Pilar en el país de la poesía Apuntes sobre “Los árboles mojan a la gente”
de Pilar González Langlois
(Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2024, 20 páginas) Por Bernardo González Koppmann
“Este día tiene la palabra, bordea lo irreal y reniega todo”
PGL
La poesía de Pilar González Langlois (Curicó, 1973) viene a confirmar un par de cosas interesantes en el ambiente literario maulino. Por una parte, que la región del Maule es un territorio pródigo en talentos poéticos, y, por otra, el notorio auge de voces femeninas por estos lares, especialmente en la última década. “Los árboles mojan a la gente” es el primer libro que publica Pilar, y me parece una justa manera de celebrar una vida dedicada al arte y la cultura. Pilar siempre ha demostrado esta noble inquietud de difundir pintores, poetas, músicos y artistas de variadas disciplinas desde su labor de periodista y agente cultural, concretamente en Curicó, con el propósito de ennoblecer la ajetreada y zarandeada existencia de sus coterráneos.
Este brevísimo y compacto poemario consta de sólo dos poemas, suficientes para atrapar lo insondable y dilucidar cuestiones fundamentales en cualquier mortal que se interese por descubrir y disfrutar las relaciones ocultas entre las cosas. Este goce estético nos faculta para desarrollar la imaginación y crear mundos nuevos ahí donde todo es de una obviedad degradante.
El poema iniciático no tiene título, aunque su primer verso suple este vacío perfectamente, “El pasto roza mis dedos”. Ya desde ahí captamos cierta delicadeza o sensibilidad de la poeta, porque experimenta en la piel el fuerte llamado de la naturaleza para conectarse con una interioridad lastimada desde la infancia (“y el tiempo se traslada hacia voces / de siniestros olvidos”), lo que luego pasado los años va a encontrar alivio, sin duda, en sus primeros escarceos artísticos: “Un ir y venirde rosas blancas y amarillas me detiene. / Hace décadas dibujo en un velador de raulí, / intacto de tiempo y amor.” Quizá por este último fragmento yo le habría puesto “Velador de raulí” a este poema sin nombre, pero eso no es algo que me incumbe.
Pero, andando el poema, vendrán nuevas decepciones para la poeta, como por ejemplo cuando descubre la cruda franqueza del realismo sucio: “Corro de inmediato y descubro la realidad de los sentidos; / un inmundo olor a alcantarilla sacude el cielo / y espanta con un guiño de insolencia.” Sin embargo, la poeta resiste: “Insisto en la mirada, aquella que encierra símbolos abiertos.” Considero que este poema inaugural es un canto a sí misma, a lo Whitman, donde confirma su vocación órfica. Así lo veo y así lo creo, porque ella, en los peores escenarios, siempre será “la misma que merodea los instintos a cada segundo.”
Pasemos ahora al plato de fondo. El segundo poema se llama igual que el libro, “Los árboles mojan a la gente”, donde vemos a la poeta atravesando las distintas etapas de su vida, debiendo enfrentar a cada rato grotescos molinos de vientos, por tal motivo su verso se verá impelido a sacar músculos y hacerse de un lenguaje profundo, hermético, simbólico, metafísico y existencialista para trasfigurar la porfiada realidad que la acosa. Aquí la poesía es lo cotidiano sublimado en maravilloso. Pilar echa mano a un surrealismo expresionista bien templado, sin caer en imágenes ilegibles ni nada por el estilo; más bien se empecina en escribir como una mujer auténtica, lúcida y esencialmente femenina, porque todo lo que mira es cuestionado, indagado, restituido y si es posible rescatado de la nada existencial, del vacío nihilista posmoderno.
El poema empieza con una confesión de partes -“Cada cierto tiempo / vuelvo a mi estado original.”- para entrar enseguida a explorar a través del subconsciente, desde su niñez hasta la vida adulta, la relación íntima que mantuvo siempre con la belleza, con el hecho estético, con la poesía.
De la infancia, edad etaria mágica por excelencia, Pilar nos dirá: “De niña o antes de serlo / sabía a maldad: / una maldad inconteniblemente ingenua / amontonada de sueños / envejecidos no por el tiempo / sino por las circunstancias.” Pronto, entrando en la pubertad, vislumbrará luces de otra esfera que ya se insinuaban: “Entre soles, estrellas de magnolio y frenesí / se compone el dolor.” Aquí se podría elucubrar y sacar conclusiones de lo lindo, pero el hecho concreto es que la niña Poeta no sucumbe en enigmáticas “circunstancias”, y el relevo de pruebas es lo que corresponde.
Sin embargo, ya en la adolescencia y su primera juventud ingresa en un túnel oscuro, como el de Sábato, tratando de hallar respuestas y un poco de luz a su peregrinaje por las sombras: “Entonces todo parece irresistiblemente lógico / enredada en la apacible ternura individual. // Distancias ocultas me despiertan de noche / y en las mañanas me abrigo para no encontrarlas. / Es un delirio insufrible / apretado bajo el brazo, viviendo y paseando / más o menos desnuda / hacia el lado de lo ridículo.” El panorama se ve gris. Exteriormente, la ciudad y la cultura del deshecho prolongan el callejón subterráneo hacia su interior: “Atravieso pasos, pelucas, imágenes / por un pasillo vulgar sin espacio. / El silbo de los peces gime / al traspasar la primera ventana.”
En el intertanto aflora un sentimiento de tarea fallida, al borde mismo del fracaso, porque la existencia “se torna sucia y pobre, / el aire se queja, / como lamentándose por no poder hablar, / el viento escucha sonidos vidriosos desde su oscuridad, / dibuja olas amarillas / de polvo, suaves saltos, dibujos de la infancia.” La juventud se torna una lucha permanente entre su yo interno, que percibe fugaces destellos de eternidad (aire fragante a limpio, luna en su patio, camelias, árboles dormidos, domingos luminosos, la casa al fin feliz, hermosuras todas que ella interpreta como símbolos de atesoran su pasado), y la realidad circundante: “Hay distancias debajo de mí / desesperadas, inciertas, / en este pueblo maldito / que sigue siendo el imán de los desquiciados.” Entonces, ocurre el milagro de la poesía, no sé de qué otra manera decirlo, porque la hablante se levanta y anda.
El poema concluye con las reflexiones de una mujer madura, templada, contemplativa, es decir, hermosa, que tras una larga travesía se reencuentra con su alma de poeta. Descubre que los magnolios se renuevan, que la tristeza de los álamos es transitoria, que no todos los días son iguales, que las estrellas emergen de un suspiro; entonces, abre su corazón a la eternidad de la belleza, esa alegría para siempre, como dijera Keats, y canta: “Todos los días camino despierta / mirando a lo lejos cómo se escuchan risas de niños / perdidos con un disfraz prestado. / Al fin, y casi de manera circular, / deambulo fácil y dormida por encima de Dios, / en medio de la insana maldad de los espejos.”
“Los árboles mojan a la gente”, finalizo aquí, es un libro valioso, meritorio, bueno, para leer y releer varias veces, porque la genuina poesía es polisémica, vale decir que sus versos tienen múltiples interpretaciones. Por lo tanto, sólo resta agradecer humildemente a Pilar por permitirnos entrar a su universo poético como Pedro por su casa a gozar de las palabras. Así sea.
Talca, 29 julio 2024.
Pilar González Langlois junto a Bernardo González Koppmann
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Apuntes sobre “Los árboles mojan a la gente” de Pilar González Langlois
(Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2024, 20 páginas)
Por Bernardo González Koppmann