteger los granos desde que eran sembrados hasta su cosecha. Gracias a la impecable
vibración de sus golpes, despertaban
a los plantones del letargo invernal
y así estimulaban su germinación.
Esto era particularmente auténtico
durante la celebración, cada 25 de
marzo, de la Anunciación. Porque
el aniversario de aquella inseminación mística solo podía favorecer —en
el simbiótico espíritu de los feligreses— la inseminación de los campos
mismos.
“Que una protección eterna se cierna sobre la cosecha de los fieles, así
como sobre sus cuerpos y sus almas”, entonaba un clérigo al bautizar una
campana[3]. Con el poder conferido de
estimular el almácigo desde su interior y de protegerlo de las fuerzas demoníacas del exterior, la campana de
una iglesia, durante siglos, trajo solaz a los devotos con no mucho más
que un temblor —el aura sonora— de
sus vibraciones. Podemos además
suponer que, bajo la influencia de estas sutiles pulsaciones, les permitió
también a las largas aristas y a las filosas espiguillas de la cebada estallar
en radiantes flores tal y como bañó,
alguna vez, los más profundos recovecos del corazón humano con el bálsamo de su resonancia.
*El ensayo “El aura inaudible de las campanas” forma parte de la antología Vestigios luminosos, traducido por Marcelo Pellegrini, para la Editorial UV, Chile, 2023.
[1] Guy Barruol, Provence romane (La Haute-Provence). L’Abayye Sainte-Marie de
la Pierre-qui-vire: Zodiaque, 1977, pp.
379-385.
[2] Jean-Louis Olive, «La cloche en fer de
Saint-Guillem-de-Combret», en Cloches
& sonnailes. Aix-en-Provence, Edisud /
Adem 06, 1996, p.54.
[3] Bernard Peirani, «Les cloches aux temps
des graines en Europe occidentale», en Cloches & sonnailles, p.63.
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Los lectores de la piedra
"Vestigios luminosos", de Gustaf Sobin.
Traducción y prólogo de Marcelo Pellegrini.
Editorial Universidad Valparaíso, 2023, 200 páginas
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