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La resignificación del ser posmoderno en la poética de Mario Meléndez
Réquiem para frutas suicidas RIL editores, Santiago de Chile, 2022, 346 páginas


Por Bernardo González Koppmann


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“Único pasajero en la barca de Caronte
hacia el país de Nunca Jamás”
MM

La poética de Mario Meléndez (Linares, 1971) está construida de sólidos materiales, partiendo por ese basamento esencial que resulta ser el legado de los grandes autores con quienes inicia este Réquiem para frutas suicidas, especie de antología fundamental publicada recientemente por RIL editores, en agosto del 2022. Aquí, de entradita, el hablante se reconoce heredero de poetas mayores de la lírica nacional, especialmente de Vicente Huidobro y Pablo de Rokha y, justamente, su estilo denota ambas influencias. Por un lado, el creacionismo fluye en aciertos tales como "Una mujer está parada sobre un puente / que no existió jamás". De Rokha, por su parte, torrencial y telúrico, también traquetea por esta escritura: "Difícilmente olvidarte porque la sangre no se olvida, / no se olvida el volcán o el cuchillo de tu boca". Así mismo, cerrando el apartado segundo, El circo de papel, Meléndez menciona en una especie de galería a ciertos creadores que de alguna u otra forma asoman en sus escritos; hablo de Pessoa, Cortázar, Breton, Perec, Gonzalo Rojas, Vallejo, Artaud y, por supuesto, la actitud emancipadora de Leopoldo María Panero en su “Manicomio de Mondragón”. Inoficioso sería mencionar aquí la afluencia de otras lecturas (Parra, para no ir tan lejos), pintores, cineastas, cultura pop, íconos del jazz, deportistas, galanes, heroínas, en fin, todos los influjos que han venido aportando sincrónicamente en la creación de una obra contundente, madura, definitiva, la cual trataremos de desentrañar en esta crónica.

Su manera de poetizar, de hacer poesía, según lo venimos viendo, se podría llamar perfectamente “del asombro y la resignificación del ser posmoderno”, algo no menor porque se trate de llenar el vacío existencial de toda una generación que viene de tumbo en tumbo intentando —inútilmente— eliminar la historia de los pueblos. De ahí el vigor de esta propuesta, la cual podríamos resumir de la siguiente manera. Todo se inicia a partir de una criatura, objeto o personaje que de pronto llama la atención del autor en cualquier lugar del planeta; también puede ser una anécdota que le ocurre a Perico los Palotes o frente a un deslumbramiento casual que lo asalta de improviso; entonces, se activan en él instantáneamente los mecanismos procedimentales de su arte poética, y se da a la tarea de crear su propuesta sobre la hoja inmaculada con muchos y variados recursos lingüísticos, literarios e incluso históricos. En este sentido la experiencia y el bagaje de Meléndez son enormes; creo que es uno de los poetas que más autores, tendencias y estilos conoce en Chile. “Soy el objeto que soy / y a veces también soy otro y estoy lejos / sentado en agua y tierra / y en el eco de las lenguas ardientes”. Bien, con ese cúmulo de conocimientos que podría poner petulante al más pintado, nuestro autor por arte de sortilegio se transforma en una especie de mago de las palabras, pasando sigilosamente de ser un adusto intelectual a trocarse en un frágil duende, con la inocencia de un niño que juega con las metáforas más insospechadas, más inesperadas, sobre el papel, y de esa mixtura —un embutido de ángel y bestia— van saliendo textos deslumbrantes dando origen a una poética que decanta en estilo solvente, equilibrado y novedoso por lo lúdico, doméstico, ocurrente, inesperado, gracioso, irrefutablemente humano, donde las cosas y los seres se dislocan una y otra vez hasta lograr algo parecido a la plenitud de lo espontáneo, de lo casual, eso que hemos dado en llamar belleza más allá de toda tipificación artificial.

MM logra con los simples materiales de su canto —estoy pensando en el poema “La playa de los pobres”, a modo de ejemplo— elevar las criaturas elementales y los objetos de uso diario a una categoría estética superior, trascendente, a lo sagrado de la creación y de cada ser humano podría añadirse, donde los signos evidentes de la pobreza se transfiguran, se revierten y cargan de nuevos significados. Los veraneantes ocasionales —cada quien con su drama interno— logran rozar la dicha y el júbilo más allá de la indigencia al experimentar el sol, el aire y el mar en la piel y en el alma, como si ellos, los menesterosos de la tierra, fueran los habitantes de un mundo encantado. Pocas veces tendremos la oportunidad de leer un texto tan lleno de humanidad, ternura y delicadeza hacia los más humildes en la poesía chilena.

El poeta en esta obra —como ya lo adelantamos— se aleja de toda solemnidad y nos invita a fiestas donde no tiene cabida la tristeza, ni la decepción, ni el desengaño; no importa que éstas sean sus propios funerales, y allí pasa de todo, incluso “una mujer desnuda como nunca has visto antes / entrará en mi ataúd y lo sellará por dentro”. Con este temple, entre sarcástico, lúdico y profético, Meléndez funda una poesía original, donde las palabras toman otras connotaciones más acordes con las necesidades del ser humano contemporáneo, y así nos sacude de cierta monotonía o perplejidad en la que estábamos subsumidos para reubicarnos, renovados, con una mirada más transparente, limpia de todo temor o prejuicio, frente al oficio cotidiano de saber vivir plenamente la hermosura en estos tiempos de penurias.

Poesía de la intimidad tanto minimalista como universal, partiendo de los reinos mineral, vegetal y principalmente animal, donde encontramos infrahistorias de caracoles, sapos, arañas, hormigas, piojos, pulgas, zancudos, moscas, gallinas, palomas, grillos, ratones, gatos, perros viejos, vacas, leones, osos, dinosaurios, todos reunidos en este libro como si fuera el arca de Noé. “Porque en mi casa ocurre de todo”. Luego, nuestro poeta nos pasea por sus recintos personales haciendo un verdadero inventario de cachureos hallados en cofres, cajones, lugares secretos. Después, a eso de las siete de la tarde en verano, lo vemos salir muy campante a estirar las piernas por las vereditas del barrio, algunas veces acompañado de su sombra, y, de pronto, sin decir agua va —esto es increíble— da un salto mortal al infinito y empieza a recoger peces del cielo como si estos fueran recuerdos del futuro. Es, en ese trance, donde descubre a Dios pastoreando un rebaño de almas sufrientes de regreso al aprisco; así, ve transitar por el oriente eterno a Pizarnik, John Lennon, Vincent van Gogh, Pessoa, Vallejo, Sinatra, Neruda, Rimbaud, Botero, Cervantes, los Sex Pistols, Tarzán, Heráclito, Kafka, Picasso, Marqués de Sade, Dalí, Caperucita, Madame Bovary, Salomé, Verlaine, John Wayne, Amy Winehouse, Facundo Cabral y un sinfín de almas, supuestamente en pena, pero casi todos ellos muertos de la risa. Para no creerlo. Vistas así las cosas, no podemos dejar de relacionar esta prodigiosa escritura —amén de un surrealismo blando, líquido, connatural a toda poesía— con la poética del espacio de Gastón Bachelard, dada esa manera particular que tiene Meléndez de celebrar los amados rincones familiares, el patio de la casa, el baúl de la abuela o el cuarto de las herramientas, porque por ahí estaríamos cerca del paraíso perdido donde encontramos todo lo que necesitamos para ser felices en esta vida, y en la otra también.

A veces me ha dado la tentación de leer los poemas de Mario como si fueran microcuentos, y al parecer funciona el invento. “Mi gato quiere ser poeta”, para no ir más lejos, viene con una precisión bien curiosa bajo el título sólo apta para lectores de textos en prosa: “Basado en una historia real”. Entonces a los neófitos se nos facilita la tarea, y la poesía se hace coloquial, cercana, personal, como que se democratiza el lenguaje, porque al leerla así en confianza se entiende mucho mejor. Al revés, si leemos “La otra”, ese cuento de la abuela coqueta que queda embarazada, estamos en presencia de un poema por donde se le mire, aunque no esté escrito en verso. Me explico. Los temas y motivos recurrentes en estas páginas casi selectas —digamos la infancia, las palabras o la metaliteratura, el (des)amor, la muerte y sus maravillas, Dios, la cuestión social y aquello que los existencialistas han dado en llamar fugacidad, prima hermana de la eternidad, entre otros— siempre encuentran un argumento feliz, redondito, claro como la primera mañana del mundo, donde el desenlace del relato siempre es por nocaut, al decir de Cortázar, o sea en la oración final, o a la manera de una mordedura de alacrán, repentina e inesperada. Bueno, sucede que la poesía de Mario contiene en su construcción estos dos elementos típicos del cuento, un argumento bien preciso y un epílogo o remate de película. Por eso cuando nos aproximamos a sus textos desaparecen los límites entre géneros literarios, y se diluyen las estructuras gramaticales —sean éstas frase, oración o verso— tal como si la niebla cubriera los trenes o los barcos y nosotros, lectores desorientados, ansiosos entre las brumas, nos confundiéramos de andén. Pero, y he aquí lo maravilloso, aún en esas confusas circunstancias no desistimos de la idea de zarpar, aunque sea en bicicleta, al país de Nunca Jamás, sin preguntarnos si abordamos un poema o un cuento, o ambos a la misma vez, porque simplemente estamos iniciando un viaje sin regreso hacia la poesía. Lo demás es silencio.

Quisiera hacer una mención sobre el limpio y decantado lenguaje del autor. Estamos en presencia de un estilo coloquial, cercano a la oralidad, directo, no exento de frases hechas e intertextos, rebosante de dichos sentenciosos, tanto culteranos como populares, esos que llamamos aforismos, axiomas o refranes, según sea el caso, con los cuales MM ha plasmado esa escritura que leemos sin hallar ni una palabra de más ni de menos, con un silabeo armonioso, musical, que por supuesto se agradece. Permítanme aquí una digresión. La poesía de Mario —francamente hablando— atrapa, captura, porque el poeta es un maestro en desenmarañar las ideas, tramas e incluso paradigmas más heavy con su verso llano, fresco y natural, desnudo de todo artificio. Creo que ese es el gran acierto de su propuesta, la sencillez y pulcritud de una poética depurada con paciencia de orfebre, puliendo lentamente una palabra que se nos va haciendo, ya era hora, entrañablemente humana, cuando los fundamentalismos intentaban adueñarse del mudo.

Punto aparte merece el tópico de Dios en la obra de MM. De entrada, desacraliza el uso y abuso que se ha hecho durante veinte siglos de su caricatura, la de un ancianito entre bonachón y vengativo, según como los usuarios lo acomoden a las circunstancias, cómplices éstos de los mayores crímenes de la historia. Mario lo resitúa a punta de ironías y desacatos donde debe estar, junto a los seres y criaturas más desvalidas del universo, construyendo lento pero seguro una nueva fraternidad, si bien no en este mundo pragmático ciertamente en algún otro lugar donde se reúnan las personas de buena voluntad, como en los tiempos de las catacumbas, antes que se institucionalizara la fe. A veces el poeta en un acto de astucia felino, plagiando a su gato Yashin, constata la muerte de Dios, aunque éste se las arregla de lo más bien para resucitar una y otra vez, entrelíneas, obviamente, y se apiada del autor y de todos aquellos que siguen buscando el bienestar de la inmensa humanidad a pesar de los pesares. Cabe destacar, a modo de ilustración, “Autorretrato de Dios hallado en una fosa común”, texto, me parece, que nos daría tarea hasta el amanecer desmenuzando sus punzantes observaciones y aún necesitaríamos unos minutitos extras para reescribir la Suma Teológica de otro que bien baila. Sin embargo, estimo que Meléndez se va a ir al cielo, aunque sí previo paso por el purgatorio a visitar a varios de sus amigotes, este humilde servidor incluido.

Otra vertiente importante de esta poesía es el humor, pero el humor corrosivo, no sé si negro, pero bien sardónico, al estilo de los primeros surrealistas que hacían coincidir las cosas más inverosímiles, como una máquina de coser con un paraguas sobre una mesa de disección, por decir algo. La comicidad ingeniosa de Historias de cronopios y de famas es recurrente en estas páginas. Bueno, haciendo un flashback en la historia de la literatura nos podríamos remontar de un solo viaje hasta Cervantes, quién no deja mono con cabeza en sus descabelladas aventuras. Pero, he aquí una salvedad; todo poema o cuento o novela que se precie de tal termina su meditación entre risas y llantos, y viceversa, carcajadas y lágrimas de la más conmovida y profunda humanidad. Comedia y tragedia invariablemente, por lo mismo, nunca se sueltan de la mano. En Meléndez los asuntos de mayor seriedad y respeto son subvertidos tras escenas jocosas, inverosímiles, del cual este libro está plagado, narradas con una naturalidad que sorprende y conmueve dado que, el poeta, además, dicta cátedra, muy circunspecto él, seriecito, con su facha de judío errante o pastor griego y sus cabellos al azar, donde lo pille la ocasión, como un niño que estuviera observando un insecto en el patio de su casa, concentradísimo, sin que se le mueva un músculo de la cara. Cuando se aburre de algún ocasional interlocutor, continúa su peregrinación con tranco inconmovible dejando en nosotros destellos de una hecatombe (llanto) que, ciertamente, se avecina, pero, a la vez, también esperanzas (sonrisa) de una inevitable resurrección, esa vida nueva que tanto anuncia en el desierto posmoderno el profeta Zurita.

La muerte es otro personaje estelar en estos apuntes. La Calaca que invoca MM hace de las suyas, a diestra y siniestra, con una desfachatez y simpatía que embauca a todo aquel que le de la mano o la mire a los ojos. Entonces ella, nada de tímida, recupera su señorío y se pasea como Pedra por su casa hasta el próximo renacimiento de algún iluminado, situación que casi siempre termina por ponerla histérica; entonces, mientras no llegue el mentado Juicio Final, seguiremos siendo presa fácil de sus encantos. Indudable que este festivo, suelto, relajado y carnavalesco manejo de asunto tan peliagudo, como lo señala el capítulo La muerte tiene los días contados, es un hermoso tributo que México endosó a Mario en su pasantía durante un lustro de nuestro poeta por ese país.

La octava y última parte del libro se llama Las palabras se quitan la edad, y, según mi modesto parecer, es la guinda de la torta que corona este volumen, bastante contundente por lo demás. Aquí Meléndez define explícitamente su “Poética”, no ya como una postal del pesimismo o un cementerio de conceptos, sino acaso como una celebración epifánica del silencio más allá de la ausencia de sonidos, murmullos, cantos de grillos o canción sin nombre, quizá entendido como única voz, la mejor y más perdurable de todas las frutas suicidas —las palabras— que, a pesar de ellas mismas y contra su voluntad, nos heredan el carozo, el cuesco, la semilla, desde donde brota cada día la deslumbrante eternidad.

En el último poema, MM cierra su compacta antología con seis versos para el bronce, pero él prefiere escribirlos con el dedo en el aire para que no nos hagamos falsas ilusiones: “El silencio / es una fosa / clandestina / que amontona / epitafios / en el vacío”.


Talca, 25 de enero de 2023.

 

 

 

 

Patio 29*

 

 

1
 
Algunos ven al muerto
cuando agoniza
otros cuando se pudre

 


3

. . . . . . . . . . . . . . . . . . A Lewis Carroll

La muerte es una niña
de cinco años
que se levanta la falda
cuando ve a Dios

 


4

Al otro lado del espejo
Alicia sólo encontró
una fosa común

Adentro los personajes
de la obra de Carroll
tenían las cuencas vacías
y un tiro en el corazón

También estaba ella
atada de pies y manos
y el propio Lewis Carroll
cubierto de cenizas

Dios no estaba en la fosa
andaba reconociendo
el cadáver de su hijo

 


5
 
Mientras torturaban al Lirón
la niña pensó que pronto llegaría su hora

Sintió los gritos del Sombrerero Loco
en la sala contigua

Reconoció el cadáver de La Liebre
apilado sobre otros cuerpos

Oyó a la Reina de Corazones
confesar al oído del verdugo

Y a la madre del Conejo Blanco
repetir algunos nombres extraños

Todo sucedía en cámara lenta
como la noche que Dios falleció

 


6

El Gigante Egoísta
también fue arrojado
a la fosa común
Bajo su cuerpo
Dios entierra los juguetes
que roba
a los niños muertos

 


7

. . . . . . . . . . . . . . . . Muerte de Caperucita

La torturaron hasta en el más allá

Nunca dijo dónde estaba El Lobo
tampoco La Abuelita

Fue arrojada a la fosa con Pinocho
Alicia, El Gato con Botas

Nadie escribió siquiera un epitafio

Ahora es detenida desaparecida
al igual que Dios

 


La bella durmiente
 
Despertará si la besa el verdugo
si la besan los torturados
que escriben en los muros
                                  venceremos

Despertará con los ojos llorosos
quejándose del golpe en las costillas
la mandíbula rota
la corona de espinas

O se irá simplemente en el sueño
remando en un mar de desaparecidos
que la llaman desde el fondo
cantando

                  venceremos

 


10 

. . . . . . . . . . . . . Cenicienta 1973

(12 de la noche, Villa Grimaldi)

 
No sólo perdió el zapato izquierdo
también el ojo derecho
dos dedos
tres dientes
y la oreja de van Gogh

Yo soy tu media naranja
le dijo el verdugo excitado
Bésame ahora
amor mío
con la boca llena de espanto

 


13
 
Lo primero llegando al cementerio
fue buscar la tumba de Blancanieves
pero sólo halló una fosa clandestina
donde habían enterrado a los enanos

(Esto escribía la niña en su diario de muerte
cuando le avisaron que sus muñecas
no vendrían a visitarla)

 

*Lugar del Cementerio General, en Santiago de Chile, donde se ocultaron los cuerpos e identidades de ejecutados políticos durante la dictadura militar.


 

La playa de los pobres

1

Los pobres veranean en un mar
que sólo ellos conocen
Allí instalan sus carpas
hechas de mimbre y celofán
y luego bajan a la orilla
para ver la llegada de los botes
curtidos de adioses
En la playa
la miseria se broncea boca abajo
el hambre toma sol en una roca
los niños hacen mediaguas en la arena
y las muchachas se pasean
con sus bikinis pasados de moda
Ellas tienden sus toallas de papel
y se recuestan a mirar el reventar de las olas
que les recuerda la forma de un pan
o una cebolla
Mar adentro nadan sus sueños
Y ellas ven al vendedor de helados
acariciando sus pechos
o a ellas mismas en un viaje hacia la espuma
del que regresan con vestidos nuevos
y una sonrisa en el alma


2

Los pobres veranean en un mar
que sólo ellos conocen
Y cuando cae la tarde
y el horizonte se desviste frente a ellos
y las gaviotas se desclavan del aire
para volver a casa
y el crepúsculo es una olla común
llena de peces y colores
ellos encienden sus fogatas en la arena
y comienzan a cantar y a reír
y a respirar la breve historia de sus nombres
y beben vino y cerveza
y se emborrachan
abrazados a sus mejores recuerdos
Mar adentro nadan sus sueños
Y ellos ven a sus hijos camino de la escuela
cargando libros y zapatos y juguetes
o a ellos mismos regresando del trabajo
con los bolsillos hinchados
y con un beso pintado en el alma
Y mientras ellos sueñan
el hambre apaga sus fogatas
y se echa a correr desnuda por la playa
con los huesos llenos de lágrimas


 

  . . .



 

 

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