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La herida colonial o “el máuser republicano” en Forrahue. Matanza 1912 de Bernardo Colipán

Por María José Barros Cruz
Pontificia Universidad Católica de Chile/Conicyt
Publicado en A Contracorriente, Vol. 12 No. 2 (2015): Winter 2015




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En el año 2001 entró en circulación la nueva moneda nacional de cien pesos. El motivo principal del anverso lo constituye el rostro de una mujer mapuche con su vestimenta tradicional. Al costado izquierdo de esta imagen se lee la inscripción “mapuche” y en el borde la frase “República de Chile – Pueblos Originarios”. El reverso, por su parte, no implicó grandes cambios, pues se mantuvo el escudo nacional presente en la versión anterior. En términos simbólicos, lo que esta moneda sugiere es que el Estado-nación chileno reconoce y valora a sus pueblos originarios, representados metonímicamente a partir de la etnia mapuche. Al panteón integrado por O’Higgins, Carrera Pinto, Rodríguez y Mistral, se sumaban ahora los indígenas. Sin embargo, pienso que la nueva moneda fracasa al intentar construir un discurso de inclusión de las llamadas minorías étnicas. Como en las postales turísticas, este objeto representa a los pueblos originarios como una otredad, es decir, como un todo homogéneo, compacto, ahistórico y sin nombre propio. Parafraseando a Spivak, se podría decir que estamos ante un gesto de violencia epistémica (Spivak 2003: 317). En resumidas cuentas, el sujeto indígena que el Estado-nación chileno acepta oficialmente responde a un imaginario idealizado, anónimo y esencialista de los particularismos étnicos y culturales, lo que —a mi juicio— es coherente con la criminalización del llamado “conflicto mapuche” que hoy vivimos. Como se observa a diario en la prensa, quien se sale de ese estereotipo es rápidamente calificado como “terrorista”.

En este contexto marcado, las reivindicaciones indígenas y un discurso nacional ambiguo, que celebra la imagen heroica de los “araucanos” inmortalizada por Ercilla[1], pero que al mismo tiempo condena a los mapuches del presente, el poeta mapuche-huilliche Bernardo Colipán publica en el año 2012 Forrahue. Matanza 1912. A partir de una textualidad fronteriza, en la que se yuxtaponen testimonios, fotografías, esquemas genealógicos, certificados de defunción y citas, el autor asume el deber de recordar el acontecimiento histórico mencionado en el título, volviendo a instalar el diálogo entre memoria e historia como un eje central de su obra. Desde esta perspectiva, me interesa analizar cómo en este libro se representa la problemática de la comunidad nacional en relación con el motivo de la herida, poniendo especial atención en la mirada indígena desde la cual se piensa, interpreta y enuncia esta situación aún por resolver. Y es que la obra de Colipán, al igual que la de los demás poetas mapuches contemporáneos, revela que la inclusión del pueblo mapuche al Estado-nación chileno significó una herida, que lejos de cicatrizarse parece abrirse cada día más.

De acuerdo a lo indicado por José Bengoa en su Historia del pueblo mapuche, durante las tres primeras décadas del siglo XX se desató sobre las comunidades indígenas una violencia inusitada. La presencia reguladora del Estado sólo se hacía presente en las grandes ciudades, por ello en los campos reinó la ley del más fuerte en contra de los mapuches (2000: 366). En este contexto, se produce en 1912 una matanza indígena en Forrahue, sector rural ubicado—según la cosmología mapuche—en la Willi Mapu, o tierra del sur, y que desde una perspectiva político-administrativa forma parte de la comuna y provincia de Osorno de la Región de los Lagos. Es un hecho sobre el cual nada se dice en los textos escolares ni en las laureadas historiadas nacionales y del que —debo admitir— tampoco tenía antecedentes hasta que el libro en cuestión llegó a mis manos. Jorge Iván Vergara es uno de los pocos académicos que ha investigado este suceso, por lo que recurro a sus palabras para contextualizar lo que constituye el móvil de esta obra de Colipán:

En 1912 ocurrió la matanza de Forrahue donde, a consecuencia de un desalojo otorgado a favor de un rico propietario, Atanasio Burgos Villalobos, murieron quinces indígenas, y otros diez quedan heridos. Forrahue se convirtió en este periodo en el símbolo de la violencia contra los indígenas. Este hecho muestra que la intervención del Estado fue tan o más violenta que la que realizaron los particulares, pues en Forrahue fue la policía la que llevó a cabo la masacre. (1991: 40)

Si bien el despojo de tierras ocurrido en Forrahue se debe a los intereses de un particular, este acontecimiento revela el accionar violento del Estado-nación chileno en contra del pueblo mapuche y a favor del sector latifundista, lo que indica que en la comunidad nacional parecen existir ciudadanos de primera y segunda categoría. Por esto Bengoa plantea que la usurpación de tierras ha funcionado como un catalizador de la conciencia étnica, produciéndose en los mapuches un sentimiento de segregación y explotación por parte de la sociedad chilena: “El tema de las usurpaciones de tierra tiene un trasfondo objetivo indudable: hay tierras usurpadas; sin embargo, el impacto sobre la conciencia y la subjetividad mapuche es más importante, ya que es la demostración de que la “guerra de Arauco no ha terminado, de que se sigue acosando el territorio indígena” (2000: 373).

Cien años después de la matanza de Forrahue, Colipán vuelve su mirada a este episodio sangriento, que a fin de cuentas funciona como una metonimia de la herida colonial perpetrada sobre el pueblo mapuche desde la conquista hasta la actualidad. Para muchos, como señala el antropólogo recién citado, la guerra de Arauco continúa. Desde esta perspectiva, pienso que es importante aclarar que en esta obra no sólo se habla sobre una herida, sino que también se habla desde la herida[2]. En Forrahue, texto en el que predomina un discurso de carácter referencial, el sujeto de la enunciación se representa a sí mismo como un intelectual indígena, vale decir, como un sujeto que política y culturalmente se identifica con el pueblo mapuche[3]. En distintas ocasiones, la voz principal o articuladora hace explícito su compromiso, lo que por cierto incide en cómo se representa el acontecimiento histórico del cual se hace memoria. Por tanto, quien habla ha hecho suya la herida de la matanza de Forrahue y, desde ese lugar de enunciación, pone en escena una perspectiva otra, que cuestiona las versiones oficiales de la historia.


Recordar para denunciar: la relación del Estado-nación chileno con el pueblo mapuche

La primera parte de la obra consiste en una introducción compuesta por tres textos, que se caracterizan por su fisonomía ensayística. En el primero la voz asume una enunciación colectiva y explica cómo nació el libro, cuál es su objetivo y el concepto de memoria articulado junto a la comunidad. En los otros dos adopta una enunciación individual y sitúa históricamente la matanza de Forrahue. Para esto recurre a distintas fuentes —testimonios, prensa de la época, libros de historia— y en ocasiones emula el modelo de la crónica periodística. Lo interesante de esta sección inicial es que el sujeto textual asume una función cercana a la del historiador, pero haciendo explícita su posición a favor de los indígenas con quienes se identifica, desmitificando así la pretendida objetividad del discurso historiográfico.

Desde esta perspectiva, la voz plantea en la primera página lo siguiente: “Este libro nació de manera de colectiva en la comunidad de Forrahue y lo escribimos contra una historia única” (2012: s/n)[4]. En coherencia con las obras anteriores del poeta, la problemática de la historia y la memoria vuelve a ser una preocupación fundamental de este libro. Ello me retrotrae a la interrogante planteada por Todorov en Los abusos de la memoria: “Una vez restablecido el pasado, la pregunta debe ser: ¿para qué puede servir, y con qué fin?” (2000: 33). Lo que al intelectual búlgaro le importa es el uso que se le da a la memoria y en qué medida esa experiencia horrorosa del pasado (recordemos que el punto de partida de su reflexión son los regímenes totalitarios del siglo XX) es puesta al servicio del presente y la justicia (2000: 59). De acuerdo con esta inquietud, pienso que tras el gesto conmemorativo realizado en Forrahue subyace la intención de visibilizar una historia silenciada, con el fin de denunciar la relación que históricamente ha mantenido el Estado-nación chileno con el pueblo mapuche.

Los intelectuales indígenas e indigenistas[5] coinciden en pensar el llamado “conflicto mapuche” como una situación ocasionada por el Estado-nación chileno, arrastrado desde la ocupación de la Araucanía hasta la actualidad. Según esta mirada, el problema radica en la imposibilidad de Chile de pensarse como un Estado plurinacional, capaz de aceptar y valorar la diversidad de los habitantes de su territorio. Así lo plantea, por ejemplo, el periodista mapuche Pedro Cayuqueo:

Cómo avanzar hacia un modelo de Estado Plurinacional, donde todos los derechos, las lenguas, los colores, los sueños, los sabores, de ustedes y nosotros estén debidamente garantizados. Juntos en la diferencia, juntos en la diversidad, créanme que tengo sospecha que tal tipo de estructura estatal engrandecería incluso a Chile como Estado. (2012: 96)

Algo similar propuso el abogado José Aylwin con ocasión del Bicentenario y las huelgas de hambre efectuadas por los comuneros mapuches ese año: “Mientras Chile siga maltratando a sus habitantes más antiguos […], mientras se siga identificando como un “Estado-nación” y no reconozca plenamente la diversidad que les corresponden como tales, lamentablemente se mantendrá la herida que la huelga dejó al descubierto” (2013: 48). Ambas apreciaciones nos remiten al Estado-nación chileno de matriz ilustrada conceptualizado por Bernardo Subercaseaux, cuyo rostro intolerante se actualiza en la borradura muchas veces agresiva de los particularismos culturales y étnicos como el mapuche[6]. Por ello es que aún no podemos decir—junto con Neruda—“nosotros, los indios” (2002: 230). El blanqueamiento sobre el cual se quejó el poeta también afecta la idea de nación que inspira el actuar del Estado[7].

Es en este contexto que el motivo de la herida vuelve a aparecer como una forma de entender y cuestionar el proyecto nacional en la poesía contemporánea, ligada —en este caso— con el campo literario mapuche. Dado que el eje temático del libro es una matanza, la referencia a cuerpos heridos —ya sea baleados, golpeados o ensangrentados— así como a muertos es una constante. En términos visuales —pienso en las imágenes de tumbas y cartuchos de bala, las copias de los certificados de defunción, en el uso de un rojo bermellón en varias páginas y letras— vienen a reproducir lo mismo[8]. En consecuencia, tanto a nivel textual como visual el libro es atravesado por la isotopía de la violencia. Una violencia física excesiva, ejercida como signo de dominación sobre una otredad étnica, que no cabe dentro de la idea de nación de principios de siglo XX y de la que aún nos quedan muchos resabios. Pero también una violencia ideológica de carácter racista, relacionada con cómo se concibe a los miembros de la comunidad nacional y los que quedan fuera de ella. Todo lo anterior remite finalmente a la herida, que en este texto deviene en un tropo de denuncia.

 


 

¿Pero qué implicancias tiene pensar la comunidad nacional desde la herida en la obra de Colipán? En los textos introductorios, expresiones como “máuser republicano” o “carabina republicana” se reiteran a la hora de explicar los motivos de la matanza: “No hay duda que todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, es un periodo impregnado de un fuerte olor a pólvora. […] Pero es la carabina republicana y la pólvora de la oligarquía terrateniente la que perfora y quema al cuerpo social mapuche, entre fines de 1800 y principios del mil novecientos” (2012: s/n). Parafraseando críticamente la famosa frase de Cornelio Saavedra (“La pacificación de la Araucanía, señor Presidente, nos ha costado mucho mosto, mucha música y poca pólvora”[9]), la voz cuestiona el imaginario de un Chile republicano y denuncia cómo la incorporación de los mapuches al Estado-nación supone una exclusión violenta. A fin de cuentas, los indígenas que caben dentro de la comunidad nacional son aquellos que asimilan los parámetros de la llamada “civilización” (lo que supone aceptar sumisamente distintos actos de aculturación forzada y dominación), pues de no hacerlo su resistencia es pagada con la muerte. Desde esta perspectiva, el sujeto textual vincula lo ocurrido en Forrahue con la matanza de obreros de Santa María de Iquique y el genocidio de los selknam en el extremo sur del territorio nacional. Y es que en tiempos del Centenario, período en que ocurren estos lamentables sucesos, la idea de República parecía aplicarse sólo a unos pocos, tal como aseveraba Luis Emilio Recabarren por aquellos años[10].

De esta forma, la “carabina” o el “máuser” —aparentes signos de modernización de las fuerzas policiales del Estado— devienen en la obra de Colipán en sinónimos de una nación que se cimenta sobre una lógica de exclusión violenta. Como diría Renan, “La unidad [nacional] siempre se hace brutalmente” (2000: 56). En coherencia con esta lectura, creo que la herida representada en la obra de Colipán también puede ser leída a partir del concepto de herida colonial desarrollado por Walter Mignolo, el que sintetiza de la siguiente manera:

La colonialidad pone de manifiesto las experiencias y las ideas del mundo y de la historia de aquellos a quienes Fanon denominó les damnés de la terre (“los condenados de la tierra”, que han sido obligados a adoptar los estándares de la modernidad). Los condenados se definen por la herida colonial, y la herida colonial, sea física o psicológica, es una consecuencia del racismo, el discurso hegemónico que pone en cuestión la humanidad de todos los que no pertenecen al mismo locus de enunciación (y a la misma geopolítica del conocimiento) de quienes crean los parámetros de clasificación y se otorgan a sí mismo el derecho a clasificar (Mignolo 2007: 34).

En Forrahue se advierte con claridad esta perspectiva de la colonialidad, que busca dar cuenta de la herida colonial física y psicológica infringida sobre los mapuches a lo largo de la historia. Señala la voz al inicio del libro: “como todo pueblo mapuche, cargamos con una historicidad interrumpida, con un trauma colonial” (2012: s/n). Luego, haciendo alusión a Frantz Fanon, el texto es dedicado “a los condenados de la tierra, a los condenados al olvido, a quienes sabiamente los poderosos les han inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el arrodillamiento, el servilismo” (2012: s/n). Como plantea Mignolo, el origen de la herida colonial está en el racismo, entendido como una construcción ideológica, que consiste en el privilegio que se adjudican ciertas “razas” de categorizar a los individuos según el modelo de humanidad ideal propuesto por ellos mismos. De esta forma, se pone en tela de juicio la humanidad de quienes no calzan en los parámetros estipulados, considerando sus vidas y expresiones culturales como elementos prescindibles (Mignolo 2007: 41-42)[11]. En concordancia con estas ideas, en la obra de Colipán la voz explica cómo el Estado-nación chileno de principios de siglo XX se hace parte de un discurso racista elaborado según el binomio civilización/barbarie, con el cual se busca justificar su actuar violento en desmedro de los indígenas y a favor de los colonos europeos: “Al estigmatizar al indígena como carente de civilización tuvieron razón suficiente para negar sus derechos y valorar al extranjero como sello de civilización y convertirlo en una garantía de derecho” (2012: s/n).

En definitiva, traer al presente la matanza de Forrahue es denunciar el actuar del Estado-nación chileno, que ha contribuido a inscribir en los mapuches una herida colonial. Pensados como “bárbaros” o “salvajes”, sus vidas y cultura resultaban —desde la óptica de esta nación comandada por el sector oligárquico— innecesarias. Lo que sí interesaban eran sus tierras y los medios para conseguirlas incluían la “pólvora”, el “máuser” y la “carabina”, como afirma la voz en distintas ocasiones. Para dar cuenta de esta ideología racista, en los textos introductorios se cita a algunos personajes de la época, que justificaron sin reparos el actuar de la policía. Por ejemplo, se reproducen los dichos del comandante Flores recogidos en el periódico El Progreso: “los carabineros procedieron en Forrahue con absoluta corrección y sin espíritu de crueldad. Agotados los medios, pacíficos y conciliadores, sólo hicieron uso de sus armas, cuando fueron atacados y tuvieron bajas en su tropa” (2012: s/n). La voz confronta distintos discursos de la época, publicados en periódicos cuyos títulos revelan una impronta ilustrada (como El Progreso o La Aurora), para luego interpretar la matanza como un acto de barbarie: “Tal vez, para uno, los sucesos de Forrahue pueden ser considerado un hecho de barbarie, pero para quienes la ejecutaron constituye un acto racional, destinado hacer cumplir la ley y sobre todo a ordenar y regularizar la propiedad agraria de Osorno” (2012: s/n).

De esta forma, se visibiliza en Forrahue la colonización del ser, es decir, la idea de que algunos están por debajo de la categoría de seres humanos, actores históricos y seres racionales (Mignolo 2007: 30). La máxima expresión de este rostro de la herida colonial es la muerte, pues supone negar la vida a quien no se considera como un igual. A lo anterior se suma la colonización del saber, esto es, el supuesto de que las historias, los conceptos y las experiencias de ciertos pueblos deben ser silenciadas (Mignolo 2007: 30). La herida colonial, entonces, también nos habla de un espesor cultural borrado. Desde esta perspectiva, pienso que el libro de Colipán se erige como un texto que busca revertir —desde la misma comunidad y por medio del registro que permite la escritura— los efectos de esta herida colonial, que no sólo terminó con la vida de más de una decena de personas, sino que también obligó al ocultamiento de un suceso que aún se conserva en la memoria de la comunidad.

(Re)escribir la historia, decir la memoria, tejer un telar: la práctica testimonial

A partir de los postulados de Edward Said en Cultura e Imperialismo, Mabel García analiza el discurso poético mapuche actual y propone que éste se caracteriza por abordar “temas de resistencia cultural”, concepto que explica de la siguiente manera:

Con ello se refiere este autor a las “actividades, reflexiones y revisiones anticolonialistas” que actualmente los pueblos “subordinados” realizan sobre el devenir de su historia y las condiciones de imposición a las que fueron sometidos, invirtiendo así el relato que se ha legitimado sobre la penetración histórica, y exigiendo a los pueblos occidentales que se vean a sí mismos como representantes de culturas, e incluso razas, acusadas de represión, violencia y de crímenes de conciencia. (2006: 170)

Desde esta perspectiva, la crítica identifica distintos procedimientos utilizados en la poesía mapuche como parte de un proceso de resistencia cultural, entre los cuales se encuentra el acto de “reescribir la historia de la conquista y la colonización en contraposición a la historia oficial” (2006: 178). Tomando como punto de partida las ideas de García, pienso que en Forrahue existe la intención de (re)escribir la historia oficial, que prácticamente nada ha dicho sobre esta matanza ocurrida a principios de siglo XX. Como acertadamente propone Mignolo, “La historia es una institución que legitima el relato de los sucesos a la vez que silencia otros relatos, entre ellos los que narran el silenciamiento de otras historias” (2007: 54). En este sentido, creo que el objetivo del libro es narrar lo silenciado y el silenciamiento, desenmascarando las supresiones de un discurso historiográfico que a fin de cuentas contribuye a perpetuar la herida colonial. Para realizar este gesto, la obra aboga por decir la memoria y con este fin se recurre —entre otras estrategias— al testimonio, discurso que es incorporado y reelaborado en la última parte de Forrahue.

Antes de interiorizarnos en la temática de la memoria y el discurso del testimonio, quisiera realizar unos breves comentarios sobre la reflexión historiográfica en la obra del poeta que nos convoca. La visión crítica en relación al discurso de la historia está presente en todos los libros de Colipán, lo que según García se relaciona con la formación de historiador de este escritor (2006: 182). En Arco de interrogaciones, por ejemplo, uno de los apartados o “arcos” está destinado de forma exclusiva al problema de “la historia y sus pliegues” (2005: 95), expresión que ya revela un tono de sospecha frente a este discurso. En dicha sección del poemario, destaca la escenificación de la problemática historiográfica a partir de un complejo entramado intertextual, donde la voz dialoga críticamente con la representación de la otredad étnica elaborada en la crónica colonial y la historia oficial encarnada en la obra Encina o el Museo Mapuche de Villarrica. Desde esta perspectiva, en poemas como “Ese difícil oficio de leer a Encina”, la voz se refiere al conflicto que supone para un sujeto mapuche aprender la versión oficial de la historia, cuya legitimación en la cultura chilena se hace evidente en el uso del apellido del famoso historiador como nombre de calles o respuesta en los puzles. A partir de esta experiencia, el sujeto textual define la historia de la siguiente forma: “La historia es un ojo, / sumergido en las noches, / palabras / para no ser dichas / sino para mirarnos en ellas / como si fueran / un espejo roto” (2005: 107). Para el indígena, la perspectiva histórica representada por Encina es sesgada. Por esto, la voz—que asume una enunciación colectiva— se observa en aquel discurso como en “un espejo roto”. A fin de cuentas, existe un desencuentro irreconciliable entre la representación que la historia oficial hace de los mapuches y cómo ellos se conciben a sí mismos.

Esta visión crítica del discurso historiográfico también está presente en Forrahue. En los textos introductorios, la voz denuncia el silenciamiento de la matanza por parte de los historiadores de Osorno, quienes callan para proteger a los “personajes ilustres” (2012: s/n) involucrados en la matanza. Desde esta perspectiva, el sujeto textual elabora una definición cuestionadora de la historia y coherente con la planteada en los libros anteriores de Colipán, visibilizando la falta de autonomía de quienes ejercen este oficio con respecto al campo de poder: “Nos dimos cuenta que la historia, también opera como un lugar de secuestro de la memoria y que bajo las cortezas del vacío, se encuentran lugares llenos de historicidad” (2012: s/n). A partir de esta premisa, la memoria —una de las grandes preocupación del proyecto escritural del poeta— vuelve a instalarse como un eje central de esta obra[12]. En definitiva, para (re)escribir la historia, vale decir, visibilizar lo que ha sido silenciado intencionalmente, es necesario decir esa memoria secuestrada. Y decir la memoria desde dentro o por ellos mismos.

Al inicio de la obra, la voz realiza —adoptando el “nosotros” de pertenencia comunitaria— una teorización del concepto de memoria. Lo interesante es cómo los saberes de corte académico, que remiten a la figura del intelectual indígena y cuyos conocimientos innegablemente se traslucen en las páginas, son rearticulados por la visión de mundo mapuche. Lo anterior se traduce en el acto de definir la memoria como un telar, siendo asociada con el trarikan (técnica de teñido por reserva), el makuñ (manta usada por los hombres) y el witral (telar vertical). Todo esto nos habla del oficio textil desarrollado por las mujeres mapuches, saber que implica conocimientos técnicos y también relativos al lenguaje simbólico de sus cosmogonías, transmitido de generación en generación[13]. Me permito citar de forma algo extensa un fragmento del texto introductorio, con el fin de dar cuenta de esta mirada sobre la memoria:

Vimos que la memoria era como un telar, en el que se despliega un mapa de significaciones, que enlazan nuestros mundos imaginarios, reales y simbólicos. Acudimos a la metáfora del trarikan y enhebramos las ideas, recuerdos y emociones. Una hebra de lana se va cruzando con otra, formando un complejo tejido de sentidos, colores y emociones. Lo hicimos pensando en el makuñ (manta) que algún día vestiremos y nos habitará. En el trarikan lo importante, más que el recuerdo aislado, es la asociación de recuerdos en un solo tejido. Nos dimos cuenta del trabajo que hace el olvido en la memoria y en la trama de hebras anudadas, detectamos a los recuerdos. […] Una vez instalado el witral, advertimos que los recuerdos sobre la matanza de 1912, estaban despojados de su resonancia comunitaria, colectiva y de pueblo. Sólo se conservaban como recuerdos privados, como un accidente que le ocurrió algún abuelo y que el hijo fue narrando a sus respectivos descendientes. Cada recuerdo familiar, está vinculado con un tejido mayor que le otorga sentido, se encuentra en un entramado más complejo, que se llama memoria emblemática. Por medio de los recuerdos, cada persona va ligando las hebras de su memoria con la de otra y así puede tejer la historicidad de todo un pueblo. El libro no se debe vivenciar como un tejido incompleto o un witral terminado, pues el ejercicio de la memoria es un trarikan en tránsito, en proceso de transformación para que otras manos lo tomen, para seguir arrebatando del olvido lo que por derecho, pertenece a la memoria. (2012: s/n)

Desde esta propuesta, la memoria colectiva—para usar la terminología de Halbwachs—es pensada como un gran tejido y siempre en construcción, compuesto por las múltiples hebras o los recuerdos que los miembros de la comunidad de Forrahue albergan sobre la matanza. En este sentido, el objetivo del proyecto de Colipán es hacer de los recuerdos individuales un “tejido mayor” o “makuñ”, capaz de funcionar como una “memoria emblemática”. Por cierto, esta categoría citada en el texto nos remite a los postulados de Steve J. Stern, quien plantea que todo sujeto alberga un cúmulo de experiencias y recuerdos significativos en el ámbito personal, pero desprovistos de una significación social colectiva (2000: 11- 12). Estas memorias sueltas, como las denomina el académico estadounidense, adquieren un “sentido mayor” al ser articuladas bajo el marco interpretativo de la memoria emblemática, definida como “una gran carpa en que hay un “show” que va incorporando y dando sentido y organizando varias memorias” (2000: 14). Lo anterior implica que las memorias sueltas en torno a la matanza ya no son leídas como un hecho aislado y personal, sino que adquieren una “resonancia comunitaria”, tal como plantea la voz. De esta forma, se elabora o teje una memoria con sentido colectivo, capaz de generar una mayor cohesión, empoderamiento y (auto)reconocimiento entre quienes conforman la comunidad.

Ahora bien, lo importante es que este ejercicio es resemantizado desde la óptica cultural mapuche y ello implica un gesto de decolonización o resistencia en el marco epistemológico. Si uno de los efectos de la herida colonial es la borradura de los conceptos, las ideas y los relatos de aquellos pueblos “otros”, Forrahue se erige como una reacción decolonial al poner de manifiesto lo silenciado por el discurso historiográfico y entender la memoria desde un saber también ninguneado como el arte textil mapuche. Por cierto, al leer la obra de Colipán como un gesto decolonial tomo como base las ideas de Mignolo, para quien el paradigma decolonial consiste en la “lucha por fomentar la divulgación de otra interpretación que pone sobre el tapete una visión silenciada de los acontecimientos” (2007: 57). En este sentido, los intentos de los pueblos indígenas por expulsar a los conquistadores españoles y luego mantener su lengua, creencias y modos de vida, son leídos por el académico argentino como “reacciones decoloniales” (2007: 57). En el caso del libro que analizamos, definir la memoria desde las creencias mapuches también lo es.

En coherencia con lo anterior, la obra también asume una posición decolonial cuando se plantea el objetivo de construir un relato en torno a la memoria de la matanza para elaborar una representación sobre y desde sí mismos: “Esperamos con este libro de memoria colectiva, logremos una mayor autonomía, sobre la forma cómo nos representamos y nos construimos a nosotros mismos” (2012: s/n). En otras palabras, recuperar sus recuerdos es una invitación a pensarse y narrarse desde dentro, sin la necesidad —como ha examinado Spivak respecto al subalterno— de que un apoderado hable por “otro”, considerándolo así como un sujeto sin voz o incapacitado para autorrepresentarse. Con el fin de cumplir con este objetivo, en la obra se recurre a la práctica del testimonio, que ya había sido utilizada por Colipán en Pulotre. En este libro anterior, el autor explica cuál es su posición frente a este tipo de discurso, lo que por cierto es de suma importancia para comprender lo que ocurre en Forrahue: “Los testimonios orales no sólo nos permiten incorporar individuos o colectividades hasta ahora marginadas o indocumentadas, sino también nos otorga la posibilidad de experimentar un tipo de historia enfrentada cada vez a mayores posibilidades de sufrir, tropezar y renovarse a sí misma en una permanente dialéctica” (1999: 23).

Como se puede observar, el testimonio cumple —desde la perspectiva del poeta— dos funciones: visibilizar las voces de subjetividades marginadas y renovar la práctica historiográfica. De esta forma, Colipán se hace parte de aquellos intelectuales que —de acuerdo a la distinción planteada por Lienhard— consideran el testimonio como un discurso del sujeto subalterno[14]. Tal es el caso, por ejemplo, de académicos como Hugo Achugar, quien ha señalado que el testimonio latinoamericano “registra el ingreso de la voz marginada, de la voz del Otro” (1992: 54) o que “se caracteriza por el ingreso al espacio letrado de aquellos que no son letrados” (1992: 56). Creo que la visión del poeta mapuche-huilliche sobre el testimonio no dista mucho de la definición de Achugar o lo planteado por Burgos en el prólogo de su emblemático libro, donde señala que “Por la boca de Rigoberta Menchú se expresan actualmente los vencidos de la conquista española” (1985: 9). Acorde con esta visión, en Forrahue se opta por recurrir a la práctica testimonial, registrando por medio de la escritura los relatos orales de los familiares en tercera y cuarta generación de los involucrados en la matanza: “Intuimos que para armar el trarikan, era necesario traer al presente, los relatos de los familiares directos de los hermanos que sobrevivieron, de los asesinados y quienes resistieron a la ambición y codicia de la clase terrateniente de la época” (2012: s/n). En definitiva, en Forrahue subyace la idea de que sí es posible acceder a la voz subalterna por medio del discurso testimonial.

Con respecto al fragmento recién citado, me detengo especialmente en la palabra “hermanos”, pues, si bien he dicho que tras el libro subyace una idea sobre el testimonio aceptada por varios intelectuales, ésta revela un giro fundamental respecto a la práctica testimonial efectuada hasta entonces y la relación establecida comúnmente entre el editor y los informantes. Distintos académicos se han referido críticamente a la asimetría existente en esta relación. En este contexto, destaco el estudio de Silvia Tieffemberg, quien —al analizar los testimonios de Rigoberta Menchú e Isolde Reuque— plantea que en el testimonio actual persiste la práctica de la inquisitio o indagación, lo que la lleva a concluir que este tipo de discurso se caracteriza por poseer una matriz colonial:

Este proceso, al que hemos denominado inquisitio, comienza en Europa varios siglos antes de la expansión, pero se instaura en América a partir de 1492 y pervive hasta la actualidad. En esta perspectiva —y sin desdeñar los cambios ocurridos en cinco siglos de historia— Rigoberta e Isolda “son” las informantes indígenas, que hoy llamamos eufemísticamente “entrevistadas”, ambas respondieron, sin tener la posibilidad de preguntar y el discurso surgido en esta situación fue utilizado discrecionalmente según los medios y los fines de Burgos Debray / Florencia Mallon, sus entrevistadoras, (nuevos) letrados. El testimonio es otra de las formas de la inquisitio en América. De ahí su matriz colonial (2006: 147).

Desde una mirada afín, Lienhard señala que a partir de la revolución cubana los intelectuales se comienzan a interesar por las expresiones de los sectores populares y en ese contexto descubren en el testimonio una vía de acercamiento literario a las voces marginales (2000: 788). Ahora bien, el académico cuestiona esta pretensión al plantear que entre los editores y los informantes se produce una “lucha desigual”, en la que finalmente se imponen los primeros: “A menudo, las o los informantes no resultan al fin sino meros títeres en las manos hábiles de los editores-titiriteros” (2000: 790). Es importante señalar que cuando Lienhard postula esta visión crítica de la práctica testimonial está pensando en los casos de Rigoberta Menchú, Domitila Barrios de Chungara y Carolina María de Jesús, quienes perdieron todos sus derechos de autor y la posibilidad de intervenir en el proceso de recepción de sus testimonios (Lienhard 2000: 790).

En Forrahue, la voz del editor subvierte la relación asimétrica antes descrita al plantearse en términos de horizontalidad con respecto a los informantes. Según lo indicado al inicio de la obra, los miembros de la comunidad de Forrahue que entregan su testimonio son sus “hermanos”, por tanto, se concibe y representa a sí mismo como parte de este grupo y por extensión del pueblo mapuche. De ahí la enunciación desde un “nosotros”, lo que se condice con la presentación del libro como una creación colectiva. A lo anterior debemos añadir que este gesto no se queda sólo en palabras de buena crianza, pues los derechos de autor están a nombre de la Comunidad Indígena Forrahue y Bernardo Colipán Filgueira es señalado posteriormente como coautor. Sin lugar a dudas, esta situación dista de lo ocurrido —por ejemplo— con Rigoberta Menchú, ya que en el libro donde se recopila su testimonio es Elizabeth Burgos quien figura como autora. También dista de lo ocurrido con el primer libro de testimonios producido por Colipán, Pulotre, donde es él quien figura como el autor y no los miembros de la comunidad de Malalkawellu. Por tanto, se observa un cambio intencional y consciente en la producción del poeta mapuche-huilliche, que favorece una relación de horizontalidad, pertenencia e identificación entre el editor y los informantes.

No obstante lo anterior, en la sección donde se reproducen los testimonios se intercalan “notas de campo”, donde la voz del editor expone breves reflexiones sobre el ejercicio de la memoria, que permiten vislumbrar cierta distancia respecto a los informantes. Por ejemplo: “Nota de campo 3 de abril 2011. Una comunidad sin memoria colectiva, es una comunidad sin identidad, dependiente de un discurso externo sobre su cualidad y su pertenencia. Cuando no sabemos quiénes somos, seremos lo que se dirá de nosotros. La identidad provendrá de fuera” (2012: s/n). Pienso que en estas intervenciones aparece la voz del intelectual indígena, vale decir, del sujeto letrado que—como plantea Lienhard—se encuentra en una posición de privilegio respecto a lo que él denomina el poder discursivo: “El “poder discursivo” es, pues, aquél que consiste en el control de la emisión, la difusión y interpretación de los mensajes públicos. Sin el interés manifestado por Moema Viezzer, Elizabeth Burgos, Elena Poniatowska y sus editoriales, nadie sin duda hubiera oído hablar de Domitila, Rigoberta o Jesusa” (2000: 789-790). Por cierto, el “poder discursivo” de Colipán no puede compararse al de Burgos o Poniatowska; sin embargo, su condición de indígena letrado le permite intervenir en la esfera pública y obtener, por ejemplo, apoyo de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) para publicar Forrahue.

En este sentido, se produce a ratos una distancia entre los informantes de la comunidad y el editor, quien en las “notas de campo” o los textos introductorios escenifica su representación desde una conciencia letrada. Contrastemos algunos ejemplos. En los testimonios transcritos en el libro se refuerza la permanencia de lo que Achugar ha llamado las “huellas de la oralidad” (1992: 62). Cito un fragmento del testimonio de Eloisa Nilián para ilustrar esta presencia de giros orales en los textos: “Como digo, pasó el pelotón de fusileros para matar a toda esa gente y de ahí ella no murió, ella quedó viva decían mis papás y entonces ella que se revolcó no más en la sangre y se hizo muerta…” (2012: s/n). Por el contrario, las notas de campo que se intercalan entre los testimonios se configuran como discursos con una marcada impronta intelectual y alejada del registro oral de los testimonios. Aun cuando la voz enuncia desde un nosotros, estos fragmentos funcionan—en su gran mayoría—como conclusiones de índole teórica sobre el ejercicio de la memoria: “Nota de campo 18 de marzo 2011. Enfrentar al pasado es desnudar el poder, que construye un relato para narrarnos a todos. Resistir es imperativo democrático, una forma válida de ejercer la memoria” (2012: s/n). En este tipo de enunciados, que de algún modo me recuerdan la estructura de una máxima o una sentencia, la voz asume el rol del sujeto intelectual, inmerso en su trabajo de campo y que se detiene para escribir sus reflexiones, emulando así el modelo del cuaderno de notas utilizado por antropólogos, etnólogos o sociólogos. En términos visuales, esta autorepresentación también se advierte en la contratapa del libro, donde se observa la mano del “investigador”, quien escribe sobre una madera acerca de la matanza y en medio del cementerio ubicado en Forrahue.

Como señala Achugar, en el testimonio latinoamericano contemporáneo convergen dos enunciaciones y dos enunciados, correspondientes al yo y el Otro, el letrado y el iletrado (1992: 62). Estos dos tipos de discursos se cruzan permanentemente en Forrahue, estableciendo a primera vista una lejanía entre la voz del editor y las voces de los informantes. Sin embargo, prefiero pensar esta idea de la distancia entre el letrado y el iletrado como un signo de diversidad, relevando así que existen múltiples formas de identificarse como sujeto indígena. Desde esta perspectiva, destaco los cambios efectuados en Forrahue respecto a la práctica testimonial, relacionados con la instalación de una nueva relación entre editor e informantes. Si bien se mantiene la condición de letrado del primero e iletrado de los segundos, esta distancia se ve reducida cuando los participantes se reconocen como “hermanos”, es decir, como parte del pueblo mapuche. En este contexto, es interesante observar también que en las obras de Colipán el rol del editor es asumido por un indígena, subjetividad que hasta entonces siempre era considerada en cuanto informante (como es el caso de Menchú y Reuque). Por tanto, en Pulotre y Forrahue nos enfrentamos a obras donde existe una apropiación de la práctica testimonial por parte de un sujeto textual que se representa a sí mismo como un intelectual indígena y ha optado por hacer memoria a partir de los testimonios de sus pares.

A diferencia de los testimonios canónicos, como el de Rigoberta Menchú o Domitila Barrios, Forrahue realiza otra transgresión: incorpora los relatos testimoniales de ocho informantes indígenas y no sólo de uno. De esta forma, Colipán repite el gesto iniciado en Pulotre, obra definida por Maribel Mora como “un libro testimonial polifónico” (2007: s/n)[15]. En Forrahue, los testimonios registrados corresponden a “los actos de memoria” (2012: s/n) de hombres y mujeres que tienen entre 54 y 78 años, lo que implica poner el foco en la mirada de los mayores, quienes ocupan un lugar fundamental dentro de las comunidades mapuches en cuanto transmisores de su cultura[16]. Tomando en consideración los planteamientos de Ricoeur, podemos decir que estos informantes son testigos auriculares (1983: 14), pues ellos narran lo que han oído sobre la matanza. En este sentido, es interesante observar cómo en sus testimonios ellos remiten a los relatos de otros testigos (como sus abuelos o sus padres), que estaban vivos cuando ocurrió la tragedia. Desde esta perspectiva, es común encontrar en los testimonios expresiones como “decían mis papás”, “así conversaba mi abuelita”, “Dice mi abuela”, “me acuerdo de mi abuela que me decía” o “conversaban los viejitos” (2012: s/n), que dan cuenta de la importancia que tiene la oralidad en la cultura mapuche.

Las distintas formas de la tradición oral mapuche constituyen un patrimonio cultural, que permiten a las nuevas generaciones conocer la cosmovisión, las creencias y la historia de su pueblo. En este contexto, la conversación —o “la conversa” como dicen algunos informantes— es una acción de la vida cotidiana esencial en la configuración de la consciencia étnica. De acuerdo con lo anterior, muchos testigos afirman que a ellos les gustaba oír las historias contadas por sus mayores y que ahora ellos transmiten por medio de su relato. Dice Ceferino Acum: “Ese padecimiento lo contaba [se refiere a su abuelo que fue un sobreviviente de la matanza] todo el tiempo, todo los años lo contaba, yo en esos años tenía diez años u once años, pero me gustaba escuchar sus palabras” (2012: s/n). José Domingo Nilián también se refiere a lo aprendido durante su infancia gracias a estas conversaciones —“Yo a los ocho años, ya captaba las conversas de las personas mayores y hasta la fecha no se me olvida” (2012: s/n)— y luego concluye que todo lo que hoy saben sobre la matanza se debe a este tipo de narraciones: “La historia de la matanza de Forrahue la sabemos no por los documentos, sino por los testimonios que dejaron los sobreviviente. La historia que me dejaron mis abuelos, la historia que yo me sé, ahora un poco” (2012: s/n).

Desde esta perspectiva, la metáfora de la memoria como un tejido adquiere cada vez más sentido, pues el relato sobre la matanza se construye incorporando no sólo las voces de los ocho informantes, sino también la de sus antepasados, estableciendo así un puente entre la memoria del pasado y la memoria elaborada en el presente. Recordar esa “conversa” con los viejos es reivindicar la condición de documentos de esos relatos orales, que permanecían en la memoria de algunos miembros de la comunidad, pero que no tenían mayor visibilidad ni legitimidad. Como señala Le Goff, “El documento no es inocuo. Es el resultado ante todo de un montaje, consciente o inconsciente, de la historia, de la época, de la sociedad que lo ha producido” (1991: 227). Por tanto, que recién en Forrahue los testimonios de la comunidad sean considerados como documentos válidos nos remite a los “pliegues” del discurso historiográfico, ya cuestionados por el poeta en sus distintas obras. De esta forma, la práctica testimonial deviene en un gesto de resistencia contra una historia silenciada, pues decir y escribir la memoria es dejar un registro público de lo que ha sido narrado de generación en generación, en un ámbito ante todo familiar o privado. Por ello informantes como José Domingo Nilián expresan su satisfacción ante la realización del libro, haciendo eco de aquellas visiones que confían en el carácter imperecedero de la escritura, así como en la legitimidad que tiene la letra en nuestra cultura: “En este caso, como para hacer un libro me parece bien y cuando esté hecho vuelva de nuevo a la comunidad, para tener con que comprobar lo que narraron los antepasados, porque mañana o pasado, nosotros ya no vamos a estar. […] Por eso al hacer el libro queda esa memoria y en cambio si uno lo tiene en mente, se muere y se termina todo” (2012: s/n).

Pienso que las palabras del informante recién citadas son fundamentales, pues dan cuenta de que el libro es en primer lugar para los miembros de la comunidad de Forrahue, quienes pueden leer en sus páginas el relato que ellos han construido desde y sobre sí mismos. Como señala la voz del editor en una nota de campo, “Una comunidad sin memoria colectiva, es una comunidad sin identidad, dependiente de un discurso externo sobre su cualidad y su pertenencia. Cuando no sabemos quiénes somos, seremos lo que se dirá de nosotros” (2012: s/n). Por tanto, recuperar la memoria es decirse a sí mismos y no depender de las representaciones impuestas desde fuera. En este sentido, la obra de Colipán problematiza la definición pragmática de testimonio de Lienhard, quien propone que el testimonio es un discurso subalterno que se dirige a los sectores dominantes (Lienhard 2000: 791). Pienso que en Forrahue el primer destinatario es otro.

Ahora bien, ¿cómo es representada la matanza de Forrahue en los testimonios? ¿Cómo es pensado y dicho este suceso por los miembros de la comunidad? Para responder esta pregunta reproduzco un fragmento del relato de Guillermo Acum:

Esta matanza fue aquí donde los Burgos, por el sector Huillinco que lo nombran. Mis tías contaban que pasó un despojo ahí y que esa tierra era de todos los indígenas y los Burgos le quitaron esa tierra y ellos hicieron despojo ahí y mataron como a doce personas la fuerza pública, estaban todos encerrados reunidos en la casa y sabían que iban a llegar y nunca pensaban que le iban a matar a balas, ellos estaban encerrados en una casa, habían [sic] hartos y llegaron los carabineros, de lejos le disparaban a todos y dejaron la casa como colador, ahí murieron todos… (2012: s/n).

La palabra que se repite en este testimonio y también en los demás es “despojo”. Un término que —como se advierte en la cita— era utilizado por los antepasados y que hoy los informantes continúan reproduciendo para explicar lo ocurrido. El diccionario de la Real Academia Española define despojar como “Privar a alguien de lo que goza y tiene, desposeerle de ello con violencia”. Complemento esta acepción con la definición elaborada por la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación de Colombia, en el marco de una investigación sobre el despojo territorial en el mundo campesino e indígena:

El despojo es el proceso mediante el cual, a partir del ejercicio de la violencia o la coacción, se priva de manera permanente a individuos y comunidades de derechos adquiridos o reconocidos en su condición humana, con relación a predios, propiedades y derechos sociales, económicos y culturales. […] es un proceso violento, en oposición a la entrega voluntaria o deseada de un bien material o inmaterial. (2009: 30-31)

El despojo, entonces, es una privación siempre violenta, que en el caso de Forrahue fue territorial y en beneficio de un particular. Su materialización fue efectuada por la policía y derivó en la muerte de una decena de personas, lo que finalmente revela que tras el actuar del Estado subyace una idea de nación que niega el componente indígena.

En los testimonios, predominan también los recuerdos en torno a la violencia utilizada por quienes efectuaron el despojo. Cuenta Luisa Nilián: “Dice mi abuela que, unos no pudieron más con las heridas y que a otros que los amontonaban en carretas, los subían muertos, así los subían ella, fue a ver a su abuelo, más bien dicho a Vicente Paillán…y estaba muerto, todo herido, todo baleao, todo cortado con murreras” (2012: s/n). En este fragmento, la reiteración del adjetivo “todo” —utilizado para describir las heridas del cuerpo de un asesinado— no hace más que enfatizar en el ejercicio de una violencia desmedida. En este contexto, destaca también en los discursos de los informantes la figura de Micaela Marrián, mujer que sobrevivió fingiendo estar muerta. Ha quedado en la memoria colectiva el recuerdo de Burgos pateando el supuesto cadáver de la mujer y lo que le decía en aquel entonces. Relata Eloisa Nilián: “perra de mierda que le decía y le mandaba unas patadas y ella que todo resistió, cuando quisieron llevar los muertos, ella se paró y se arrancó” (2012: s/n). Llama la atención que todos los informantes que se refieren a esta anécdota recuerden las palabras dichas por Burgos. Pienso que esto se debe a que su actuar combina la violencia física con aquella ejercida mediante el lenguaje. Las locuciones “perra de mierda” o “moriste perra” implican una animalización y feminización denigratoria del sujeto mapuche, que finalmente revelan la colonización del ser. Mediante estas palabras, el causante del despojo convierte al “otro” en algo menos que un ser humano y por ello desechable.

De una u otra forma, todas estas imágenes sobre cuerpos golpeados, maltratados y heridos dan cuenta de una violencia efectuada con saña y más allá de los fines perseguidos. Se golpea no sólo para despojar a los indígenas de su tierra, sino que también cuando se les cree muertos o el objetivo ya ha sido logrado. La herida es un motivo que atraviesa la obra, y en este sentido pienso que funciona como un tropo de denuncia. Decir las heridas de los involucrados en la matanza no sólo remite a algo físico. Más allá de lo literal, las heridas que han quedado en la memoria de los informantes revelan el trato que históricamente ha recibido el pueblo mapuche por parte del Estado-nación chileno. Desde esta perspectiva, pienso que la fuerza ilocutiva o intención de las narraciones de los testigos es denunciar la existencia de una herida aún abierta, lo que —de acuerdo a la teorización de Achugar— es coherente con la función denunciatoria del discurso testimonial: “El testimonio en la mayoría de las veces es también una denuncia […]. Denuncia de excesos de poder, denuncia de la marginación, denuncia del silencio oficial” (1992: 60). Todo eso y más dicen las heridas tematizadas en el texto de Colipán.

De acuerdo con lo señalado en el párrafo anterior, creo que la práctica testimonial desarrollada en esta obra es un gesto decolonizador, con el que se busca comenzar a suturar—desde dentro—la herida colonial impresa en el pueblo mapuche. Construir un relato de memoria colectiva y pensar este acto en relación con los conceptos de su etnia es valorar una cultura ninguneada y legitimar el lugar de enunciación de los miembros de la comunidad. Y es que lo ocurrido en 1912 no implica sólo la pérdida de vidas humanas y bienes materiales. El despojo es también cultural, pues la desvinculación forzada del territorio implica la amputación de un elemento configurador de la cosmovisión mapuche: la tierra. En este sentido, pensar la memoria en relación con el trarikan, el makuñ y el witral es recuperar y valorar los saberes vinculados a esta cultura de la tierra, fuente de carácter maternal que proporciona al ser humano los materiales necesarios para vivir. Tal como explica Chihuailaf, la tierra es la palabra que los define como pueblo: “En el idioma que nos legaron nuestros antepasados, el mapuzungun —el hablar de la Tierra—, hay una palabra que resume lo que es la percepción y relación de nuestra gente con ella, y es la que nos define: Mapuche, que significa Gente de la Tierra” (2012: 34).

Entre los textos recopilados por Aldunate y Lienlaf en Voces mapuches. Mapuche dungu, destaca el capítulo “Nacía para ser tejedora”, donde se reproduce el testimonio de María Teresa Curaqueo Loncón sobre su aprendizaje del arte textil. A partir de su relato, comprendo que para los mapuches este oficio es un saber tradicional, sagrado y femenino, transmitido generacionalmente y del cual muchas mujeres reservan con cuidado sus conocimientos relativos a los teñidos y otras técnicas. Es como un tesoro que se preserva en el tiempo para luego ser regalado a quienes realmente lo valoran. Para explicar el origen ancestral de las técnicas utilizadas, la tejedora cuenta el siguiente relato mítico, que ha oído dentro de su comunidad:

Ellos siempre hablan de una mujer clara de cabellos de distintos colores… bayo, que les gusta mucho a los mapuches, que lucía entera de plata y se aparece no sé, en un árbol, un río. Es un personaje mítico. Es Llalliñ kuse. Es una mujer que trae ese tipo de conocimiento y es como fuerza para los mapuches. Porque se menciona en las oraciones de los nguillatun. Esa mujer trajo el color, trajo el tejido y como que impregnó a las demás mujeres para que hicieran el trabajo. (2002: 77)

Tomando en cuenta lo señalado por la tejedora, cuando en Forrahue se entiende el ejercicio de la memoria a partir del arte textil mapuche se legitima un saber ancestral, cuyos orígenes deben buscarse en los relatos míticos como el de Llalliñ kuse. Así como este conocimiento se transmite desde las mujeres mayores a las más jóvenes, los antepasados que presenciaron la matanza transmitieron a sus descendientes sus recuerdos. Gracias a esta “conversa” mantenida en el tiempo, los testigos de hoy tejen con sus relatos un makuñ, memoria con la cual podrán vestirse y pensarse a sí mismos, llenando los silencios de una narrativa nacional que niega—como escribió Neruda sobre los mapuches—a los “padres / de la nación”[17] (1963: 170). Tejer la memoria, entonces, es un gesto de reivindicación y resistencia, desde el cual se denuncia la herida que implica para el pueblo mapuche su pertenencia a la comunidad nacional chilena. Se les quiere dentro y así lo evidencia—al menos en términos de imaginario— la nueva moneda de cien pesos; sin embargo, en la práctica esta incorporación se traduce en una exclusión violenta, tal como nos recuerda la matanza de Forrahue. De ahí la urgencia de (re)escribir la historia y decir la memoria desde y para los miembros de esta comunidad indígena. A esto se debe también el uso de un discurso como el testimonio, práctica que ha sido resignificada por Colipán en esta obra.

 



Por la fuerza de la comunidad nacional: aquí está tu certificado de defunción

Entre los textos introductorios y los testimonios se elabora en Forrahue una sección que acentúa el carácter fronterizo de esta obra, pues entre sus páginas se imbrican elementos totalmente heterogéneos: esquemas genealógicos, notas de campo, una lista con los nombres de los asesinados, heridos y sobrevivientes, certificados de defunción y citas de la letra de una canción. Por cierto, la combinación de diferentes tipos de textos e imágenes vuelven porosas las tradicionales clasificaciones genéricas, por lo que entiendo esta sección como una de las más “experimentales” —por decirlo de algún modo— de la obra.

En este contexto de hibridez discursiva, donde el lenguaje verbal parece ya no ser suficiente, me interesa analizar especialmente el contrapunto que se establece entre la cita de la canción y los certificados de defunción. A lo largo de quince páginas, se reitera el formato mostrado a continuación, donde se reproduce en la página izquierda un fragmento de la letra de una canción de Illapu y se exhibe en la página derecha el certificado de defunción de algunos asesinados en la matanza. De esta forma, se configura una suerte de poema visual[18], en que los textos y las imágenes son resignificados de acuerdo al nuevo contexto en que han sido incorporados: el libro Forrahue de Bernardo Colipán. Ahora bien, sólo al final de esta secuencia el lector se entera de que los versos citados corresponden al texto de “Aunque los pasos toquen” del conjunto nortino, pues se indica de forma explícita la referencia autorial, acompañada con la fotografía de una tumba.

¿Cómo leer este diálogo entre el texto y el objeto incorporado como imagen en la segunda parte de esta obra? Partiré por el texto y lo más obvio: es una cita. Los versos van entre comillas y cuando éstos finalizan se indica con claridad que estamos frente al discurso de otro. De acuerdo a la tipología de relaciones transtextuales elaborada por Genette, la cita —junto el plagio y la alusión— son tipos de intertextualidad. Debemos advertir que el uso de este término inaugurado por Kristeva es utilizado de forma más “restrictiva” por el teórico francés, pues lo define como “una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente, y, la mayoría de las veces, por la presencia efectiva de un texto en otro” (1997: 54). Desde esta perspectiva, la cita es definida como una práctica tradicional, cuya apariencia —en contraste con el plagio y la alusión— es la más explícita y literal, aun cuando puede ir con o sin comillas e incluir o no una referencia precisa (1997: 54). A partir de lo anterior, entiendo que la cita incorporada en Forrahue es explícita; sin embargo, pongo en entredicho su condición de literal en relación con el sentido. Como muy bien señala Amparo Medina-Boccos, toda cita implica una perversión y sobre dicha premisa construye Borges uno de sus cuentos más conocidos: “’Pierre Menard, el autor del Quijote’, incluido en Ficciones, ilustra a la perfección el hecho de que hasta la cita más literal tiene algo de perversión del texto citado, de alteración de su sentido primero aunque las palabras permanezcan inéditas” (2001: 17). En el caso del libro de Colipán, las alteraciones del texto citado son múltiples y ello permite que el poema pueda ser resignificado.

Para comprender estas alteraciones, es importante tener en cuenta algunos antecedentes. “Aunque los pasos toquen” es una canción de Illapu, grupo emblemático de la Nueva Canción Chilena y conocido por incorporar el patrimonio musical andino. Durante su exilio bajo la dictadura de Pinochet, que se inicia a principios de la década de los 80, el conjunto graba el disco El canto de Illapu, donde se incorpora esta composición. A partir de dicho contexto de producción, Marisol García —en su estudio Canción Valiente— identifica esta obra como parte de las “canciones políticas” escritas por el grupo mientras residía forzadamente fuera del país (2013: 178), lectura que comparto. Sin lugar a dudas, los caídos a los que se hace mención en la letra son las víctimas del régimen militar. De hecho, esta canción es utilizada con frecuencia en los homenajes a los detenidos desaparecidos y las marchas efectuadas cada 11 de septiembre. Desde esta perspectiva, es interesante observar también cómo en la canción se transita —tanto a nivel textual como musical— desde un marcado tono de tristeza hacia uno más esperanzado. Poco a poco, la densidad sonora se va intensificando con el rasgueo de las guitarras y el coro masculino de voces populares, mientras los versos se aproximan hacia una enunciación de aires utópicos: “El día que esperamos / A lo largo del mundo / Tantos hombres el día / Final del sufrimiento”.

Pero la cita se complejiza cuando comprobamos que la letra de esta canción también corresponde a una cita: el poema “Siempre” de Neruda. En el capítulo “La arena traicionada” de Canto General, el poeta incorpora hacia el final una serie de textos focalizados en la matanza de la Plaza Bulnes ocurrida en 1946, donde seis personas —que se manifestaban a favor de los obreros del salitre— fueron asesinadas por la policía. La voz nerudiana —que ejerce el rol de cronista y poeta defensor de los vencidos— centra su mirada en los enemigos del pueblo y por ello asume el deber de denunciar las muertes silenciadas por la historia oficial, interpelando a los lectores para que recuerden. Cito un fragmento de “Los muertos de la plaza”: “Yo no vengo a llorar aquí donde cayeron: / vengo a vosotros, acudo a los que viven. / Acudo a ti y a mí y en tu pecho golpeo. / Cayeron otros antes. Recuerdas? Sí, recuerdas” (2003: 344). En vez del lamento, el poeta opta por la reivindicación de una memoria borrada, que transforma la muerte de los sujetos populares en un hecho insignificante. Dice en “En las masacres”: “Pero entonces la sangre fue escondida / detrás de las raíces, fue lavada / y negada […] / y la muerte del pueblo fue como siempre ha sido: / como si no muriera nadie, nada” (2003: 345). De esta forma, busca visibilizar “la sangre caída” (2003: 346), signo de muerte que en los poemas deviene en signo de vida, en cuanto representa la fuerza vital que ha de dar paso a la revolución popular. Este es el contexto en el cual se inserta “Siempre”, poema que da origen a la canción de Illapu y luego a una sección de Forrahue.

Vuelvo a la interrogante planteada más arriba: ¿cuáles son las perversiones efectuadas en el libro de Colipán con respecto al texto citado? Primero, en Forrahue no se reproduce la totalidad de la letra de la canción, que tampoco corresponde a una cita total del poema de Neruda. En definitiva, se privilegian en la cita las primeras estrofas del texto nerudiano, descartando aquellas finales en que la voz se colectiviza para anunciar—de forma algo mesiánica—la utopía revolucionaria. Entonces, ¿cómo leer el poema de Colipán? Pienso que el texto se erige como una promesa contra el olvido de los muertos, que, de acuerdo al nuevo contexto en que se inserta la cita, leemos como una clara referencia a los mapuches asesinados en Forrahue. Esta sería una segunda alteración. Recurriendo a la combinación de conjunciones adversativas y luego a la negación, la voz poética—que asume un tono casi profético al utilizar con frecuencia verbos conjugados en futuro—asegura que nada podrá borrar la marca sacrificial dejada por los muertos: “Aunque los pasos toquen / Mil años este sitio / No borrarán la sangre / De los que aquí cayeron” (2012: s/n). De esta forma, se configura en el texto una isotopía del olvido (conformada por los verbos “borrarán”, “extinguirá”, “apagará” y “destruir”), pero que es enfáticamente negada por el sujeto de la enunciación. No obstante “los pasos”, “las voces”, “la lluvia” y las “mil noches”, ellos no serán olvidados. Si bien nunca se pronuncia el verbo ‘prometer’, lo que subyace a estos enunciados—dichos con un grado total de certeza—es el compromiso de que “Vuestros nombres de fuego” (2012: s/n) siempre permanecerán en la memoria de la comunidad. Por tanto, en el texto se legitima el ejercicio de la memoria a partir de la negación del olvido.

Una tercera alteración se relaciona con la disposición del texto. Si bien se mantiene la estructura de los versos según el ritmo de la canción, el poema es publicado de forma disgregada en distintas hojas. Lo anterior permite concretar dos estrategias. Por un lado, situar en el centro de las páginas un fragmento muy breve del poema (por lo general dos versos y escritos en color bermellón), haciendo que en éstas destaque el espacio en blanco; por otro, interponer entre cada cita un certificado de defunción de los muertos en la matanza. De esta forma, los recursos visuales entran en juego, estableciendo nuevos nichos de significado, que se complementan con lo expresado verbalmente. Como ha señalado Zenaida Suárez, a partir de Un Coup de Dés de Stephan Mallarmé, sabemos que los blancos de las páginas —que indican la ausencia de lenguaje verbal, en otras palabras, silencio— son significantes cargados de sentido (2013: 87). Desde entonces, este recurso no ha dejado de ser utilizado por los poetas y, en el caso de Chile, los miembros de la llamada neovanguardia fueron expertos en ello. Por tanto, Colipán se apropia de una estrategia ya utilizada, elaborando un silencio que no es total, pero sí predominante. ¿Cómo leer la apropiación de este recurso visual?




En primer lugar, creo que el blanco da cuenta no sólo del vacío dejado por los muertos, sino también del silenciamiento al que fueron sometidos sus cuerpos. De acuerdo a lo indicado por la voz en los textos introductorios y también por los informantes, luego de la matanza, las autoridades pidieron que los cadáveres fueran llevados a Osorno, ciudad que fue cercada para evitar el ingreso de los indígenas. Por esto, los familiares nunca recuperaron los cuerpos y hasta el día de hoy desconocen el lugar donde fueron enterrados. Relata José Domingo Nailián: “Los familiares no recuperaron el cuerpo de sus deudos, nadie supo donde llevaron los cadáveres. Los que hicieron el traslado lo sabían, pero si lo contaban y llegaba a oídos del patrón, éste juró también asesinarlos” (2012: s/n). Lo anterior me hace comprender por qué Colipán opta por adjudicar el texto citado a Illapu y no a Neruda. Y es que tanto en el caso de Forrahue como en el de la dictadura se recurrió a la desaparición de los cadáveres, uno de los mecanismos del terror identificados por Moulián, que al impedir la comprobación física de la muerte y la sepultación entorpece el proceso de duelo de los familiares (Moulián 2002: 180). Por ello la cita finaliza con los versos “Sin destruir el día / que esperan estos muertos” (2012: s/n) y la imagen de una tumba.

Pero el blanco también hace referencia al olvido. En este sentido, escribir sobre la página en blanco es querer dejar una marca allí donde existe la posibilidad de un silencio capaz de borrar el recuerdo de esas muertes. De esta forma, la escritura se convierte en un gesto a favor de la memoria, que pone en entredicho los silencios y los silenciamientos denunciados en las distintas secciones, lo cual es coherente con el verso publicado al final de la obra: “El olvido es muerte” (2012: s/n). A fin de cuentas, la conclusión del libro es que el olvido implica condenar al muerto a una segunda muerte, mientras que el recuerdo supone dar vida a aquel que fue silenciado forzadamente. A su vez, creo que este gesto nos habla de la pugna contra el consenso en cuanto signo de olvido, identificada por Foerster como una de las estrategias de rememorizacion utilizadas por los poetas mapuches huilliches. Cito al crítico: “Si “el consenso es la etapa superior del olvido” (Moulian) los poetas huilliches con su lenguaje, con su discurso, cuestionan todo posible consenso sobre el pasado, sobre la historia” (2004: 281). En el caso de Colipán, este afán de cuestionar el consenso sobre el pasado va de la mano con la necesidad de enhebrar el “trarikan de la memoria” (2012: s/n), como se plantea al inicio de Forrahue.

¿Y qué ocurre con los certificados de defunción que se interponen entre los versos del texto citado? La función primaria de estos documentos de carácter administrativo, emitidos por el Servicio de Registro Civil e Identificación, es dar fe de la veracidad de un hecho: la muerte de una persona. En éstos se indican algunos datos básicos del difunto y también relativos a su deceso, como la fecha, lugar y causa. Por lo general se utilizan para hacer distintos tipos de trámites, relacionados con las compañías de seguros, las herencias y la asignación familiar, entre otros. En este sentido, cuando los certificados de defunción de los asesinados son incorporados en la obra de Colipán se alejan de las funciones prácticas antes descritas, ampliando sus posibilidades significativas. Efectivamente, las imágenes de estos documentos dan certeza de las muertes; sin embargo, pienso que su publicación forma parte del cuestionamiento hecho en el libro a la relación entre el Estado-nación chileno y el pueblo mapuche. A cien años de la matanza, ¿qué es lo que entrega el Estado de Chile? Un simple papel, en el que no se especifican las causas del deceso, sino que se escribe un signo de interrogación. La imagen, entonces, vuelve palpable el silenciamiento, tanto de los cuerpos como de la historia de la matanza. No hay cadáveres ni culpables, pero sí un documento que certifica lo ya conocido por los miembros de la comunidad: la muerte de sus familiares. Desde esta perspectiva, el documento —para muchos revestido de solemnidad por su carácter oficial— se vuelve irrisorio. Es el pago de Chile.

A partir de Barthes, entiendo que toda imagen contiene signos que pueden ser leídos más allá de su mensaje literal[19]. De acuerdo con esta idea, creo que el escudo nacional y su lema “Por la razón o la fuerza”, que forman parte del diseño de los certificados de defunción, se cargan de un nuevo sentido en la obra de Colipán. En primera instancia, remiten a la cultura nacional transmitida por el Estado, que incorpora algunos emblemas patrios y otros símbolos en distintos tipos de documentos, para promover el sentido de adhesión y pertenencia a la nación. Ahora bien, tomando en consideración que el libro trata sobre una matanza indígena perpetrada por el Estado de Chile, el significado recién explicado se complejiza. El carácter bélico del escudo nacional se hace presente, siendo reforzado por un lema que legitima de forma explícita el uso de la fuerza en defensa de la nación. Desde esta perspectiva, creo que estos signos revelan la coerción del Estado-nación chileno con respecto a los particularismos étnicos. A fin de cuentas, la inclusión forzada a la comunidad nacional ha sido para gran parte de los mapuches sinónimo de aculturación, despojos, dominación y muerte. En este sentido, el emblema patrio que destaca en cada certificado de defunción indica que la pertenencia a la comunidad nacional ha sido por la fuerza.

Finalmente, el diálogo establecido entre la cita de la canción de Illapu y los certificados de defunción remite—así como los textos introductorios y los testimonios—a la herida colonial perpetrada sobre el pueblo mapuche. Los certificados dan a esta segunda sección de la obra un carácter funerario, toda vez que las muertes allí mencionadas nos hablan de la colonización del ser llevada a su máxima expresión. Pero este tono elegiaco es resignificado por los versos citados en las páginas contiguas. Como fue indicado anteriormente, la cita de “Aunque los pasos toquen” funciona en el texto de Colipán como una promesa contra el olvido. De esta forma, el poema y las imágenes se erigen como un gesto decolonial, pues al decir—tanto a nivel textual como visual—los silencios impuestos, pugnan por divulgar una interpretación otra, capaz de poner en entredicho la mirada oficial.


A modo de conclusión: hacia la construcción de un Estado-nación inclusivo

Forrahue. Matanza 1912 es una obra compleja en términos textuales y que traspasa cualquier clasificación genérica, no pudiendo ser calificada de forma estricta como testimonial, poética o ensayística. En este sentido, creo que es representativa de lo que Óscar Galindo ha denominado la mutación disciplinaria, rasgo característico de la poesía contemporánea, que responde al cuestionamiento de los saberes y las disciplinas propio del siglo XX. De acuerdo a los postulados por el crítico, este mecanismo se define como “la incorporación al canon poético de recursos de producción y estrategias discursivas de otras disciplinas, preferentemente de las llamadas ciencias sociales” (2004: 156), lo que deriva en la creación de “un tipo de textualidad caracterizado por la indefinición epistemológica y la hibridez genérica” (2004: 156). La interdisciplinariedad que caracteriza a parte del discurso poético actual se advierte, por ejemplo, en la presencia de textos fundados en procedimientos de las ciencias sociales (2004: 157). En el caso de la obra de Colipán, esto se puede observar en las llamadas “notas de campo”, el contraste entre distintas fuentes en los ensayos introductorios y la transcripción de los testimonios orales de varios informantes, todo lo cual remite a prácticas investigativas propias de la antropología, la etnología, la sociología y la historiografía, que han sido incorporados en la producción literaria. A lo anterior se suma la fuerte presencia de distintos elementos visuales, que van desde el color de las páginas y las letras, hasta la reproducción de fotografías, esquemas genealógicos y certificados de defunción, entre otros recursos. Lo interesante es cómo todo lo anterior confluye en el texto para dar cuenta —desde una perspectiva que se identifica abiertamente con el pueblo mapuche— de la matanza ocurrida hace un siglo en Forrahue, donde más de una decena de indígenas murieron a manos del Estado de Chile, mientras defendían sus tierras del despojo llevado a cabo por el latifundista Atanasio Burgos.

En este contexto, he leído las distintas secciones del libro como un gesto decolonial, pues el propósito que subyace a los textos introductorios, los testimonios y el contrapunto entre la cita poética y los certificados de defunción es visibilizar el silenciamiento de un suceso marcado por la violencia física e ideológica, que revela la herida colonial perpetrada por el Estado-nación chileno sobre el pueblo mapuche. Tomando como punto de partida los relatos de los mismos miembros de la comunidad y también los saberes como el textil vinculados a la cultura mapuche, Forrahue se propone construir una memoria emblemática, capaz de resistir a los “pliegues” del discurso historiográfico oficial y también a las representaciones elaboradas desde fuera sobre la otredad étnica. Al mismo tiempo, la obra se erige como un texto de denuncia, donde la herida de los cuerpos es dicha para dar cuenta del trato que históricamente ha mantenido el Estado de Chile con el pueblo mapuche. Por ello he planteado que decir la herida también implica hablar sobre la herida, pues las distintas voces que transitan por el texto viven esta experiencia como propia, funcionando como un detonador de la consciencia étnica, que reclama por la reparación de un daño.

En definitiva, la crítica planteada en la obra sobre el Estado-nación chileno surge desde una mirada que se identifica con los heridos de la lógica homogeneizadora de la matriz ilustrada, en este caso, los indígenas. Como se explicó más arriba, para gran parte de los mapuches su incorporación a la comunidad chilena se efectuó por la fuerza y no por un acto de voluntarismo, como diría Renan. Ello ha provocado una herida y en la obra de Colipán la causante de esta violencia excluyente es dicha en expresiones constantemente repetidas, como el “máuser republicano” o la “carabina republicana” (2012: s/n). No obstante lo anterior, pienso que Forrahue. Matanza 1912 —obra publicada dos años después del Bicentenario y en un contexto marcado por la violencia en la Región de la Araucanía—constituye una invitación a reformular el carácter segregacionista y discriminatorio de la nación chilena con respecto al pueblo mapuche. Si tras el actuar del Estado chileno subyace una idea de nación que niega el componente indígena, lo que propicia la obra de Colipán es el reconocimiento de la particularidad étnica y cultural de los mapuches, pensados desde la diversidad y la contemporaneidad. Como plantea el mismo poeta en Pulotre, el objetivo de su proyecto escritural es “mostrar a la cultura mapuche-huilliche, para aprehender de esa parte que vive dentro de nosotros mismos y que la conforma la otra mitad espiritual y cultural de nuestro país” (1999: 21). Por tanto, pienso en esta poética reivindicativa no hay afanes separatistas, sino la intención de denunciar la permanencia de una herida aún abierta, que reclama por la construcción de un Estado-nación inclusivo, capaz de valorar el sustrato indígena de la(s) identidad(es) nacional(es).

Finalmente, intelectuales como Grínor Rojo, Alicia Salomone y Claudia Zapata han planteado que la nación es una comunidad de personas, que se saben dueños “de un espacio, un territorio, y de un tiempo, una memoria colectiva” (2003: 34). En este sentido, pienso que en Forrahue se polemiza con la memoria oficial que aglutina a los miembros de la comunidad nacional, toda vez que ésta niega y manipula sucesos como la matanza de Forrahue, maquillando el rechazo hacia lo indígena que subyace tras una comunidad nacional pensada en términos homogeneizantes. Por tanto, el ejercicio de desenmascaramiento que atraviesa la obra constituye una invitación a elaborar nuevos relatos sobre la(s) memoria(s), que den cabida a quienes habitaban el territorio antes de que Chile fuera Chile[20].

 

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Notas

[1] En su artículo sobre La Araucana, Lucía Guerra señala que Ercilla elabora una versión literaria de los indígenas, caracterizados como héroes y poseedores de valores de corte europeo (2010: 21). Son los llamados “araucanos”, nombre impuesto por los colonizadores y que el escritor español inmortalizó en su famosa obra épica, considerada tradicionalmente como el texto fundacional de la nación chilena. En este sentido, la académica propone que desde los inicios republicanos el imaginario nacional privilegia la representación de los indígenas como “araucanos”, en desmedro de los sujetos históricos o “mapuche”, como ellos mismos se denominan: “Dentro del incipiente imaginario de la nación chilena donde se tiende a ignorar la palabra “mapuche”, yace la contradictoria distinción entre los araucanos, como personajes literarios creados por Ercilla, y los entes históricos que la nación debe someter para afianzar sus territorios al sur del BíoBío” (2002: 21).

[2] Al señalar que en la obra de Colipán se habla desde la herida, me apropio de la expresión coloquial “hablar por la herida”, utilizada para referirse a las personas que manifiestan sus sentimientos, opiniones o ideas desde la ira, el resentimiento o el dolor. Sus palabras, que no han pasado por el filtro de la racionalidad o el proceso de represión exigido por la cultura oficial, tienden a producir incomodidad en los receptores, quienes buscan atenuar el efecto desestabilizador de estos mensajes aludiendo a “la herida” desde la cual han sido enunciados. En la sociedad chilena, que se caracteriza por promover una cultura del consenso, las voces que “hablan por la herida” son rápidamente catalogadas como disruptivas, derrotistas o irreverentes, neutralizándose así el contenido crítico e inconformista de estos discursos. No obstante lo anterior, pienso que la herida es un motivo que atraviesa la literatura chilena, funcionando en distintos momentos de producción como metáfora y lugar de enunciación desde el cual se interpreta, representa y resignifica el acontecer nacional.

[3] Retomo la categoría de intelectual indígena propuesta por Claudia Zapata para pensar cómo se representa a sí mismo el sujeto de la enunciación en Forrahue. Según la académica, durante las últimas décadas se asiste en el continente a una irrupción de historiadores, sociólogos, antropólogos y escritores, cuyo trabajo intelectual emerge “desde un lugar de enunciación que política y culturalmente es identificado como indígena, característica fundamental para diferenciarlo de otros intelectuales de procedencia indígena que no han politizado ese origen” (2007: 12). En este sentido, la producción de estos nuevos intelectuales pone en entredicho el principio de la objetividad investigativa, pues ellos pugnan por hacer de sus disciplinas un instrumento de poder a favor de sus pueblos y así revertir la lógica excluyente de la tradición epistémica occidental: “estamos frente a sujetos —hombres y mujeres— capaces de nombrarse a sí mismo y de recopilar materiales para hacer un retrato propio de sus pueblos. Por lo tanto, ya no es el otro irrecuperable, sino un narrador y actor político” (2007: 14).

[4] Forrahue. Matanza 1912 no tiene número de páginas. Por ello las citas del libro no cuentan con esta información.

[5] Utilizo la categoría de Zapata antes explicada cuando me refiero a los intelectuales indígenas, a quienes diferencio de aquellos que no siendo indígenas — como José Bengoa o José Aylwin— abogan por sus demandas. A estos últimos los llamo intelectuales indigenistas.

[6] Subercaseaux propone que la construcción de la nación moderna se ha articulado desde una tensión entre dos lógicas: la matriz ilustrada y la matriz romántica. En palabras del académico: “Por matriz ilustrada entendemos la mirada política de vocación cívica, racional y universal, que se expresa en la concepción de la nación de cuño francés; y por matriz romántica, la mirada culturalista vinculada al romanticismo alemán y al rescate de los particularismos étnicos y demográficos” (2005: 268). A partir de dichas categorías, el intelectual plantea que la construcción de la nación chilena se ha desarrollado bajo los parámetros de la matriz ilustrada, lo que ha implicado la negación de los particularismos étnicos y culturales como el indígena: “En gran medida, lo que hicieron los Estados nacionales y las elites latinoamericanas fue, en lugar de articular y reconocer las diferencias culturales, subordinarla al centralismo homogeneizador para ocultarlas” (2011: 212).

[7] En 1969, Neruda publica un artículo titulado “Nosotros, los indios” en Ercilla. A partir de ejemplos concretos, critica el afán de los chilenos por negar nuestra filiación indígena —especialmente la mapuche o “araucana” como él la llama— para pensarnos como blancos: “Se empeñan en blanquearnos a toda costa, en borrar las escrituras que nos dieron nacimiento: las páginas de Ercilla: las clarísimas estrofas que dieron a España épica y humanismo” (2002: 232).

[8] Reproduzco a continuación algunas páginas del libro, con el fin de ilustrar los aspectos visuales mencionados. Agradezco a Bernardo Colipán y a la Comunidad de Forrahue su autorización para poder reproducirlas en este artículo.

[9] El general Cornelio Saavedra fue el artífice de la llamada “Pacificación de la Araucanía”, plan de ocupación llevado a cabo por el Estado chileno entre los años 1833 y 1861, con el propósito de anexar los territorios mapuches situados al sur del río Bío-Bío al territorio nacional. En este contexto, escribió al primer mandatario la famosa frase citada arriba, cuyo registro he tomado de Historia del pueblo mapuche de Bengoa (2000: 174).

[10] Me refiero a la conferencia “Ricos y pobres. A través de un siglo de vida republicana”, pronunciada por el líder del movimiento obrero en tiempos del Centenario de Chile, donde realiza una descarnada crítica al régimen político de la República.

[11] Mignolo, en su análisis sobre lo que él denomina —a partir de Eduardo O’Gorman— “la invención de América”, define el racismo como un sistema de categorización de la humanidad, elaborado por el hombre blanco, cristiano y europeo, que se relaciona no sólo con las características físicas de las personas, sino también con las religiones, las lenguas y las clasificaciones geopolíticas del mundo (2007: 42). Desde esta perspectiva, plantea que el racismo funcionó como un medio para justificar la ocupación de las tierras americanas y la explotación de sus habitantes, entendiéndolo así como una ideología al servicio de la conquista y colonización del continente: “Por lo tanto, la colonización y la justificación para la apropiación de la tierra y la explotación de la mano de obra en el proceso de invención de América requirieron la construcción ideológica del racismo. La introducción de los indios en la mentalidad europea, la expulsión de moros y judíos de la península ibérica a finales del siglo XV y la redefinición de los negros africanos como esclavos dio lugar a una clasificación y categorización específica de la humanidad” (2007: 40-41). En este contexto, creo que es importante mencionar el trabajo anterior de Theodore W. Allen, The Invention of the White Race, donde examina el caso de los irlandeses, indios americanos y esclavos africanos en el marco del colonialismo inglés/británico y angloamericano. Allí plantea que el racismo es un sistema particular de opresión por parte de un grupo humano hacia otro, que debe ser entendido como un fenómeno de carácter socio-económico y no en relación con los fenotipos: “I approach racial slavery as a particular form of racial oppression, and racial oppresion as a sociogenic —rather than a phylogenic— phenomenon, homologous with gender and class oppression” (1994: 1). En este sentido, sostiene que las diferencias raciales no sólo han sido usadas de forma artificial, sino que son en sí mismas artificiales (1994: 27), lo que se aprecia con claridad en la “invención de la raza blanca” en distintos países de Europa y América como una política favorable a las clases dirigentes y sus intereses. Por tanto, el racismo es para Allen una ideología que posibilita el control social.

[12] Tal como ha señalado Rolf Foerster, una temática central de las poéticas mapuches-huilliches de Colipán y Huenún es su preocupación por la memoria, lo que implica realizar distintos procesos de rememorización (2004: 273).

[13] Los antecedentes sobre los tejidos mapuches han sido recogidos — principalmente— del libro Arte Textil Mapuche de Pedro Mege Rosso y también del estudio “Mapuche: gente de la tierra” de Carlos Aldunate del Solar. Las referencias completas se encuentran en la bibliografía.

[14] Al analizar el debate sobre la “autenticidad” del testimonio suscitado —especialmente— en los países anglosajones, Lienhard distingue dos posturas: “En el mismo [debate] se oponen, esquemáticamente, quienes consideran el testimonio como un producto del autoritarismo o el paternalismo disfrazado de sus editores, y quienes creen hallarse frente al discurso “auténtico”, más o menos espontáneo, de un sujeto subalterno” (2000: 791). Con el fin de contribuir a la resolución entre estas posiciones, el académico propone su propia definición desde una mirada pragmática y bastante crítica de la práctica testimonial: “Pienso que este debate se podría clarificar en cierta medida a partir de la noción pragmática de discurso “subalterno” destinado a los sectores hegemónicos” (2000: 791).

[15] La cita está tomada de un artículo publicado en la revista electrónica Documentos Lingüísticos y Literarios, que no cuenta con número de páginas. La referencia completa se encuentra en la bibliografía.

[16] La importancia concedida a los mayores en la cultura mapuche se advierte al leer los poemas de autores como Elicura Chihuailaf. En “Sueño azul”, donde la voz pone en escena la cosmovisión indígena desde la cual enuncia, la presencia de los padres o los abuelos resulta fundamental en el aprendizaje de aquel niño habitante de la “casa Azul”, espacio que determina su configuración identitaria: “Sentado en las rodillas de mi / abuela oí las primeras / historias de árboles / y piedras que dialogan entre sí / con los animales y con la gente / Nada más, me decía, hay que / aprender a interpretar / sus signos / y a percibir sus sonidos / que suelen esconderse / en el viento” (2006: 26-27).

[17] Los versos citados corresponden a un fragmento de “Oda al trigo de los indios”, publicado en Nuevas odas elementales.

[18] Gustavo Vega define la poesía visual como “ciertas formas de creación poética basadas en recursos visuales. Incluyo en tal denominación desde el caligrama—que ya fue cultivado por los griegos—a formas de hacer que han ido apareciendo en los últimos tiempos en relación con algunas tendencias actuales de carácter neovanguardista y también en relación con el desarrollo de nuevas tecnologías” (2004: s/n). Desde esta perspectiva, entiendo que la poesía visual abarca manifestaciones poéticas diversas, en la que se utilizan distintos procedimientos y soportes, algunos más apegados a lo tradicional y otros a lo experimental. Tal como señala María Andrea Giovine, hoy se sigue produciendo poesía visual en papel; sin embargo, proliferan las propuestas en que “ya no basta contar con las herramientas tradicionales del trabajo escritural: tinta y papel” (2014: s/n). Algunas incorporan imágenes, recortes de periódicos, color o fotografías (como lo hicieron los vanguardistas y los poetas concretos brasileños), mientras que otros desechan la hoja como soporte y elaboran poemas-objetos (como Juan Luis Martínez con La poesía chilena) o plasman sus poemas en ambientes naturales (como es el caso de algunas obras de Zurita). De acuerdo con lo anterior, me aproximo a Forrahue como un libro en el que abundan distintos recursos visuales y propongo leer la segunda parte como una manifestación de poesía visual, pues combina citas de un texto poético con los certificados de defunción de los asesinados, elaborando un entramado textual-visual cargado de sentido, que expande las posibilidades expresivas de la palabra.

[19] Desde una perspectiva semiológica y cultural, Barthes examina—en textos como “Retórica de la imagen” o “El tercer sentido”—las imágenes de distintos soportes discursivos como la publicidad o el cine. En este contexto, propone que toda imagen contiene signos, por lo que es necesario someterla a un análisis de los mensajes—ya sea literales o simbólicos—que pueda contener (2009: 30-34), así como de aquellos sentidos obtusos y erráticos, cuyos significados se escapan al lector (2009: 61).

[20] En esta última oración, parafraseo el nombre de la exposición Chile antes de Chile del Museo Chileno de Arte Precolombino, inaugurada en el año 2014. La exposición consiste en una muestra de distintas manifestaciones culturales—tejidos, vasijas, momias, vestimentas, utensilios, etc.—de determinados pueblos indígenas, asentados hace miles de años en lo que hoy conocemos como el territorio chileno. A partir de una cuidadosa puesta en escena, la exposición logra dar cuenta del espesor y la diversidad de las culturas indígenas existentes con anterioridad a la fundación de la nación chilena, algunas ya extintas y otras aún vigentes como la mapuche, la quechua o la pascuense. En el sitio web de la exposición, ésta es introducida de la siguiente forma: “Han transcurrido más de 14.000 años desde que el ser humano puso sus pies en el actual territorio chileno. Desde entonces, diferentes pueblos han habitado esta variada geografía. Aunque no todos están representados en esta exhibición, les invitamos a conocer a esos habitantes ancestrales y a sus descendientes, los actuales pueblos originarios. Esta muestra nos recuerda que sus genes, sus manifestaciones artísticas y su épica forman parte de nuestra identidad como chilenos” (s/n).

 

 

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La herida colonial o “el máuser republicano” en Forrahue. Matanza 1912 de Bernardo Colipán
Por María José Barros Cruz
Pontificia Universidad Católica de Chile/Conicyt
Publicado en A Contracorriente, Vol. 12 No. 2 (2015): Winter 2015