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Una casa junto al río:
El lugar donde la luz esplende
Antología Poética de Clemente Riedemann
(Edición de Carlos Almonte y Juan Carlos Villavicencio,
Descontexto Editores, Santiago de Chile, 2016, 132 páginas)
Por Bernardo González Koppmann
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“Es por la gente / que yo escribo / y amo / en este mundo”
CR
La obra de Clemente Riedemann (Valdivia, 1953) tiene esa rara virtud de reconciliarnos con el mundo, con el entorno y con nosotros mismos. No es poca cosa. Trataremos de aclarar, hasta donde podamos, el origen de esta más que respetable poesía.
La presente antología, Una casa junto al río, da cuenta del impecable itinerario de un autor que ha venido haciendo su historia literaria desde 1984 a la fecha. Así, a vuelo de pájaro, inicia un viaje poético que va pasando por atracaderos de totora, estaciones en medio de la niebla o nidos de aviones, dando a luz de tarde en tarde las siguientes publicaciones: Karra Maw`n (1984), Primer Arqueo (1989), Santiago de Chile (1995), Wekufe en NY (1995), Gente en la carretera (2001), Isla del Rey (2003), Coronación de Enrique Brouwer (2007), Riedemann Blues (2016), entre otras.
Si tuviéramos que situar territorialmente esta escritura, ello nos sería fácil por el empeño casi obsesivo del poeta de instalarse en la ciudad de Valdivia y sus alrededores, alrededores que comprenden lo que conocemos como sur de Chile, el cual “empieza en el Puente del Malleco y termina en el muelle de Quellón”, como dijera Nelson Schwenke. Inmerso en este escenario, CR emprende la aventura por la conquista de un lenguaje que dé cuenta de la hibridación, cuando no mestizaje, de una suralidad que integre a grosso modo rasgos propios de lo mapuche, lo hispánico y lo germano. Sustrayéndonos de las teorías que encasillan esta propuesta como una poesía experimental, étnica o antropológica, estimo que la poiésis de Riedemann sobrepasa, y en mucho, las tesis de los eruditos que la circunscriben a una determinada estética. Aún más, estimo que esta obra se va a sostener en el tiempo por la experticia de CR en la elaboración de imágenes, versos y poemas elaborados diestramente, con total dominio del oficio, lo que se manifiesta en la desenvoltura, espontaneidad y naturalidad de su estilo, propio, personal, deudor y cómplice de la oraliteratura mapuche, atractiva ella y convincente por sí misma, además del acervo del decir winka injertándose con neologismos alemanes, y, súmese y réstese a lo anterior, la vasta cultura empírica y científica del autor. Por ahí, creo, se empieza a armar la solvencia de esta poesía.
Ahora comentaremos algunos de los tantos aciertos literarios, de los nueve trabajos que componen esta antología.
En la primera parte del libro, llamada Karra Maw´n, o ciudad de la lluvia en mapudungun, nos encontramos con un hablante que de entrada nos advierte, “Poesía hermética para el académico / Poesía elemental para el habitante de la ruka” (p 23),tomando partido ipso facto por los olvidados de la tierra, aquellos que hacen vibrar las cosas cuando hablan o entonan su canturreo triste. Se revisa en estos poemas los orígenes de la villa, donde perfectamente se adivina una herencia, una leyenda emergiendo de la maleza, la invasión española y la derrota de los nativos a manos de Cornelio Saavedra: “Esta guerra no nos costará / sino mucho mosto y mucha música” (p 35). Un poemario esclarecedor, con su cuota de ironía y de sarcasmo, recursos válidos para desmitificar la hipocresía de tanto historiador miope o antojadizo.
De Primer Arqueo, el siguiente capítulo,se recogen tres poemas. En uno de ellos, “La gran papa”, o la gran mentira,el poeta utilizando un lenguaje decantado, directo, objetivo y preciso, con algo del exteriorismo de Ernesto Cardenal, nos toca hondamente cuando compara a miss Cecilia, chascona, bellísima, con otras mujeres chilenas que, a esa misma hora y en otras circunstancias, estaban siendo masacradas por la dictadura de Pinochet. “Contento me estaría / con la alegría gil / de un gil de derecha invitado en el programa Improvisando / si jamás hubiese visto / cara a cara / el rostro de Carmen Gloria Quintana / (que es, me parece, a estas alturas / el verdadero rostro de la patria)” (p 46).
Posteriormente, del libro Santiago de Chile se escogen dos textos. El primero, “Coloane”, es un certero y rotundo homenaje en prosa al narrador de Qemchi. “Algo en él, como a punto de zarpar, - dice - le hacía a uno tomarle afecto i, al mismo tiempo, protegerse del potencial vacío, que se tornaba en ruina de la imaginación, cuando, en efecto, desaparecía tras el grueso oleaje de unas cortinas dispuestas allí adrede para dar cauce a esta pobre evocación” (p 53). Nada de pobre evocación. Dos detalles, sí. El uso de la i latina aquí, y en varios escritos de esta muestra, nos revive toda la antigüedad de mares y cielos chilotes, patagones, australes, sin necesidad de agregar nada más. He ahí la potencia del significante cuando se usa acertadamente. Y lo segundo, la connotación que adquieren unas simples cortinas movidas por el viento que, en su entelequia, se le figuran al poeta “un grueso oleaje”, una tempestad, una marejada, los tumbos inquietos de la mar-océano que van y vienen ciñendo y llevándose la humanidad de don Pancho por esos salvajes derroteros del fin del mundo. Poesía de alto vuelo, nada que alegar. El otro texto de este conjunto es “Que la vida haga su trabajo”, donde, con un temple contemplativo, el hablante espera a la intemperie que lo inevitable se haga realidad y, lo que tenga que pasar, pase. “No abriré caminos en el aire… No cambiaré de lugar las piedras sagradas del desierto” (p 54). Algo de Tao, de sabiduría china, se empieza a vislumbrar en esta poesía, influjo que más adelante se hará evidente.
Avanzando con la lectura, en el capítulo que viene, nos hallamos sorpresivamente con Wekufe en NY. El poeta viaja al gran país de norte, y en la metrópoli símbolo de la modernidad siente todo el vacío existencial de chucherías y baratijas. Pero, recuerda a un hombre honrado que anduvo por esas calles levitando (Luis Oyarzún), y comparte con amigos entrañables (Schwenke y Nilo), lejos, muy lejos del Calle Calle. En “Cherry Blossom”,leemos: “Mejor que nunca es el vino que se bebe entre amigos que cantan. Cuando el alma está en paz i el corazón late sin prisa, porque el trabajo está bien hecho. Como barcos de otra época, amarrados en los muelles de las afueras del universo, nos sentimos. Ni jóvenes ni viejos, no hay expectativas, ni sobreviven las dudas: sagrados i jubilosos son los días. Es nuestro karma encontrar la felicidad a orillas de un río” (p 59). Demostración fehaciente que el ser humano, vaya donde vaya, lleva en su memoria el legado perdurable del terrón natal, sin tener porqué negarse a nuevos hallazgos que vengan a engrandecer el alma y la poesía que la enciende. CR lo dice mejor que nosotros: “Cierro los ojos / abro los ojos, las luces nerudean a los lejos (nótese el verbo). Es preciso que el poeta viaje para amar de un modo nuevo lo que le pertenece: el volcán que lo parió, el corazón de su mujer grabado en el árbol más alto del bosque”(p 61). Más claro, dónde.
En la próxima sección, Gente en la carretera, se expone una galería de rostros, tanto de personajes conocidos como de seres anónimos. A “Chamaco Valdés”, el ícono legendario del Popular (Colo-Colo), le confiesa, “Así te llevé en el corazón / durante los años en que la vida / se agarraba con estoperoles a la tierra” (p 65). Del mismo modo conversa con un arriero, quien narra la fuga de Neftalí Reyes al exilio por las selvas de Maihue adentro; lo curioso es que, en la hora presente, este baqueano también se ha hecho humo. Clemente le dedica la tristeza de una prosa, “Esto que está hecho del deseo de seguir siendo lo que somos. Nuestros versos son las leyes para un mundo que aún no existe”(p 67). A Walter Hoefler, poeta sureño poco más o menos que indescriptible, lo define a modo González Vera, en una frase: “Esa presencia de país pasado / en el país de ahora” (p 68). A buen entendedor, pocas palabras. Y le susurra, bajoneado, medio quejándose, en voz baja, “En el redil no lo hemos aullado todo: no hemos escrito nuestros sueños. Nuestras almas adolecen de terrenalidad, ese lodo trágico que moldea nuestros tobillos y que no acaba de soldar. No hemos escrito con luz, ni hemos escrito con aire, ¡qué pobre es nuestra generación!” (p 69). Enseguida, el autor se detiene a coquetear con Valdivia, la ciudad que, como una amante irracional, lo persigue por todas partes, o viceversa. Le declara, “…ya casi ni me importa que seas sólo una ciudad / para mí eres más que un lugar, una época, una circunstancia o un destino / podrías ser una mujer, / podrías ser Dios u otro mito cualquiera / pero te amo, por sobre todo, / mi corazón te reclama, / tú eres mi poema / la voluntad poderosa que enhebra mis días” (p 73). Esta relación, sin embargo, más adelante se tornará conflictiva. Culmina este conjunto con dos poemas. El primero, “La Gente”, es un canto pleno de reconocimiento, como diría Quelentaro, a esos seres humildes, demasiado humildes, incrustados en el paisaje. Escuchen: “Amanezco en el desierto / - no escribo eslóganes, ni nada; viajo sencillamente en bus - / y, a lo lejos, / remota, / diminuta, / una silueta humana se retuerce / entre las antiguas piedras. / Siento, entonces, un sentimiento / que bien podría ser amor” (p 74). El otro texto es “Gente desaparecida”, y, en él, por única vez en todo el libro, el hablante utiliza voz femenina, la voz de Sola Sierra: “Este segundo, cuando este / segundo sea olvido, / aparecerán tus huesos / o lo que quede de ellos, / descenderá tu rostro / del cartel en que te llevo. // Dormirás, por fin, / para que yo duerma a tu lado. // Volveré a sonreír / como cuando era niña” (p 78).
A continuación, en Isla del rey, a poco andar por este apartado nos topamos con el texto que le da nombre a la antología toda, “La casa junto al río”, y es aquí donde se sientan los cimientos de la poética que desarrolla en su obra, de cabo a rabo, CR. Algunos fragmentos de muestra: “Sueñas con una casa junto al río… allí donde tienes la certeza de que, al pisar en tierra, vuelas… El río murmura la canción que le enseñaron los dioses. Lo que se mantiene en la levedad no ha de ser corrupto… Sólo en esa casa junto al río te es permitido hallar el cofre que contiene el sustento de tus días” (p 81). Asimismo, es importante este conjunto porque aquí el autor hace pebre el estigma que cae sobre los poetas láricos; ese dardo que se les tira hasta la saciedad achacándoles que son demasiado chovinistas y melancólicos, nostálgicos, pegados a un pasado inexistente. ¿Dónde la vieron? No es tan así la cosa. En “Calientes reposan las cadenas”,Clemente despeja toda duda al respecto: “Desprovista de los rencores de la inexperiencia, el pasado dejó de ser el hotel de las nostalgias, y es ahora casa del sol naciente” (p 83). El que tenga oídos, que oiga. Esta parte del libro se caracteriza por un tono apacible, admirativo, como una especie de nirvana, al estilo de la poesía japonesa arcaica, así como de la poesía de tono menor medieval, especialmente irlandesa, y, ¿por qué no?, franciscana, donde el tiempo pareciera detenido en las pétalos del cerezo que contempla por primera vez un niño, o en ese sendero que se pierde en un pastizal donde algún día divisamos la felicidad, o, lisa y llanamente, en una castaña abierta entre tus manos. “Contemplas con calma todo eso y nada más deseas, pues estás aquí para abrazar lo que la tarde trae hasta tu aura” (p 88). Cautivante esta poesía, esencialmente humana en época de revoluciones tecnológicas y globalizaciones. Aquí, en esta obra, aún “por boca de los hombres hablan las palabras” (p 90), porque para enamorarnos de cuerpo entero, como diría Violeta, necesitamos algo más que recados por messenger, whatsapp o correos electrónicos. Imperioso es el olfato, el tacto, una mirada; en el cuchicheo de la piel canta la enjundia de los huesos. La lectura de estas páginas, insisto, nos conmina a aproximarnos, a palparnos, a soñarnos.
Sin duda, frente a Una casa junto al río estamos en presencia de un libro contundente, con muchos hallazgos y certeras imágenes que, desde el sur de Chile, lacustre e isleño, nos restaura y reconcilia con el resto del mundo. A través de una propuesta que brota de la experiencia humana más cercana e íntima, como asimismo de escaramuzas sociales y planetarias, la palabra de CR se carga de significados simples y profundos, sincrónicamente hablando, lo cual nos viene a revelar un sorprendente universo poético. Como dijera Fiódor Dostoyevski, “la belleza salvará al mundo”.
En Coronación de Enrique Brouwer, el séptimo capítulo en cuestión, me parece que el autor se despacha una muestra de la mejor poesía escrita en Chile en la última década. Vaya juicio. Intentaremos demostrar el porqué. Este segmento, el más extenso del libro, trata de la vida, pasión y muerte de un corsario holandés de origen noble, que recala cerca de Ancud después de imponer en la comarca sus términos a sangre y fuego. Muerto en la isla de las gaviotas, es enterrado en Valdivia, ciudad donde rencorosos vecinos exhuman los restos y profanan su memoria. El hablante se identifica con dicho sujeto - álter ego le llaman a este recurso -, quien, usando como trasfondo aquel tiempo y espacio de aventuras y pellejerías coloniales, se despicha una saga de textos en verso libre realmente notables. Describe a un padre, entre déspota y frívolo, el que le endosa, le hereda, per saecula saeculorum, una infancia bastante triste. En este sentido el poema “Fumadores y bebedores” nos sacude. Capten cómo finaliza: “Al cabo, ya a oscuras, / vino mi padre por mí. / ¿Qué tal, campeón?- dijo, con aire campechano. // Pero yo le odié. / ¿Para qué demonios me abandonaba allí? (en una taberna pestilente llamada Indias Orientales) // De este modo (esperándolo con miedo, entre la estufa y la madrugada) / aprendí sobre el movimiento de las flamas, / a estudiar el sueño de los perros. / A soportar la soledad mientras el mundo se divertía. // Por eso me hice marinero. / Aquí entre las grandes olas, / nadie me molesta”(p 101). Pronto el personaje de marras, tratando de compensar su retraimiento, se lanzaría a la conquista del mundo, de tal manera que se hace bebedor y mujeriego. “Una o dos copas de aguardiente / mantienen la mollera libre de estupideces”(p 102). “Hembras bellas persuadí en las trastiendas de los puertos” (p 104). Precoz y pendenciero, el hablante ama la vida libre que se adivina tras las nieblas, tras los horizontes. “Me conformo con esta sensación de movimiento”(p 105). “Fui a solas por los mares y todo estuvo bien. / Qué otra cosa puede pedir un bucanero sino / sobrevivir a la traición, a la peste”(p 106). Sin embargo, no todo estaba dicho; al final de sus días el hombre hace una síntesis de su agitada existencia. Agradece a la belleza, a la inteligencia y, especialmente, a la bondad, por los favores concedidos. Se da tiempo para redactar un testamento. Pero, imprevistamente, a boca de jarro, tropezamos con el texto “El holandés errante”, donde el protagonista reniega del falso amor de un pueblo fantasma, que ya no reconoce. “Qué rápido hemos hecho la travesía hasta los mares de la corrupción… Me muero de aburrimiento… Temo haber despertado demasiado tarde para repararla”(p 113). Considero que este poema en prosa es un punto de inflexión importante, un antes y un después, en la obra de CR. De hechura deconstruccionista, pocas veces leí un fragmento tan crítico del autor a su lugar de origen: “Ciudad irreal. Ya no regreso a ti sino para saquearte. ¿Por qué habrían de importarme ahora tus reliquias? Tengo hambre: devuélveme el cordero que ingenuamente sacrifiqué en tu nombre. La humedad consiguió atravesar la suela de mis zapatos”(p 113). Con “El holandés errante”, repito, se inicia una nueva etapa en la escritura de Riedemann. Y me atrevo a aventurar una opinión; esta propuesta entrará de aquí en adelante en una búsqueda más descarnada del habitante sureño, reflejando la decadencia, las muertes y maravillas de Karra Maw`n. Esperaremos pacientemente a ver cómo evoluciona y se desarrolla esta poesía en un contexto neoliberal posmoderno más invasivo, donde los conceptos y paradigmas se licúan y evaporan. Bueno, pero no nos detengamos. Avancemos. Este apartado, uno de los más imponentes, decíamos, del libro, concluye cuando Enrique Brouwer fallece y recibe de las mujeres más discretas - las amadas palabras cotidianas, me imagino - un manojo con “las llaves del puerto / donde moran las alma de los que navegan” (p 114); acto seguido, su ánima en pena se embarca errante tras el rastro de su padre ausente, y, así, vaga por los infinitos espacios estelares en busca de un abrazo. Hermoso poemario, de lo más granado que he leído en años.
De Riedemann Blues, su última publicación, editada el 2016,los compiladores eligieronseis relatos, todos breves. Se inicia con “Llévame hasta el fin del mundo”, un escrito donde el hablante, desencantado, se quiere ir de la ciudad. El universo armónico que habitaba se ha desmoronado. “No sabe dónde habrá un espacio para él. Siente un fuego en el alma que no le deja dormir… Siente que un río se lo lleva guarda abajo en medio de la noche… La ciudad se ha vuelto contra él y le muestra sus dientes, le persigue por las calles para morderle los talones. Por lo pronto, se ha instalado en los bordes de la carretera y allí, junto a la cuneta, levanta su dedo pulgar” (p 117). Los otros textos de Riedemann Blues reflejan un manifiesto tinte político, donde se desprende, al toque, una sincera simpatía por aquellos luchadores sociales de una tribu irrefutable que combatieron, murieron y resucitaron por la causa. Nos interpela el texto “Áurea”, madre del poeta, deduzco, quién, en circunstancias apremiantes, “Hizo cola en su vida para que otros fuesen felices, pero aquella que hacía los domingos en la cárcel para ver a su hijo, la hacía para ella”(p 121). El penúltimo de estos homenajes, es sobrecogedor. Está dedicado a “René Barrientos Warner”, joven músico mirista de 29 años, oriundo de Chiloé y ejecutado en 1973, en Valdivia, por supuesto, por la Caravana de la Muerte. “Tocaba el rabel con gesto altivo, como quien se echa un fusil al hombro para ir de caza tras la liebre fugitiva de la libertad. Quería que el pan, la instrucción y la belleza estuviesen al alcance de todos, en todas partes, al mismo tiempo. Inteligencia, sencillez y afecto; como la música de Mozart inundando la cocina donde hervía picorocos y pelaba la papa amable de su tierra” (p 122).
Y llegamos, casi sin darnos cuenta, al último capítulo. Son tres acuarelas impresionistas reunidas bajo el rótulo de Inédito. En ellos, a vuelo de pájaro, nos percatamos altiro que el autor ha recuperado la templanza de su anterior poesía, y el desasosiego que lo amenazaba se esfuma y vuelve el temple de ánimo del poeta a su estado natural, a esa especie de epifanía terrestre que lo identificaba e identifica. “Algo ha de estar roto allí dentro, en el silencio. Quizás es el amor reclamando su antiguo espacio” (p 127). A confesión de parte, relevo de pruebas. Bien nos parece. Para ir terminando, cierran la presente antología dos poemas. “Margaritas”, el primero de ellos, consiste en un ramillete o conjunción de mujeres, íconos todas de la literatura universal, que responden al nombre de Margarita, las cuales, en su eterna sagacidad y astucia proveniente del viejo parnaso, nos enseñan “que no hay que atajar la belleza, que hay que dejarla libre. Que todo es traspaso” (p 128). Interesante, bastante interesante, este punto de vista; como para tenerlo en cuenta. El último poema del libro, “En los ojos de ella”, está dedicado a Gabriel Coddou Espejo, director de coros de niños huilliches en Chiloé, fallecido el año 2004, y es un sentido reconocimiento a su compañera de vida, la música. “En los ojos de ella jadeante huele el vino de los cuerpos, ve carreteras y pueblos, ve continentes completos, la galaxia, el firmamento” (p 129). Aquí, el poeta personifica la eternidad que emerge del silencio y ésta toma forma, cuerpo y alma de mujer, quizá la criatura más hermosa que habita en la faz de la tierra, único ser semejante al cielo, y, ella, nos retorna de la mano al paraíso perdido.
Sólo cabe agregar, a modo de conclusión, que la antología que acabamos de presentar recoge la poesía más sustancial y sustantiva, no exclusivamente del sur de Chile, de la suralidad, como veníamos sosteniendo, sino de un país entero que se siente identificado con el ser humano integrado a su territorio, a su medio natural y cultural, porque la belleza (del sánscrito bet el za, el lugar donde la luz esplende) trasciende más allá de cualquier frontera que podamos imaginarnos. Entonces, se agradece la belleza, se agradece la inteligencia y se agradece la bondad. Pero, por sobre todo, se agradece a CR que haya escrito Una casa junto al río. Muchas gracias.
Texto presentación en Universidad de Talca, Sala Emma Jauch.
Talca, 18 de abril 2017.