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Bernardo González Koppmann o el poeta como una voz de la tribu
(Texto presentación “La cabaña del Monje”, de Bernardo González Koppmann. Helena Ediciones, Talca, 68 págs.)

Por Christofer Nail

 




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Hablar de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957) es hablar de la región del Maule. Es hacer referencia a distintos pasajes de la historia y lugares de Chile. Un Chile escondido bajo una apariencia desplegada tras el retorno a la democracia, o perdido para siempre por el paso del tiempo o la violencia con que fuera arrebatada la identidad del país en septiembre de 1973. Una identidad que salvaguardan, precisamente, los poemas de González en una obra que va desde el campo a la montaña, y de ésta a la vida en provincias, en pueblos que en la actualidad no son o se han esforzado por dejar de ser pueblos, para convertirse en ciudades.

Si en su libro “Catacumbas” (Inubicalistas, 2012), subtitulado como una “antología de poesía social”, González desplegaba un conjunto de poemas que traspasanno sólo el sentido político o histórico que a primera vista asoma en su obra, sino que iba en busca de una síntesis que contenga ambos sentidos y los conserve, al seguir éstos siendo amenazados por la modernidad, en “La cabaña del Monje” (2015) el retrato de las costumbres y oficios de un pueblo heterogéneo sigue adelante, aunque esta vez abordado desde un conflicto personal arraigado más que antes en el espíritu. Ya adelantaba fragmentos de esa impronta en dos poemas incluidos en “Catacumbas”, que sirven de pie forzado para su último libro.

La poesía de González se esfuerza por recuperar un país arrebatado, (para el caso de “La cabaña del Monje” puede ser perfectamente un amor o una vida arrebatada), a través de una obra que pone en valor la autenticidad de la vida en regiones; que puede, a su vez, salvar esa identidad legítima del Chile profundo por medio del uso de objetos primordiales que refieren lo universal y, además, por medio de la puesta en conflicto entre las ideologías rural y urbana. En tal sentido, el rescate de esos valores tiene lugar en la voz del poeta, quien recurre constantemente a una pureza extraída del pasado o de lugares que él considera sagrados, para nombrarlos uno a uno hasta traerlos de vuelta de forma alegórica, pero revitalizante.

Tal evocación es dicha por una voz autorizada que debe, forzosamente, conocer los hechos y elementos que dieron forma a la realidad actual, para que por medio de semejante exposición cada una de las unidades vaya renovando su valor; lo mismo que los mitos, para las sociedades primitivas, que hacían rejuvenecer el mundo contando cómo se había forjado. En consecuencia, dichas historias debían ser manejadas al pie de la letra por los iniciados. Así lo explica el filósofo e historiador rumano Mircea Eliade, en su libro “Mito y realidad” (1999), donde revela cómo el uso que una determinada cultura hace de esas historias sagradas es de vital importancia para la conservación, no sólo de las tradiciones o de un sistema de creencias, sino para asegurar la renovación periódica de la vida, y, con ella, la subsistencia de una civilización determinada.

Dicha renovación del mundo y el universo es pronunciada, en diversas ceremonias y en distintas épocas del año, por un grupo de personas o por ciertos individuos iniciados en tales conocimientos, como chamanes o medicine men, encargados de conservar el estado de las cosas, reiterando el nacimiento del universo con la intención de volver al origen de la creación, renovar el mundo gastado y recuperar simbólicamente un paraíso perdido o una matriz abandonada.

Cuando un mito es pronunciado lo que se busca es conseguir que las cosas que están muriendo vuelvan a nacer, o los ciclos que se están cerrando vuelvan a empezar. Por eso, el origen perseguido por quien pronuncia un mito es el que tuvo lugar inmediatamente después de ser concebido por los dioses; sin embargo, para que el universo vuelva a su estado puro es necesario que el o los encargados de pronunciarlo conozcan no sólo ese primer instante o paraíso, sino cómo el caos deviene en una cosmogonía que poco a poco da vida a los elementos primarios. En este sentido, pronunciar un mito significa volver a edificar, uno a uno, los componentes del universo. 

Es interesante constatar -a partir del texto de Eliade- que tales prácticas de renovación atraviesan diferentes culturas primitivas y otras, incluso, contemporáneas. Las ansias del ser humano por recuperar su juventud y renovarse, e, incluso, por alcanzar la inmortalidad, son inquietudes que pueden hallarse hasta hoy. Y en tal sentido, como referencia inmediata, el historiador antepone el ejemplo del psicoanálisis y su método para liberar a las personas de las cargas que traen desde el pasado, a través de la regresión o el recuerdo.

En “Catacumbas”, un posible punto de referencia de la fractura puede hallarse en septiembre de 1973, y aunque en “La cabaña del Monje” se incluye un poema a Jorge Vilugrón -“El profesor fusilado”- el contenido general del poemario es la mención de otro tipo de ruptura (tan reveladora es la imagen bíblica de la historia de Betsabé, Urías y el rey David, al inicio del libro). Y es, por lo tanto, una vez reconocido el instante de inflexión, cuando la voz del poeta inicia el camino de vuelta, ya no al origen de ese amor que el sujeto emparenta con la historia bíblica, sino mucho antes, nombrando uno a uno los elementos que él considera sagrados para renovar las energías del mundo en que vivimos. Esa energía es la que toca la esencia de un país con una democracia y unos principios de convivencia artificiales. Si por un lado González hace referencia a la superación del modelo económico chileno a través de un regreso a la naturaleza y  la vida contemplativa, será en “La cabaña del Monje” donde los esfuerzos por renovar el mundo aparezcan con más evidencia dando toda la vuelta al reloj biológico del universo.

El libro parte con una regresión al pasado, cuando se produce la ruptura amorosa o espiritual que luego se transforma en el motivo central del poemario, todo ello relatado en el capítulo uno, “La canción de Urías”, para luego asumir la necesidad de retirarse poco a poco a las montañas donde pasar un período de recogimiento. En ese período que se alterna entre los capítulos dos y tres (“La cabaña del Monje” y “Hierba del barraco”, respectivamente), el hablante usa elementos tanto de la vida a la intemperie como de la intimidad de la casa o del patio, donde se esconden objetos que considera sagrados o, cuando menos, necesarios para la subsistencia del ser humano y el reencuentro de éste consigo mismo, antes que el mundo o la vida se terminen.  Así de perentorio.

Finalmente, será en los últimos poemas del capítulo tres y, particularmente en el epílogo (“Ya tengo la lentitud de las montañas”), donde el sujeto termine su proceso interior y dé la vuelta completa a la renovación del mundo. Puede tratarse, perfectamente, de su mundo íntimo, pero la evocación que ha hecho desde la ruptura espiritual, pasando por una reconstrucción del mundo hasta recuperar el estado de pureza arrebatado, es nada menos que el circuito que hacen los medicin men para conservar la permanencia del universo. Y para eso, quien pronuncia esa renovación, debe tener pleno conocimiento de los objetos que evoca y de la importancia que tienen para la vida humana. Es por eso que ya no importa si los chamanes van en retirada; pudiera ser que la vida moderna los haya convertido en poetas, en la voz autorizada de las nuevas tribus.


Valparaíso, diciembre de 2015.



 



 

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