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Un poeta joven de 98 años: don Andrés Cifuentes
(Aproximaciones a “Casa con dos lunas”, Editorial Arauco, Talca, 2017, 64 páginas)

Por Bernardo González Koppmann



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Sinceramente, pensaba que don Andrés Cifuentes (Rancagua, 1921) ya no estaba para estos trotes, y cuando lo fui a visitar me llevé una sorpresa mayúscula.
A sus 98 años aún conserva una memoria envidiable, su fino humor, su agudeza consuetudinaria y un compromiso imperturbable con la palabra poética.


Poesía íntima, dice él, imperativamente como si yo fuera su alumno más porro y aquella conversa otoñal la última clase de su vida. Lo visito en busca de un libro, y nos sumergimos en una charla infinita donde hablamos de las inquietudes inalterables -pedagogía y poesía- que llenaron su vida de una paz y serenidad abismante, la que hoy no trocaría por ninguna riqueza de este mundo. Así me relata los vaivenes de una existencia que terminó pareciéndose a sus sueños; lástima, añade casi musitando, la situación del país. Un viento cruel deshace los nidos de los pájaros, le respondo con uno de sus versos. Hombre de profundas convicciones, siempre apeló a las buenas maneras en los temas públicos y a la modestia de escuchar la indesmentible verdad del silencio musical de la palabra poética, lo que siempre vertió inalterablemente en su escritura. Sin embargo, en esta ocasión quisiera comentar la impresión que me ha provocado la lectura de “Casa con dos lunas”.

Me confiesa que este trabajo literario no fue admitido en el Fondo del Libro del año 2015 “por exceso de lirismo”. Se trata de un conjunto de 50 estampas o viñetas escritas en prosa poética, que nos retrotrae a la infancia del poeta trascurrida en Rancagua. Se puede leer indistintamente cada uno de los textos en forma individual, o también a manera de pequeña novela o nouvelle. O de las dos maneras.

Si alguna correspondencia literaria podría encontrar a esta propuesta tendría que remitirme indudablemente en Chile a González Vera, Carlos Préndez Saldías, Carlos René Correa, Rolando Cárdenas, Efraín Barquero y en forma especial a su gran amigo Óscar Castro, con quién militó en la cofradía de Los Inútiles. La afinidad con “La comarca del jazmín” -ya sea por tono, tema o ambientación tanto lugareña como familiar- es asombrosa. En lo que respecta a poetas de la lengua, ya más universales, le encuentro una cierta afinidad con Azorín, por sus retratos pueblerinos, escuetos y precisos; con Eliseo Diego y su “Inventario de asombros”; pero, don Andrés reconoce por sobre todo gran admiración hacia Juan Ramón Jiménez, tanta que me recita de memoria la dedicatoria que dejara el poeta de Moguer en las primeras páginas de “Platero y yo”: A la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles. Luego se queda mirando por largo rato hacia el infinito, hasta que tomándole el brazo lo llamo a terreno. No he conocido poeta más humilde que don Andrés Cifuentes.

En el prólogo a “Casa con dos lunas”, Matías Rafide afirma certeramente: La docencia y la permanente labor literaria de Andrés Cifuentes constituyen un ejemplo para las actuales generaciones porque, más allá del reconocimiento, ha sido una voz a veces incomprendida o silenciada por una actitud de recato la suya, lejos del aplauso y la vanidad de autores de diverso signo.

El tema en torno al cual gira el libro es el inocente despertar de un niño a las maravillas de su entorno. Así va descubriendo asombrado que su casa tiene dos lunas -que no es sino la misma, vista desde dos patios-; que el caracol era una piedrecita que se movía lentamente; que las nubes se enredaban en el campanario mudo de la iglesia; que el espejo grande del ropero de sus padres era una lámina de agua endurecida; que la harina, el alma del trigo, caía como una nieve seca en el tablero; que en cada lugar de su casa había un silencio diferente; que los pájaros construyen los nidos con sus trinos; que las mariposas eran pétalos volantes que se desprendían de las flores; que los grillos vivían en los goznes de las puertas; que los ciegos tienen los ojos en los dedos; que el viento desprende de los árboles tristes monedas amarillas; que era feliz conversando con su sombra… Pero, en todo esto, hay entre líneas un personaje encantador -a veces aura, otras refugio; mas siempre ñaña, meica o hechicera- quien le irá explicando al inquieto explorador todos los misterios y peligros que asolan y, desgraciadamente, a veces destruyen las almas blancas; ese ángel de su infancia, y de todas las infancias, es la madre. En mi casa, la luz nacía cuando se levantaba mi madre… Yo fui una palabra en su silencio... Era feliz tocado por su mano.

Andrés Cifuentes con “Casa de dos lunas” nos ha dado una clase magistral de poesía. Aquí cultiva una poética muy personal; sus palabras intentan registrar algo -algo que indudablemente es la belleza- que supere la primera impresión de los sentidos, que prolongue el desarrollo de la imagen inquiriendo profundamente en la respuesta kinésica más que en lo meramente teórico o intelectual, hasta llegar al gesto pleno, en este caso, de bondad, ternura, humanidad. Poesía indefinible para los académicos, pero no para las gentes sencillas de los pueblos chicos. Arte decantado, maduro, que extrae reminiscencias profundas de los signos visibles o elementos cotidianos; ello nos lleva a conectarnos inevitablemente con la corriente estética estudiada por Gastón Bachelet, llamada fenomenología, donde el poeta hace soñar los objetos, las formas, la materia. Por ejemplo, pongamos atención en este fragmento: Mi madre ponía un pan tibio en mi mano. En él veía su cara, tocaba sus dedos, olía su cuerpo, sabía su alma. ¿Se dan cuenta como de un cuerpo inerte van saliendo deslumbramientos? La poesía es utopía, transfiguración, epifanía, o no es poesía. Ya lo dijo Fiódor Dostoiesvki, la belleza salvará al mundo.

Es notable esta manera de escribir, el estilo de don Andrés, donde van tejiendo relaciones mágicas entre nostalgias y sueños, entre objetos y guiños, entre voces y silencios, dando volumen, significado y presencia a lo ínfimo, a lo pequeño, a lo humilde, a lo que comúnmente pasa desapercibido para el ojo del hombre posmoderno. Cuando nuestro joven poeta, de 98 años, logra plasmar en prosa poética una escena cotidiana, con pulcra y recatada maestría de artesano de la palabra, como en este libro, no resulta extraño que nos deslumbre con la hermosura de sus hallazgos y al cabo de una atenta lectura nos sintamos por un rato mejores persona, simples seres humanos dispuestos a salir de una buena vez de este tacaño individualismo que se nos impone como sistema y como cultura. Casi nada.

Lindo oficio, entonces, el del genuino poeta. ¿Verdad?


Talca, 8 de diciembre de 2019.



 

 

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