“La experiencia poética es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es
también un regresar a nuestra naturaleza original”
Octavio Paz
Elena Jiménez suspende tiempo y espacio convulso del presente —pero sin eludirlos—, y refugia su escritura en la humedad vegetativa. Se sitúa no sólo en milenarios bosques sureños y fecundos, sino entre los árboles que resisten en las plazas públicas y los que perecen ante el avance del desierto. Con una escritura modernista, pero lejos de toda pretensión retórica y grandilocuente, se percibe el periodo de contención verbal poética previa que emerge de una sola vez: cristalina y cristalizada por el amor dispuesto en el uso de palabras evocativas, simples, naturalmente sublimes.
Semejante al registro de Stella Díaz Varín o Winétt de Rokha, Elena Jiménez encarama su verbo en el orden de la naturaleza, pero sin amores no correspondidos, o sufrimientos familiares o resentimientos, sino en el orden de lo primario, de las hojas, de la humedad, del silencio.
A nuestra poeta no le interesa sonar vanguardista, ni menos posmo. Le interesa mentar las criaturas devastadas por el avance del desierto en el territorio. A lo largo de la lectura de los poemas la voy percibiendo como una sibila, no de caverna, sino de intemperie paciana: revelación poética del ser original individual y solitario que retorna a la naturaleza original, pero sin sustraerse de la reflexión crítica social y política sobre el devenir a que se enfrenta esa naturaleza.
Elena Jiménez
Talvez su mayor virtud poética sea ese situarse en un tiempo primigenio donde las palabras vislumbran a la naturaleza como recién nacida. La poeta se complace en el ritmo de agua lenta de sus versos. Diríamos poeta sibila, más que ninfa sensual del bosque.
Elena Jiménez va de a poco entrando y trasmutando en bosque, invocando la divinidad de la naturaleza y del Dios entre el huerto de olivos de Getsemaní, mediante una espiritualidad muy suya, hasta que los poemas se van volviendo materia vibrante.
Hay una añoranza desmedida por el sur, por el verde y el oxígeno, soñada arcadia, edad primordial donde es posible ser libre, feliz. Hay un ansía por ver y sentir árbol tanto en su imaginación como en el entorno o en las pinturas alucinadas de Matta. Pero también se hace presente el fuego contradictoriamente purificante y destructivo que arrasa bosques milenarios. Elena no es una poeta ensimismada y absorta en la contemplación y canto de la flora, sino que se encuentra totalmente consciente que ese espacio vergel se acaba, se quema, se seca ante sus ojos. La conciencia de la poeta hace visible el calentamiento global y sus consecuencias en el ecosistema sin volverse panfletaria. Su conciencia social se entrama entre los versos vegetativos, es parte de, no corre por un lugar distinto. Esto se evidencia siendo fiel a su estilo en cada verso. Crítica al extractivismo clama la poeta que ve expuesta su territorialidad, su región, su valle enjuto, con su sangre contaminada y sin minerales como un cuerpo famélico y desnutrido por una enfermedad. En esa naturaleza esplendida la acción humana vuelve horror sus mares, sus costas, como se lee en el poema “El niño de la playa”, sobre la triste muerte del niño sirio en una playa de Turquía.
También aparece en los poemas un tú entramado en lo vegetativo más humanizado, un tú entretejido en el olvido, un amor silente no romántico, muerto entre las raíces de los árboles. Un canto a los muertos, a los ojos verde azul de la madre amorosa que le espejeó el bosque la primera y que también encarna el bosque en su ausencia y trascendencia, porque la tierra tiene la actitud de una madre (Mistral), tiene la tremenda y honda ternura de la madre que reconcilia el mundo mediante el pestañeo de su recuerdo: “Sobre árboles y madres” diría Patricio Marchant.
El miedo también se hace presente en los poemas: “miedo de la noche y el día” nos dice Elena. Aquel miedo tan propio del solo hecho de ser y de existir en un mundo que ignora o fetichiza el bosque, la naturaleza. Pero Elena no fetichiza porque temerosa se plantea y planta en la espesura y en los lindes del bosque mediante almácigos de su mismo árbol. La voz también se representa en los márgenes del bosque, en los linderos como árbol crucificado: “cabeza erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas” nos diría Sor Juana. Para ser hay que padecer, hay que reconocer la sabiduría del bien y del mal, eso voy sintiendo mientras avanzo en la lectura de este bosque. La oscuridad del bosque también es luz. La luz ciega a la poeta preclara y no reniega de su obseso trance. Hay algo de “Claros del bosque” de María Zambrano en la razón poética de nuestra Elena silente y espiritual.
Quizá los poemas sean los árboles de este bosque que es el libro y los versos las raíces y las hojas y pétalos: estiércol y miel, hiel y linfa. Lo subterráneo y lo expuesto, la hojarasca viva de la vejez, de la memoria.Podría decir que estos poemas son una invitación: “hermano, hermana amorosa, ven a la fiesta de la redención” nos dice Elena, sibila sensitiva.
Yo extiendo esta invitación. Debemos, sí, debemos leer a nuestras poetas mujeres, regionales, nacionales. Volvamos a gozar de estos versos; les comparto algunos que me han hecho el alma estos días de lectura:
En “Reinicio”:
Huele a vapor sulfúreo
De ese de antes de que surgiera la vida
En las sales disueltas
En los lagos cáusticos.
En “Árbol de la vida”:
Si mañana despertaras con unos ojos que no son los tuyos
Con una sonrisa oscura en tu cara cubierta de lluvia
Y caminaras bajo el puente que cruza el túnel,
Aún estarías a tiempo de encontrarlo
Si también recordaras su nombre, entre los tóxicos gases azules
O lo redibujaras digitalmente
En una nube de puntos infinitos.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Comento a “Luces en el bosque” de Elena Jiménez
Por Breno Donoso Betanzo