Gabriel Chávez Casazola (Sucre, Bolivia, 1972) es un poeta que ha construido una obra que va a perdurar, así nos contamine el ruido de la tecnología, los fundamentalismos, el nihilismo, la indiferencia hacia los asuntos esenciales de la vida comunitaria, la destrucción de la naturaleza y la avaricia de un sistema necroliberal inhumano. Precisamente, la poesía de Chávez Casazola es una contra (así se dice en Chile a ciertos objetos chamánicos que actúan “contra” los poderes maléficos), anatema o sahumerio de hierbas aromáticas en la médula de la actual civilización de consumo que idiotiza y menoscaba costumbres y valores ancestrales. Manifiesta el poeta: “La poesía puede –y, en algunos momentos, debe- ser una luz, no importa si un cerillo o una hoguera, capaz de exorcizar las sombras y ofrecer claridad a los caminos por los que transitamos los hombres”.
Tengo en mi mesa de trabajo un ejemplar de Cámara de niebla. Sucedió más de una vez que cuando abría el libro de Gabriel, casualmente empezaba a sonar el carillón de la parroquia de mi barrio, coincidencia que consideré un buen augurio, el cual se cumplió al pie de la letra, al dedillo, dado que leyendo me percaté que estaba en presencia de una obra de envergadura por la pulcritud y calidad de versos tan plenamente humanos, íntegros, profundos, lúcidos, emotivos, simples y cotidianos lindando con la sabiduría de su lugar y de todos los lugares. Son 76 poemas (divididos en tres apartados: “Nombres”, “Signos” y “Destellos”), escogidos por el propio autor, que dan cuenta de una propuesta sólida, convincente, macerada, de esas escrituras que uno sospecha que están destinadas a transformarse en lecturas clásicas —y obligadas, por lo mismo— con el paso de los años. Trascribo de la solapa: “Poeta y periodista boliviano, considerado una de las voces imprescindibles de la poesía latinoamericana contemporánea”. Este libro confirma largamente dicha apreciación.
Según mi modesta opinión, es sorprendente el habla de Gabriel, la forma de expresarse en el papel con una llaneza o naturalidad que sobrecoge y emociona dejándonos resonancias profundas, perdurables, entrañables, porque él escribe como “habla”, cual si estuviéramos en una sobremesa después de yantarnos unas merluzas al vapor en una casa de barro en el centro de Talca. Cierta vez, entre copa y copa, mientras elucubramos sobre el venerado y utópico país de los sueños —donde todas las cosas algún día se amen y conversen entre sí— el poeta nos regaló su valiosa antología, donde recoge sus maravillosos hallazgos, esos destellos de las cosas, de los nombres y de los signos de diferentes tiempos y paisajes que se cruzan y fusionan en su alma, en su Cámara de niebla. El estilo es sin duda conversacional, narrativo si se quiere, no exento de bellas y refulgentes imágenes donde lo cotidiano se transfigura en mágicas criaturas que conservan toda la potencia del origen, como si miráramos las cosas por primera vez. Inevitable no asociar este lenguaje con la mejor tradición de la China arcaica, con el español Antonio Gamoneda, los grandes láricos chilenos, Benedetti, el exteriorismo de Ernesto Cardenal, William Carlos Williams, Thomas Merton, Hugo Mujica, poetas, filósofos y místicos de hondo pensar y sencillo escribir, como si fluyera la poesía libre y espontánea de palabras tan justas, necesarias y oportunas en estos tiempos de penurias. También Chávez Casazola, íntimo y universal, aldeano del mundo, arcaico hasta la médula, toma humildemente aportes estéticos para su arte poética del cine, la pintura y la música, tanto culta como del pop urbano, así sea alternativo e independiente, lo que viene a enriquecer sobremanera esta propuesta escritural.
El primer apartado, “Nombres”, es un conjunto de 23 poemas donde Gabriel despliega un vasto conocimiento universal desde la literatura antigua oriental, pasando por otras lindezas como “La Odisea”, Oliver Twist, Óscar Wilde, hasta llegar a la maestría de la pintora boliviana Haydeé Aguilar. También hace referencias a Martha Bioy, Van Gogh, a algunas películas contemporáneas como Harry y Sally, rescatando de ello pequeños gestos plenos de humanidad, casi desapercibidos al común de los mortales que nos dejamos atrapar por la banda sonora de la posmodernidad cual ratones hipnotizados (e idiotizados) detrás de la flauta de cualquier Hamelín. Lo notable es la mirada del poeta que atraviesa la historia de los pueblos y las sociedades modernas a partir de experiencias infusas que lo acompañan desde su más tierna infancia, donde el universo poético que despliega hace referencias a un mundo armónico, locus amoenus intacto en su memoria, que intenta hacernos reflexionar del humanismo que se nos escapa cogido de la mano de los vicios de una globalización que banaliza y atrofia las culturas locales y su carga semántica, anímica, trascendente.
La segunda parte llamada “Signos” consta de 30 poemas, y en ella Gabriel echa mano al estructuralismo de Ronald Barthes, entre otros aportes lingüísticos cercanos como la Escuela de Frankfurt, para ir cargando los nombres, las palabras, los significantes, de ocultas repercusiones algo metafísicas a objetos inanimados, a la materia en sus diversos estados y a los motivos concretos de su canto. “La memoria es el tenue envejecer de la verdad”, nos afirma en el poema “Contraluz”. Acá los temas religiosos y existenciales, en especial la fugacidad del tiempo, se adueñan de las páginas insistiendo en recabar respuestas estéticas en los elementos simples de la cultura y la naturaleza de su entorno, de su infancia, que reiteradamente aflora con el encanto del paraíso perdido, a la manera de Eliseo Diego o Jorge Teillier. Las referencias o conexión con otras disciplinas artísticas, como ya lo mencionamos, le otorga universalidad a esta poesía; inevitable no asociar la escritura de Gabriel con la poética de Constantino Cavafis, por el hecho de sincronizar épocas pasadas con la contingencia posmoderna donde Dídimo el incrédulo, por ejemplo, o Bartimeo el ciego de los tiempos bíblicos, recuperan toda su lozanía y nos aclaran de manera bellamente prosaica y campechana las albricias de la fe del carbonero, esencial en horas de confusión, conflictos e intolerancia como las que actualmente padecemos, lo que mucho se agradece.
En el tercer y último apartado, acertadamente llamado “Destellos”, se agrupan 22 textos, y aquí el poeta eleva su canto y alcanza alturas donde logra plasmar metáforas símbolos con imágenes que redundan en signos jubilosos, notables alegorías del lenguaje que condensan herméticamente —aunque siempre sobrio, mesurado, amable— todo lo que ve, palpa y respira en una actitud lírica carmínica que deambula a veces por la embriaguez mística: “Y amasando barro de la acequia / el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía. // Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente, / tomó aire, / sopló suavemente sobre ellos // y echaron a volar”. Epifanía y transfiguración pura, alta poesía, en suma, encontramos en el poema citado, “Una rendija”, que nos recuerda el episodio cuando José reprende a Jesús aún niño por no guardar el sábado para la oración y dedicarse a confeccionar pájaros de greda, tal cual nos lo recuerda el evangelio apócrifo de Pseudo-Mateo. Gastón Bachelard al filosofar sobre la hermosura y la ensoñación de la materia se refiere, precisamente, a esta manera luminosa de poetizar.
Sin duda, la fortaleza de esta escritura reside en los sólidos fundamentos éticos y filosóficos de la vasta cultura que absorbe y depura, pero esencialmente en las cualidades humanas del autor, que, a estas alturas de la historia, cuando la mejor literatura contemporánea va a la raíz del ser y sus manifestaciones (Rilke ya nos dijo que “la única patria del hombre es la infancia”) y el conocimiento y la tecnología creen haberlo abarcado todo, la sabiduría de poetas como Gabriel Chávez Casazola es imprescindible para testimoniar en alma y cuerpo que la belleza es el camino que conduce a la felicidad.
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Sobre “Cámara de niebla” de Gabriel Chávez Casazola
Andesgraund Ediciones, Santiago, 2024, 170 páginas
Por Bernardo González Koppmann