Visita a la Casa Deshabitada de Pablo Araya
“Casa Deshabitada”, Ediciones del Herrero, Valparaíso, 2010.
Bernardo González Koppmann
Valparaíso, 14 de octubre de 2011
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“La puerta de la felicidad se abre hacia adentro”
Soren Kierkegaard
Casa Deshabitada, de Pablo Araya (Viñadelmar, 1963), es un breve e intenso poemario de 15 textos ordenados en torno al viejo tópico del lugar de origen, de la casa natal; ese rincón prodigioso donde vivimos nuestra propia edad del asombro. Esta tradición literaria, acotada y recurrente en la poesía contemporánea, fue inaugurada durante el existencialismo europeo de entreguerras por Reiner María Rilke. El gran checo toma de la mitología romana la figura de los lares, esos “dioses del hogar” latino que resguardaban las cosechas y las buenas costumbres, o viceversa, contra los bárbaros que bullían en las fronteras del imperio, y los instaura precisamente como “contras”, como amuletos protectores, cual si fueran la calidez y el refugio del vientre materno en oposición al absurdo de los conflictos bélicos.
El elemento fuego así se reitera en este poeta. En Mester de Herrería, libro publicado en el año 2002, Araya escribía: Aprendí a decir quemadura antes que mi hermano/ en casa del herrero eso no tuvo importancia/ reíamos del fuego a toda hora/ mi padre era un dios oxidado/ que hablaba con el humo. A confesión de partes, relevo de pruebas.
En esta nueva propuesta el autor no hace mención directa al elemento fuego; pero el motivo central del texto, el leitmotiv, poniéndonos cursis, es la desaparición de una familia; o sea, la desintegración de los lares o dioses del hogar que se han extinguido. En otras palabras, la falta del fuego se nota mucho; brilla por su ausencia
En el trabajo literario que hoy presentamos nos encontramos de sopetón con otro fundamento, con otro componente natural que emerge desnudo y espontáneo de la tierra: la madera. Para entrar en materia les digo de inmediato que Araya es un pulcro artesano, una especie de diseñador y constructor de juguetes para niños - pero ojo, para niños de todas las edades -, que se solaza armando y desarmando artefactos lúdicos de tablas y palitos a su regalado antojo. Diríamos que se tutea con las tablas al igual que el maestro Ceraza, aquel ebanista que encontró un pedazo de madera que hablaba, y que cuando intenta arreglarlo para hacer una pata para una mesa, éste le pide que no le haga daño. Entonces, molesto, le regala el madero a su amigo Gepetto. Estamos hablando del origen de la célebre historia de Pinocho, escrita por Carlo Collodi y publicado en Italia en un periódico desde 1882 hasta 1883. ¿Por qué hago tal referencia? Muy simple, pero muy importante. El soporte corporal, concreto, tangible, desta escritura es una caja de madera elaborada duchamente por el poeta-artesano Pablo Araya, lo cual representa el frontis, una puerta o una ventana de una morada, supuestamente de su Casa Deshabitada, donde cobijará una poesía fragante a viruta, a cola fría, a barniz, a mueblería metafísica.
Bueno; tratemos de ingresar a este libro-casa. Veamos qué pasa. Antes, una pequeña observación. Araya en su búsqueda poética no rastrea la inocencia como un antropólogo; no va a las ruinas de una casa habitación localizada de antemano en busca de pruebas científicas que le demuestren fehacientemente lo que añora. Y si lo hace, tal proceder no tiene ninguna incidencia en la validez de su poética. Aquí nos interesa entender la intuición o percepción estética que desarrolla en esta obra; o sea, la capacidad de asombro y los hallazgos que le permitan recrear ese universo poético donde alguna vez fue niño; o sea, dialogar con fantasmas, entidades y esencias inherentes que le hagan recuperar esta morada, real o ficticia, tanto tiempo ya deshabitada debido a los fríos de la otoñada/ (que) penetraron por la herida/ de la ventana entornada. Hablo del hecho indescriptible de reencantarse con los compañeros de sus tardes de ocio que siempre han estado ahí esperando al amigo poeta. Nos referimos a esos seres incorpóreos, maravillosos, llenos de prodigios y presagios como el canto de las ánimas en pena, como los espectros azules que usaron esos zapatos duros tirados en un rincón, como los duende que jugaron con él a las bolitas, al trompo, a las escondidas igual como lo hiciera César Vallejo con su hermano Miguel en Santiago de Chuco hace ya la mar de años.
Lo interesante aquí, entre otros muchos aciertos en esta escritura, es que tomando como referencia esa habitación a medio morir saltado, esa vivienda destartalada, al ingresar o no ingresar a ella, se reencuentra el hablante con el paraíso perdido, pero no para subrayar la nostalgia a la manera del gran lárico, sino para charlar con sus ángeles y demonios amigablemente. Así, de esta manera, el autor va restaurando el caos existencial que lo agobiaba con pleno dominio del oficio; y lo hace con autoridad, con voz propia, porque fue allí en esa edad del primer esplendor, como dijera Eliseo Diego, donde vivenció aquellas experiencias infusas, místicas, como revelaciones sobrenaturales que se desprendían de los objetos y de los sujetos amados, manifestaciones todas que ahora regresan a restablecer su identidad. Son los dioses del hogar, los manes tutelares que nacen de la fusión del fuego y la madera, elementos primigenios, genésicos, perennes en el imaginario del ensueño de la materia que toman forma en esta poesía; en fin, son los seres luminosos que después de dos milenios todavía nos salvan de la nada, del vacío existencial, del dolor, de la huerfanía o de la locura.